En las aguas heladas del cálculo egoísta
Parece que el mal llamado tercermundismo ha pasado completamente de moda: en esta Europa perezosamente ovillada en su mediocridad moral y dependencia militar y económica, la mera evocación de las iniquidades existentes entre Norte y Sur, países ricos y países pobres, suscita hoy día encogimientos de hombros, cuando no muecas de franco disgusto. ¡No me venga usted, a estas alturas, con su Tercer Mundo!¿Será que, demasiado lejana y borrosa, descolorizada y trivializada en la pantalla del televisor, la realidad de aquél ha desertado del horizonte de nuestras vidas? Su presencia en el egido de intereses creados de la Europa comunitaria es no obstante demasiado obvia como para qué podamos escamotearla: 12 millones de inmigrados, según las estadísticas, que, por trazar el rasgo significativo de la escritura en la vacuidad de la página en blanco -cito de memoria a Genet-, son un molesto recordatorio de algo que desagrada si no asume camaleónicamente, por mero movimiento reflejo, la deseada invisibilidad. El eurócrata, reciente o viejo, no quiere verlos: alegremente se proclama pêle-mêle, egoísta, insolidario, hedonista, reaganiano. Alegremente y, para dejar bien sentadas las cosas, sin complejos. Ex comunistas, maoístas, guevaristas, socialistas. desleninizados, tras haber virado como un banco de pececillos rojos a aguas más serenas y cálidas, dicen, como la inefable Marguerite Duras, que el actual titular de la Casa Blanca encarna los valores del momento. La cruda, orwelliana verdad del sistema soviético, la miseria y tiranía reinantes en los países afroasiáticos y América Latina justifican el consumo de esa papilla dialéctica, la autosatisfacción de quienes están ya de vuelta de los que ni siquiera han ido: borrados de un plumazo explotación, pobreza, racismo, agresión solapada, agresión abierta. Amemos nuestro inundo con sus imperfecciones, amémonos, sobre todo, a nosotros mismos.
Los habitantes de las grandes urbes europeas nos hemos habituado poco a poco al empeño higiénico social y moral de borrar la escritura que revela nuestra palidez enferma, de sustituir el empleo de tinta negra con otra invisible y secreta o solamente visible al trasluz: imposición de una transparencia quimérica a árabes y antillanos, cingaleses y turcos, africanos y paquistaníes. La desobediencia será sancionada con el nuevo delito de mala pinta: la disímil pigmentación de la piel, color y consistencia del pelo, arrogancia bigotil y vestimentaria, en corto, la mala pinta, atraerán como imán la mirada hostil de policías, gendarmes, guardianes, vigilantes jurados, burgueses Pequeños y grandes, obreros neurotizados por el fantasma del desempleo. El culpable será separado cuidadosamente de los demás viandantes en los pasillos y andenes del metro, escogido a dedo o, por mejor decir, floreado, en jardines y calles, obligado a identificarse y exhibir pruebas que contradigan sus signos exteriores de extrañeza, sometido a minuciosos cacheos, empujado aun furgón con sirena y focos giróvagos, obsequiado con las habituales exquisiteces de nuestras acogedoras comisarías. Espectáculo anodido a fuerza de verlo representado: la mala pinta resiste a las terapéuticas de choque; resulta, como es sabido, difícil de erradicar.
Las predicciones apocalípticas de los rostros pálidos o rosados, de ojos porcinos y doble mentón de grasa acerca del peligro racial que para ellos encarna la ajena e insolente hermosura -formuladas en televisión por los líderes nacionales y difundida a su vez en la prensa sensacionalista- suscitan reflejos de defensa en el buen ciudadano acosado. Un breve repaso a la lista de medidas de autoprotección preventiva espiadas en la Prensa francesa constituye un elocuente muestrario de ingeniosísimas iniciativas: dos senegaleses achicharrados en su habitáculo por tres legionarios, un magrebí arrojado de un tren a 140 kilómetros por hora, tres turcos acribillados en un café por un impetuoso retoño de Carlos Martel. Correctivos eficaces, contundentes del leso delito de mala pinta. Pero eso es únicamente la punta del iceberg. ¿Quién conoce, en efecto, fuera de los mismos interesados, la xenofobia, explotación y desprecio vividos día tras día? Hay que vestirse, colorearse, asumir los rasgos visibles de la extranjería, como ha hecho Ganther Wallraff durante dos años, para penetrar en la vida íntima del mala pinta. Su obra Cabeza de turco es sobrecogedora no porque nos introduzca en un mundo exótico -el de la comunidad turca instalada en Alemania-, sino porque expone sin paliativos nuestra propia radiografía. Que el autor halle en plena República Federal de Alemania situaciones fielmente descritas en las novelas de Dickens y Zola no constituye en verdad una sorpresa: cualquier observa dor sin anteojeras puede comprobarlo de visu. Lo que da un raro valor al libro -a su admirable relato de la aventura de un nadador solitario en las aguas heladas del cálculo egoísta- es la "mirada nueva, más amplia, más rica" del autor a la "estrechez de espíritu y frialdad de carámbano" de sus compatriotas. Ahí sí descubrimos algo, y la visión de Wallraff, investido de un privilegio similar al de Midas, exotiza cuanto toca: revestido de su flamante apariencia de turco, se interna y nos interna en un infierno ordinario con una santidad matizada de humor e ironía, con una indignación que se vierte en un pujo incontenible de risa. La marginalidad del punto de vista singulariza y parece dotar de un aura de novedad excepcional situaciones cotidianas y triviales, desrealiza sus contornos, las transmuta en un escenario esperpéntico en el que Frau Willi, la empresaria de pompas fúnebres dispuesta a consentir una rebaja de un 10% en el precio de la futura repatriación del cadáver del presunto obrero turco desahuciado por cáncer si éste le abona de antemano los gastos, adquiere un valor emblemático. ¿Cómo no reconocer en ella la monstruosidad de nuestra amable y obsequiosa vecina?
