La droga, problema pendiente
LA SUSTITUCIÓN del fiscal especial para la lucha contra la droga coincidió con la confirmación de la noticia de que el Gobierno preparaba una nueva reforma del Código Penal en virtud de la cual serán aumentadas sustancialmente las penas previstas para los acusados de tráfico ilegal de estupefacientes. Nada indica que el Gobierno socialista, después de las elecciones, cambie de actitud si las gana, como casi todo el mundo predice. Por otra parte, informes policiales recientemente conocidos coinciden en otorgar prioridad especial, en este terreno, a la represión de los "escalones de distribución más próximos al consumidor".La extensión a todas las capas sociales y estratos de edad del consumo de drogas duras, cuya frecuentación estaba reservada, hasta fecha reciente a sectores delimitados, a menudo adinerados, es una de las causas que explican el incremento de la actividad delictiva asociada a la drogadicción -el 80% de los delitos tendría ese origen, según datos de Interior-. La lógica alarma social que dicho fenómeno provoca ha sido manipulada por quienes quieren establecer una relación de causa-efecto entre los progresos de la libertad en nuestro país, incluyendo el reforzamiento de las garantías jurídicas de los presuntos delincuentes, y el incremento de la criminalidad. Pero no sería lícito descalificar esa argumentación para negar razón de ser a la inquietud que afecta hoy a los habitantes de nuestras ciudades en relación con estas cuestiones.
El plan nacional contra la droga del Gobierno trazó las líneas maestras de una acción que se pretendía simultáneamente represiva y preventiva, y en cuyo diseño era decisiva la figura del fiscal especial. Nueve meses después de la aprobación de dicho plan parece que, en su puesta en práctica, está siendo más determinante el deseo de restar argumentos a la oposición conservadora que el de atajar las causas reales del problema. El anterior fiscal especial, Jiménez Villarejo, declaró después de su dimisión que "las estructuras existentes, las jerarquías establecidas y la normativa vigente" le impidieron avanzar en el terreno de la prevención". Ya el pasado mes de octubre el fiscal Villarejo había llamado la atención sobre las resistencias corporativistas que estaba encontrando, para desarrollar su tarea, en determinados funcionarios del Ministerio del Interior, defensores de lo que consideran su tradicional autonomía. La ley de Fuerzas y Cuerpos de la Seguridad del Estado, en cuyo articulado se encomienda al Cuerpo Superior de Policía -y no a la Policía Judicial- la "iniciativa y coordinación" de las actuaciones contra el tráfico de drogas, vino a confirmar que esas resistencias no eran contrarrestadas desde otros departamentos ministeriales. Y, sin embargo, es evidente que si el fiscal tenía la obligación de "coordinar todas las actividades de investigación del tráfico de drogas", suya era la responsabilidad de coordinar las actuaciones de los funcionarios policiales encargados de desarrollar en la práctica esa investigación.
En la memoria anual de la Fiscalía del Estado del pasado año se incluía un informe en el que se alertaba sobre la corrupción de algunos policías y guardias civiles encargados de la represión del narcotráfico. Tales denuncias, que vinieron a sumarse a las de los obispos vascos sobre la utilización de las drogas como elemento de chantaje contra los detenidos, provocaron, según el propio Jiménez Villarejo, una reacción "de desmesurada y abierta hostilidad" contra él por parte de los responsables del Ministerio del Interior.
La reacción del Gobierno, a juzgar por la explicaciones que ofreció ante el Senado el ministro de Sanidad, fue la de cerrar filas y reprochar al fiscal haberse atribuido competencias que "iban más allá de los aspectos criminológicos y penales del problema" -únicos que serían de su incumbencia- y no atender su recomendación de "hacer menos declaraciones". La marcha atrás que tales reacciones y la propia sustitución del fiscal parecen revelar coincidió con la difusión de sendos planes (de la Dirección General de la Seguridad del Estado y de la Jefatura Superior de Policía de Madrid, respectivamente) en los que se consideran "objetivos prioritarios" de las actuaciones inmediatas contra el tráfico de drogas , atacar los escalones de distribución más próximos al consumidor" y "poner a disposición de la autoridad judicial al distribuidor al por menor de estupefacientes". Todo ello en el marco de una campaña dirigida a "aumentar en un 20% el número de detenidos". La preocupación estadística de las huestes del ministro Barrionuevo desdice de un entendimiento cualitativo y racional del problema.
En el plan policial citado se definía al "distribuidor al por menor de estupefacientes" cuya detención pasa a considerarse objetivo prioritario como aquel que "generalmente vende la droga en su propio domicilio, en el de sus familiares o en lugares inmediatos a los mismos, en pequeñas cantidades, y que cuando es detenido aduce que es para su propio consumo, y cuya actuación produce alarma o escándalo entre la vecindad". Sin embargo, el Gobierno socialista había despenalizado previamente la tenencia de drogas en cantidades para el consumo particular. Ya se sabía que hay policías y jueces que no respetan esta norma, y que incluso esos sectores corruptos que el fiscal denuncia se apropian de la droga a cambio de no pasar al juez a los detenidos, pero sorprende la facilidad con que el Gobierno muda de opinión.
Por lo demás, conviene preguntarse por el nivel de cultura criminológica de quienes defienden las tesis apuntadas. Si efectivamente se equiparan las penas de tráfico de drogas a las de homicidio, dado el complejo mundo de criminalidad que se mueve en tomo a las grandes redes de traficantes, el efecto disuasorio de la legislación penal puede funcionar en sentido inverso. Ya las autoridades de Estados Unidos descubrieron con su famosa ley de la heroína que castigar el tráfico con penas tan duras como para el asesinato es un modo de estimular a los delincuentes a disparar contra la policía cuando ésta los sorprende.
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