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Melancolías sobre Chernobil

Si hay algo claro tras el desastre de Chernobil, es esta sólida y melancólica conclusión: el desastre volverá a producirse un día u otro y en un lugar u otro, y el número y el volumen de las verdades oficiales sobre lo nuclear se ha tomado inmensamente mayor y mucho más enmarañado y oscuro.Hay, en efecto, varios cientos de centrales nucleares de uso civil en el mundo, y eso quiere decir que todos los riesgos de cada central nuclear hay que multiplicarlos por ese número, pero también por un número no determinable de otros riesgos procedentes de las conductas humanas de los responsables y empleados en ellas; y no sólo de sus fallos o errores humanos, sino de sus personalidades psíquicas y hasta ideológicas, de la geografía donde: la central se encuentra, de la acción burocrática y del sistema político de cada Estado, de los intereses económicos más; inmediatos o más lejanos, y, de la mentalidad técnica, en fin, inclinada siempre a considerar corno seguro lo estadísticamente no significativo. Y todo esto sin contar los trucajes y mentiras u ocultaciones deliberadas de lo que ocurre en el funcionarniento de esas centrales y es definido escolásticamente como accidente secundario o trámite administrativo. Aunque se trate del escape de gas radiactivo en una central de Kent, en el Reino Unido, ocurrido el pasado 31 de marzo y solamente ahora revelado por The Observar, o el falseamiento de los informes técnicos en otra central de Misisipí para encubrir la utilización de un tipo de reactor prohibido en Estados Unidos.

¿Y qué es lo que ha ocurrido en Chernobil? La abundancia de informaciones -después del silencio e intento de ocultamiento de un primer instante- y la cotidiana expresión de opiniones técnicas que se contradicen, las unas a las otras, producen naturalmente una muy bien calculada desinformación total y una paralización completa de nuestros resortes mentales críticos y juzgadores. Quizá tengan que transcurrir 30 años para enterarnos al fin de la realidad de lo ocurrido: cuando todo sea ya historia neutra; exactamente como ahora se nos ha ilustrado de que en el invierno de 1957-1958 se produjo otro accidente nuclear con consecuencias de cientos de muertos y cientos de hectáreas esterilizadas para miles de años.

Lo curioso es, sin embargo, que ni siquiera el más primitivo anticomunismo de los tiempos dorados de la guerra fría haya explotado en Occidente esta terrible historia: un desastre que al repetirse ahora -aunque sea en dimensiones menos apocalípticas, según se nos dice- nos indica que existe sin duda alguna relación causal no despreciable entre esas catástrofes y un cierto estilo de régimen político totalitario y burocrático. Esta relación ha sido subrayada en estos mismos días por el ministro francés de Defensa, afirmando muy rotundamente que la información pública sobre lo nuclear es una condición de seguridad por encima mismo de las tecnologycaI fixes o medidas técnicas de control. Pero ocurre, desde luego, que no conviene enfatizar demasiado esa necesidad de información ni siquiera en Occidente por la muy sencilla razón de que resulta del todo imposible hacer saber la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad de lo que ocurre en las centrales nucleares, porque se haría inviable su funcionamiento: los ciudadanos y no sólo los verdes, sino también los de cualquier otro color y los incoloros- no lo tolerarían o. estarían condenados a -vivir en el terror, no del milenio sino de cada día. Y, sin embargo, esas centrales y su funcionamiento son necesarios, una vez que se ha optado -para hoy y para mañana, aboliendo la historia en realidad, porque se priva a los que vengan detrás de nosotros de hacer sus propias opciones- por una economía y un tipo de sociedad de desarrollo y de dominio que precisan esas energías.

De este modo, pues, lo nuclear está ahí como algo necesario en sí, nutricio, imprescindible, y a la vez como algo numinoso, oscuro,sagrado casi. Dada su sofisticada tecnología, sólo los expertos pueden hablar de ello con conocimiento de causa y pronuinciar sus mantras de peligrosidad o salvación, mientras a los demás mortales sólo nos resta "',el temor y el temblor" ante esas enunciaciones. Cualquiera que pudiera oponerse a ellas sería en seguida sambenitado y condenado: no ya como enemigo político de la comunidad que lo nuclear va a llevar a la riqueza y a la felicidad o al dominio sobre los de más, sino como ignorante o imbécil y laico -esto es, débil de mente o totalmente profano-; como enfermo mental incluso. "El vínculo entre la técnica nuclear y la psiquiatría autoritaria", nos ha advertido con muy buenas razones y hechos en la mano Robert Jungk, "no es casual ni excepcional... No hay que privarse de la difamación del adver sario, calificándolo de inmoral o fuera de juicio". Y, ciertamente, esto es lo que siempre se hizo con los heréticos de toda gran ortodoxia antes de deshacerse de ellos. Aunque con mayor sabiduría psicológica, en nuestras modernas sociedades se prefiere la incitación paternalista a la aceptación de lo nuclear y del magisterio de los expertos: ellos solos pueden salvarnos o preservarnos, y ellos solos pueden prepararnos para lo inevitable ante el gran miedo del siglo o la peste in visible. Siempre "para nuestro bien", como decía Orwell en sus siniestras premoniciones.

¡Quién iba a decir a los políticos y a los expertos de nuestras muy evolucionadas sociedades seculares de fin de siglo que su destino y su papel histórico central no se diferenciaría a la postre demasiado del de los viejos predicadores del barroco o del otoño medieval! O del rol de los grandes inquisidores del pasado, que se dirigían a los laicos e imbéciles que no sabían de qué hablaban, cuando querían referirse a la verdad y pisoteaban la verdad ortodoxa y buena: la única válida. En la que todos terminaremos creyendo firmemente con un poco más de respeto a las sacerdotales decisiones de los expertos, un poco más de propaganda y algunos beneficios económicos.

E incluso seguiremos llamando democrática a la sociedad en que todo esto ocurre. Tal parece ser nuestro destino.

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