El recorrido casi picaresco en busca de empleo del falso Alí es el de 12 millones de asiáticos, negros, árabes o latinoamericanos de mala pinta, continuamente enfrentados a circunstancias en las que la monstruosa normalidad de las conductas florece a sus anchas. Explorador de los límites de la abyección humana, Wallraff nos obliga a sondear insospechables honduras y bajar entre risas a, los intestinos nauseabundos de la Europa superior, culta y civilizada. Con heroísmo tranquilo, aceptará, paria entre los parias, el papel de cobaya de la floreciente industria farmacéutica para descubrir que "tras la fachada sonriente y amena de un mercader de belleza se disimula un doctor Mabuse moderno y glacial que ofrece a la experimentación química a quienes han caído en la miseria, con fines de estrategia puramente comercial y para mayor provecho de las grandes empresas". Pero su experiencia del horror cotidiano no se detiene aquí: en las centrales nucleares de la República Federal, denuncia Wallraff, se aconseja el empleo de obreros interinos inmigrados, ignorantes del peligro que corren, para la reparación y limpieza de las instalaciones y áreas contaminadas. Por una prima de 500 marcos, Alí o Mehmet encajarán en unas horas, tal vez en unos minutos, la dosis de irradiación anual máxima de 5.000 rems. Cuando se produzca, como es frecuente, un accidente o escape, los enviados a la zona de alerta roja serán seleccionados casi siempre en función de su mala pinta. El coste de la operación es más bajo, y la responsabilidad, indemostrable y remota. ¿Quién podrá acusar, años después de los hechos, a las pulcras centrales nucleares europeas de la proliferación de cánceres y leucemias en el Magreb o Anatolia?
Si la escasa información sobre los peligros de la industria nuclear induce al ciudadano medio de los países occidentales a aceptar la eventualidad y la catástrofe a cambio de un buen empleo con un fatalismo casi risueño, el analfabetismo e inocencia de los inmigrados los convierte en sujetos ideales de toda clase de experimentos y trabajos sucios. Ello no sólo es verdad en Alemania, como lo prueba documentalmente Wallraff, sino en otros Estados europeos: en la reciente fuga radiactiva de una central nuclear francesa los irradiados eran "interinos contratados a una empresa especializada en trabajos difíciles y con un potencial de riesgo", un eufemismo sin duda para evitar la palabra extranjeros. Turcos en Alemania, árabes en Francia, paquistaníes en el Reino Unido, los candidatos más dóciles a la irradicación purgarán en cualquier caso su delito de mala pinta. Únicamente la URSS, en razón de la desinformación estatal absoluta, puede permitirse el lujo, como en Chernobil, de tratar a sus propios súbditos como sujetos con signos exteriores de extranjería, empujarles a una muerte segura y condecorarles a título póstumo como "héroes socialistas" (en España corremos un peligro parecido a menos que, con sabia previsión, las centrales nucleares incluyan en su plantilla un porcentaje de gitanos).
En su indagación de los extremos de vileza a los que pueden llegar sus conciudadanos, Wallraff nos obliga a plantearnos la pregunta: ¿cuántos miles de rems de aquélla puede asumir un hombre de apariencia normal sin perder la faz ni descomponer la sonrisa? El caso de Adler, convencido de que lleva a la muerte a su equipo de obreros turcos, es absolutamente apasionante y merece por sí solo la lectura del libro. Con su contador del grado de irradiación moral es capaz de encajar, digno caballero de la industria, Wallraff conduce a éste a cifras fantásticas: a cada nueva presión del turco de mala pinta, la aguja del contador pela brincos, asciende de modo vertiginoso, parece no detenerse nunca. Gracias a Wallraff podemos saber los miles de rems de ignominia absorbibles por el homo sapiens: la aguja alcanza la cifra máxima sin un solo reflejo de pudor y de angustia. Adler pertenece con todo a la especie humana.
Vuelvo al principio: la pérdida de las ilusiones revolucionarias, realidad del gulag, opresión de los pueblos del Tercer Mundo por sus propios Gobiernos, no han abolido las iniquidades y tropelías en el espacio común europeo, democrático y liberal. La suerte infligida a los de mala pinta no es sino un botón de muestra de lo que se acumula en nuestra trastienda. Todos somos en potencia Adler o Wallraff.
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