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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Promesa electorales

LA PIADOSA distinción entre período preelectoral y campaña electoral con que se ha intentado cubrir la evidencia de que el anuncio de la convocatoria significa el cohete de salida de la segunda ha perdido ya toda credibilidad. Precampaña y campaña se caracterizan por un común denominador fácilmente identificable: el calentamiento de las bocas de los políticos. Es decir, por la imposición del reinado del insulto y del imperio de las promesas.De los insultos está casi todo dicho, excepto que esos desfogues arrebatados con que los políticos tratan de halagar lo peor del instinto de sus oyentes o lectores tienen algo de sutil autocrítica: tanto desconfían de lograr convencer que se lanzan por la pendiente del improperio en la esperanza de al menos subyugar. A estas alturas del curso, sin embargo, es difícil evitar la sensación de tongo que producen esos desfogues, cuando ya nos hemos acostumbrado a ver compartir por la noche mesa, mantel y confidencias a los mismos irreconciliables enemigos que a media tarde intercambiaban las más esdrújulas expresiones.

De las promesas afirmó con amargura un político de la transición, hoy desaparecido, que estaban hechas para ser incumplidas". El cinismo político es una de las peores herencias de la dictadura. El régimen de Franco, cuyo fundador aconsejaba a sus ministros imitarle en su actitud de "no meterse en política", fomentó deliberadamente la idea que identificaba política con charlatanería. Por una de esas paradojas de las dictaduras, el mensaje prendió en amplios sectores porque, en efecto, buena parte de los. políticos franquistas, y en particular los especialistas en soflamas populistas, se convirtió en ejemplo viviente del político corrupto, enriquecido desde el poder. Pero el efecto más perdurable de ese mensaje fue la despolitización de una gran parte de la ciudadanía, que se acostumbró a contemplar la política como una actividad de bribones y a considerar sus discursos y promesas como mentiras consentidas; como parte del juego.

Tras cuatro décadas de unilateral mensaje ideológico franquista, los partidos democráticos al igual que otras instancias con capacidad para influir en la opinión pública, como la Iglesia, la Prensa o los intelectuales estaban moralmente obligados a desarrollar una intensa actividad de pedagogía política, de educación en los valores del Estado de derecho, de formación cívica respecto a los condicionantes que la realidad impone. En general, nada de eso se ha hecho, y las campañas o precampañas vienen a confirmar la escasa voluntad de hacerlo que subsiste. Así, las invocaciones solemnes a la propia seriedad no suelen impedir el mentís a renglón seguido de toneladas de demagogia, con verborrea autoproclamatoria a tutiplén, con recursos indecentes a la descalificación global del contrincante. Endulzar los oídos del auditorio, suscitar el entusiasmo del coro, parece ser el único objetivo en cuanto se levanta la bandera de salida.

Estos días, y la cosa apenas ha comenzado, hemos tenido ocasión de escuchar que tal vez -si ganan unos- haya una amnistía fiscal, o que quizá -si ganan otros- se amplíen los supuestos de despenalización del aborto, o se reforme el servicio militar, o se dé satisfacción a las demandas sindicales sobre la ley de pensiones. Cada cosa, deslizada en su momento y ante el auditorio especializado correspondiente. Luego nos hemos enterado de que esas y otras promesas ni siquiera figuran en los programas respectivos.

Por ello, sería deseable, para empezar, que las formaciones que concurren a las elecciones comenzasen por advertir al electorado que, dada la actual situación internacional y el papel periférico en ella asignado a nuestro país, el cumplimiento de gran parte de los objetivos propuestos en los programas no depende enteramente -e incluso apenas depende- de las voluntades políticas de quienes aspiran al Gobierno. Que, por ejemplo, basta que Estados Unidos decida elevar medio punto la tasa de interés, o variar su política monetaria o comercial, para que muchas previsiones cambien sustancialmente.

En segundo lugar, sería de agradecer que los candidatos renunciaran a fatigar a su auditorio con proclamas genéricas sobre modelos de sociedad y otros adornos retóricos, y que evitaran también las habituales y variadas fantasías desiderativas, para pasar a exponer sencillamente sus propuestas, es decir, los compromisos razonablemente realizables que suscriben. Y si es posible, además, con datos concretos y cuantificables, Y con propuestas de leyes y decretos bien determinados.

Altamente recomendable sería, finalmente, que los numerosos portavoces de los partidos que estos días van a competir ante el electorado se abstuvieran cuidadosamente de prometer aquello que no figura expresamente, y por escrito, en los programas de las siglas que los amparan. Todo ello contribuiría probablemente a limitar la creciente inverosimilitud de los discursos y promesas electorales y a reducir la desconfianza de la sociedad civil en quienes aspiran a representarla. Serviría también, y es lo fundamental, para aumentar la credibilidad del sistema democrático y la legitimación de las instituciones emanadas de la voluntad popular.

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