El Mercado Común y los diez mandamientos
En los cruciales momentos de nuestra entrada en el Mercado Común, quizá sea oportuno arrinconar tantos tópicos y tantos discursos teóricos, incomprensibles para la gran mayoría de los mortales, a fin de comentar los principios fundamentales sobre los que reposa el magno proyecto comunitario en términos que resulten familiares a todos los oídos.En dos palabras: creemos que los tratados comunitarios, que acabamos de suscribir, son las sagradas escrituras de un nuevo credo económico que impone a sus apóstoles -los doce Estados miembros (¡!)-una rígida disciplina, con objeto de conseguir el paraíso de una Europa unida. Confiamos de antemano en ser disculpados por tamaña exageración, en base a que, como pretendemos demostrar en este artículo, existen insospechadas analogías entre la ciencia de lo divino y la filosofía de la integración que practican desde antaño nuestros vecinos.
El 25 de marzo de 1957, haciendo gala de una inaudita esperanza en un futuro mejor -desusada virtud teologal-, seis Estados europeos decidieron en Roma, no lejos del Vaticano(¡!) acometer su unificación política por medio de la democracia, la economía y el derecho. Tan sincero acto de fe se concretó en un peculiar acuerdo internacional -el Tratado de Roma-, basado en tres grandes principios: a) El establecimiento de un Mercado Común (MC); b) El desarrollo de varias políticas comunes; c) La coordinación de las políticas económicas nacionales. Analicemos con detalle estos conceptos.
Quienes decidieron establecer un MC pensaban que sólo un régimen donde se aboliesen todas las barreras aduaneras clásicas -derechos de aduanas, exacciones de efecto equivalente, restricciones cuantitativas y medidas de efecto equivalente- e imperase, por tanto, la libre iniciativa de los operadores económicos, garantizaría que todos los pueblos europeos expandiesen sus mercados e incrementasen su producción, factores ambos que, al traducirse en un considerable aumento del bienestar material y de la interdependencia de las economías nacionales, facilitarían sin duda la ansiada unidad política.
Sin embargo, existían en todos los Estados de la CE determinados aspectos de la actividad económica donde resultaba imposible aplicar esta doctrina del laissez-faire y dar riendas sueltas a los operadores económicos, bien por tratarse de sectores cruciales de la sociedad -tales como la agricultura o las condiciones sociales-, o bien, de políticas económicas ligadas al comercio -como los transportes o la fiscalidad indirecta- que ya habían sido ampliamente intervenidas por todas las administraciones nacionales.
Ante tal problema, los autores del Tratado decidieron otorgar a las instituciones de Bruselas el poder de adoptar "políticas comunes" que sustituyesen progresivamente las múltiples intervenciones estatales en dichos sectores por una acción única. Por otra parte, el correcto funcionamiento del MC exigía no sólo la adopción por todos los Estados miembros de idénticas medidas comerciales hacia el exterior -es decir, una "política comercial común"-, sino también una "política común de la competencia" que impidiese a los operadores económicos obstaculizar los intercambios intracomunitarios por medio de prácticas de dumping, acuerdos o convenios y abusos de posición dominante.
El 'paraíso' comunitario
Finalmente, el libre desarrollo de tales intercambios crea tal grado de interdependencia entre las economías nacionales que obliga a los Gobiernos a coordinar o "desnacionalizar" progresivamente sus políticas económicas a fin de perseguir objetivos similares.
Desde esta perspectiva no es difícil imaginar que el principal objetivo de los autores del Tratado consiste en que los doce Estados miembros compartan apostólicamente sus mercados internos, tratando de idéntica manera a todos los operadores económicos comunitarios, cualquiera que sea su nacionalidad.
Para alcanzar tal paraíso es preciso que los Estados de la CE intervengan lo menos posible en la economía y cumplan religiosamente el siguiente decálogo:
1. Renunciar a la percepción de derechos de aduanas y "exacciones de efecto equivalente" sobre el comercio intracomunitario (artículos 12 al 17 del Tratado).
2. No imponer restricciones cuantitativas ni "medidas de efecto equivalente" sobre dichas transacciones (artículos 30 a 36).
3. Reformar los "monopolios nacionales de carácter comercial" a fin de evitar discriminaciones entre los operadores comunitarios (artículo 37).
4. Permitir a las personas fisicas y jurídicas de la CE -asalariados, profesionales y sociedades-que trabajen, se establezcan o presten servicios en su territorio sin sufrir discriminaciones de ninguna clase (artículos 48 a 66).
5. Abolir las restricciones a los movimientos de capitales intracomunitarios en la medida necesaria para la realización del MC (artículos 67 a 73).
6. Obligar a sus empresas públicas a cumplir estrictamente las normas del Tratado, y en particular aquellas que regulan la libre competencia (artículo 90).
7. Suprimir las prácticas de dumping en la CE (artículo 91).
8. Controlar las subvenciones estatales (artículos 92 a 94).
9. Prescindir de "imposiciones fiscales internas" de carácter discriminatorio sobre los productos comunitarios (artículos 95 a 99).
10. "Armonizar" las divergencias entre los sistemas legislativos nacionales que afecten al establecimiento o buen funcionamiento del MC (artículos 100 a 102).
Parafraseando las categóricas máximas de nuestro empolvado catecismo, quizá sea posible resumir esta nueva euro-leología que el Estado español debe profesar en dos grandes mandamientos: reverenciar el Tratado de Roma y las instituciones de la CE sobre todas las cosas (artículo 5), y tratar al prójimo -los demás Estados de la CE y sus nacionales- como a sí mismo (artículo 7).
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