Un presidente por debajo de toda sospecha
LA ELECCIÓN de Kurt Waldheim como presidente de la República austriaca, prevista desde la primera vuelta del pasado 4 de mayo, repercutirá negativamente sobre el crédito internacional de Austria. Es cierto que nadie ha podido probar la participación del ex secretario general de la ONU en acciones que pudieran considerarse constitutivas de crímenes de guerra; el ya presidente austriaco ocupaba un puesto secundario en la jerarquía militar del Ejército alemán en la Il Guerra Mundial, y aunque hay razones para creer que tuvo conocimiento de las atrocidades cometidas en Grecia y Yugoslavia por la Wehrmacht, su implicación en las mismas no debió pasar de la escala burocrática y aun difícilmente más allá del acuse de recibo. Es bien sabido que la guerra la hicieron todos los varones austriacos y alemanes en edad de morir por el nazismo, y pedir a cualquiera de ellos el martirio heroico para oponerse a una ideología genocida sería escasamente realista. Recordemos que media Francia colaboró con Vichy, sin ir más lejos.Dicho todo esto, hay que centrar la polémica en su verdadera perspectiva. Waldheim, como presidente, puede ser una carga para Austria, no porque fuera un criminal de guerra subrepticio, sino porque evidentemente ha mentido sobre su pasado, ocultando que sirvió entre 1942 y 1945 en los Balcanes, uno de los frentes más conflictivos, donde se despachó vesánicamente la máquina de guerra de Hitler. Waldheim ha demostrado carecer del valor moral que normalmente habría que exigir a un alto representante de la nación austria.ca. Recordemos que la crisis del Watergate, que costó la Casa Blanca a Richard Nixon, se redujo en puridad a una fenomenal pantalla de mentiras del presidente norteamericano.
El electorado austriaco, al dar una amplia mayoría al candidato conservador sobre Kurt Steyrer, su oponente socialista, ha demostrado varias cosas. En primer lugar, que no le importa tener un primer magistrado qué haya tenido que mentir u ocultar su pasado en una guerra que todos prefieren olvidar y de la que las jóvenes generaciones tienen una información cómplice y brumosa. El pecado austriaco en estos 40 años ha sido el de la omisión deliberada, y Waldheim es uno más en medio de ese océano del olvido; por tanto, los austriacos han elegido a uno de ellos, probablemente ni mejor ni peor que la mayoría de los que ya han cumplido 60 años, al menos en el aspecto de las relaciones con su tenebroso pasado. En segundo término, Austria ha reaccionado con un acceso de nacionalismo claramente teñido de antisemitismo a lo que consideraba injerencia internacional por las presiones en contra de la candidatura de Waldheim. Cabe poca duda sobre que el concierto mundial de críticas y revelaciones sobre el pasado del aspirante católico a la presidencia ha ayudado a redondear su sustanciosa victoria. El matiz de antisemitismo, del que no ha sido inocente el propio Waldheim durante la campaña, que ha revestido la reacción nacional, es tanto o más nocivo para el prestigio austriaco como la personalidad olvidadiza de su nuevo presiden te.
El caso Waldheim por otra parte, suscita reflexiones que desbordan el marco austriaco; es imposible creer que los antecedentes de Waldheim no fueran conocidos por las grandes potencias. Resulta lógico pensar que cuando su elección como secretario general de la ONU en 1971 uno o varios Gobiernos poseían una palanca secreta para presionarle. Hay síntomas muy significativos sobre este particular, como el silencio de la Prensa soviética durante la campaña, los elogios de Moscú a su gestión en la ONU, o la negativa de Waldheim a ayudar a los checoslovacos amenazados en 1968 por la entrada de los soviéticos en Praga. Tampoco está demasiado clara la actitud de EE UU y Francia, que ahora descubren que tienen en su poder documentos de hace más de 30 años comprometedores para el nuevo presidente austríaco.
La conciencia democrática mundial no puede contentarse, por tanto, con que la elección cierre definitivamente el caso Waldheim, y aunque el furor de las acusaciones en las últimas semanas pueda amainar, cuando la elección ya es irreversible, Israel y los intereses judíos en el mundo entero no van a hacerle cómoda la presidencia al ex secretario general. A nadie sorprenderá que Viena encuentre más dificultades que hasta el presente para ser sede de grandes acontecimientos internacionales, y que la andadura exterior de Waldheim vaya a resultar un tanto complicada. Austria ha querido a ese presidente y no a otro, en parte, sin duda, debido a razones de desgaste en el poder del partido socialista y a la ausencia de figuras de relieve tras la retirada del canciller Bruno Kreisky; pero, sobre todo, como una afirmación nacional ante el exterior. Nada puede oponerse, por tanto, a ese indiscutible ejercicio del derecho a la soberanía nacional; pero, ejerciendo su pleno derecho, el electorado le ha hecho un flaco favor a Austria.
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