Repugnantes petardistas
¡Con qué cinismo tan nauseabundo, actúan los mandamases del exilio político cubano! Poseen en el más alto grado -que es el más rastrero- todas las lacras que se engrudan con el egoísmo. ¡Cuán desconocidos son para ellos sentimientos como la generosidad o la solidaridad!Qué diferencia con los compañeros del alma del exilio político de la era franquista. ¡Con qué nostalgia recuerdo a aquellos amigos de corazón junto a los que luché por la libertad de los presos políticos! Ninguno ignoraba que no comulgaba con sus ideas políticas. Y sin embargo, Pasionaria me regaló un cenicero de plata y, lo que es infinitamente más valioso, su cariño. Gerardo Iglesias, arriesgando las peores sanciones, hizo llegar a mi celda de Carabanchel un cubo repleto de manjares y golosinas para que supiera que no estaba solo durante mi primera noche enchiquerado. Marcelino Camacho iba diariamente a la enfermería de la cárcel para animarme con sus inolvidables arengas. El poeta Marcos Ana no dudó en pegar pasquines de mis obras de teatro en las paredes parisienses. ¡Y tantos otros! ¡Con qué fervor inmerecido me agradecían lo poquísimo que hacía por sus compañeros encarcelados o perseguidos! ¡Cuánto aprendí con ellos! ¡Con qué añoranza los recuerdo! Los cabecillas del exilio político cubano habitan en otro universo moral. Se acuerdan de los hombres de buena voluntad única y exclusivamente durante el instante preciso en que creen necesitarlos. Les convocan sistemáticamente por medio de una secretaria o de una circular no firmada.
Cuando uno de estos señorones del exilio político cubano pasa por mi casa sé que no debo esperar después ni la más breve tarjeta postal de saludo... La única traza de su pasaje la hallo en el capítulo larga distancia de mi cuenta de teléfonos. ¡Cuanto más fácil les era, al fin y al cabo, dirigirse a mí de puño y letra cuando estaban aún en Cuba!
Mi casa les sirvió de hotel, de agencia de prensa, de estudio de televisión, de cabina de radio; mis familiares, de secretarias o de traductoras; mis amigos, de jurados para sus premios, y mi tiempo, de poltrona para sus lucubraciones interminables. ¡Cuántas puertas de teatros, de periódicos, de editores y, lo que es infinitamente peor, de amigos se me han cerrado definitivamente por haberles defendido¡ ¡Y cuántas cosas más que me guardo en el tintero por ahora!
He aquí la última misiva que he escrito a estos regentes del exilio político cubano:
"Carísimas señorías: Mi casa está definitivamente cerrada para ustedes. Si quieren que asista a uno de sus conciliábulos o congresos, les anuncio que sólo lo haré por dinero, al precio habitual de mis conferencias. Ahora bien, sólo permaneceré con ustedes el tiempo justo para decirles a la cara estas cuatro verdades que hoy les envío a través de este periódico".
"Créanme, llevan ustedes en sus bolsillos con la calderilla (y su arrogancia) las llaves que encierran a sus compatriotas encarcelados".
"Sinceramente".
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