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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La NASA, en el banquillo

ACABA DE hacerse público el informe de la comisión designada por el presidente Reagan para investigar sobre el accidente que provocó la destrucción del transbordador Challenger el 28 de enero del presente año. La comisión, encabezada por un antiguo secretario de Estado, William Rogers, tuvo que extender el ámbito de su investigación y atender a las condiciones concretas en las que se produjo el accidente. Salieron a la luz gravísimos fallos en todo el funcionamiento de la Administración Nacional de Aeronaútica y del Espacio (NASA).Los resultados conducen a la conclusión de que el accidente podría haber sido evitado, puesto que la decisión de lanzar el Challenger se tomó con informaciones incompletas y, en parte, engañosas. La comisión considera que es preciso reformar la NASA e introducir cambios fundamentales en todo el programa espacial; considera, asimismo, equivocada la idea de estimar al transbordador como vehículo único de los lanzamientos espaciales.

Después de lo ocurrido con el Challenger, dos cohetes norteamericanos, el Titán y el Delta, destinados a cumplir misiones de gran importancia civil y militar, han hecho explosión también en el momento de su lanzamiento. Las pérdidas causadas por estas catástrofes son elevadísimas, no sólo por el coste del transbordador y de cada uno de los cohetes, sino porque el lanzamiento de satélites se ha convertido en un mercado en el que están en juego cifras astronómicas.

EE UU, después de haber enviado los primeros hombres a la Luna, se encuentra ahora en la tesitura de no Poder lanzar una carga al espacio. Todo indica que esta situación se va a prolongar cuando menos hasta julio del año próximo. Por otro lado, el cohete europeo Ariane, que había logrado en el último período incrementar considerablemente su cartera de pedidos para enviar satélites comerciales, falló en su último lanzamiento y, con ello, los países occidentales carecen de medios para efectuar este tipo de operaciones. Se ha creado así una coyuntura que nadie hubiese imaginado hace unos años: China, gracias a su cohete Larga Marcha 3, ha firmado contratos con empresas suecas y con la norteamericana Teresat, de Houston, para Poner en órbita dos satélites en 1987.

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Paralelamente, la Unión Soviética desarrolla una política espacial muy ambiciosa. Según la última edición del Jane Spaceflight Directory, los EE UU padecen, respecto a al URSS, unos diez años de retraso en la utilización práctica del espacio. Los soviéticos han sufrido también graves accidentes, pero actualmente dan una sensación de relativa seguridad. Es sintomática la invitación que han dirigido a Gran Bretaña para que uno de sus astronautas tome parte en un futuro vuelo soviético.

Sería erróneo, sin embargo, exagerar la importancia de la ventaja de la URSS. Desde el. primer sputnik, períodos de neto avance soviético han sido seguidos de una evidente superioridad de EE UU. Pero la pretensión norteamericana de lograr una hegemonía mundial con la guerra de las galaxias supone, como premisa elemental, una superioridad tecnológica que conllevaría unas exigencias de precisión, rapidez y seguridad que, como muestra el informe sobre el Challenger, distan mucho de haberse logrado. Por añadidura, la propia magnitud y complejidad de estas empresas científicas generan vicios de burocratismo y rutina, capaces de incrementar los peligros. Los resultados de la encuesta sobre el Challenger han reforzado al sector del mundo científico norteamericano contrario al Sistema de Defensa Estratégica que, con arrogancia digna de mejor suerte, enarbola la Administración Reagan.

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