Sobre la clase política
Recién estrenada la democracia española empezó a utilizarse la locución clase política aplicada a delimitar el conjunto de profesionales de la política democrática, ejercieran el poder ejecutivo, el legislativo o formaran la malla del poder instituciorial público o partidista. Los más reacios a aceptar la existencia de una clase política fueron los políticos de izquierda. Hay, políticos y políticos, decían, y, no puede hablarse de una complicidad histórica corporativa entre políticos de diferentes posiciones ideológicas, de diferentes programas, de diferentes maneras de entender el proceso histórico.Casi nueve años después de las primeras elecciones generales, la cuestión de si existe o no una clase política ya ha pasado a mejor vida. Evidentemente, existe una clase política, y lo que preocupa es saber cómo complementarla, azuzarla, fiscalizarla, democratizarla en un sentido profundo a la vista de cómo se ha comportado esa casta en el poder, y no sólo en los máximos poderes de ejecución, legislación o representación del Estado, sino en todo instrumento de poder político, los partidos incluidos, los partidos de izquierda incluidísimos. La derecha ha creado el modelo de político delegado de los intereses de las clases dominantes, pagado por ellas para que se dedique profesionalmente a defender sus intereses, y la derecha más poderosa y mejor organizada del mundo, la norteamericana, ha creado los mejores puras, sangres de esta interpretación de la delegación política. En cambio, la izquierda ha tenido a bien defender la imagen del político profesional como un portavoz de la conciencia colectiva, a la vez que agente de la vanguardia crítica de esa conciencia colectiva. El político de izquierda sería la voz de los sin voz, y también un elemento externo de concienciación crítica, la famosa conciencia externa que ha incitado a luchar por lo que es evidentemente justo.
Creo que nueve años de ensayo general democrático es tiempo suficiente para sancionar el comportamiento de los políticos españoles y descubrir que la derecha no ha encontrado todavía los puras sangres más adecuados, tal vez porque no se ha visto urgida a ello. Entre el consenso de la primera transición y el pisar sobre huevos crudos del Gobierno socialista, la derecha económica y social ha visto siempre a salvo sus intereses económicos y culturales fundamentales, y aun, que de cuando en cuando levante el grito al cielo, el cielo le contesta que no se queje, que no están tan mal las cosas y que otras derechas irían de rodillas desde donde fuera a Lourdes para que le saliera una transición tan barata como en España. La derecha política aún sigue pagando el precio de su largo pacto con el franquismo, y no tiene otra cera que la de los políticos fraguados en el bajofranquismo y los liberales bajo palabra de honor que salieron de su prudente reserva histórica cuando la transición era cosa hecha. Está escrito. Cuando la burguesía pide ayuda al fascismo a cambio de mantener su dominio histórico en lo económico y lo social pierde el derecho a organizarse políticamente, a entrenar a sus líderes en la competencia política, y acaba en manos de condottieros profesionales. Cuando hay que arrinconar a los chicos de las camisas azules, pardas o negras cuesta tiempo y dinero fabricar una nueva hornada de líderes democráticos.
Ese es el problema de la derecha. Cuestión de tiempo y de inversión. Pero la clase política de la izquierda es otra cuestión. Esa se ha establecido por su cuenta y riesgo prescindiendo de la lógica elemental de sus orígenes, y el ejemplo más claro de su discutible metafísica lo han dado los diputados del PSOE, elegidos para decir que no y una vez instalados en los escaños pasados en bloque al sí, al margen del mandato de sus electores. Esa casta dirigente del PSOE asume la responsabilidad política, o de haber hecho mal un programa, o de no haber cumplido un programa; pero es evidente que no sufre gran cosa por ello, que no ha habido excesivas demostraciones de vergüenza histórica, sino, al contrario, se ha recurrido a toda clase de engaños y autoengaños para justificar la necesidad de que el blanco se convirtiera en negro de la noche a la mañana. Las razones de Estado justifican que la elite del poder socialista fuera tan ineficiente como para hacer un programa incumplible o tan cínica como para no querer cumplir un programa.
Pero que nadie vea pajas en el ojo ajeno sin ver las vigas en el propio. Se constata el descrédito de la clase política que gobierna o que espera gobernar, ¿pero dónde está el crédito de lo que queda de la leyenda del PSOE? ¿Acaso en esa tierra que ha estado a punto de ser de nadie y de nada no se ha instalado también una clase política interiorizada, bunkerizada, empeñada en la autofagia, la autodepuración suicida en nombre de la hemogeneidad? ¿Y no ha sido la clase política interiorizada en los partidos comunistas la que ha hecho caso omiso del estado real de conciencia de las bases, bailando la yenka de los pasos adelante o atrás según el capricho de los poderes fácticos interiores de auténticas cúpulas de poder y de intereses tri-
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bales dominantes? ¿No se ha llegado en algunos partidos a utilizar el centralismo democrático para violar la conciencia del intelectual orgánico colectivo reunido en un congreso, metiendo por la puerta trasera comités centrales y ejecutivos pasteleados para perpetuar el mismo equilibrio de poder? ¿Dónde está esa voluntad de dirigir desde la participación cuando no se respetan estados activos de conciencia de base expuestos en los congresos? ¿Qué pasos se dieron en su día para conservar la pluralidad necesaria hacia la supervivencia del ecosistema cultural interno? ¿No se empeñaron en una aventurera y suicida búsqueda de la homogeneidad que a la larga representó el predominio de unos sectarios sobre otros? ¿Dónde se tomó el acuerdo de repartir los papeles entre los que expulsaban y los que se hacían expulsar? ¿No se ha practicado una política depredadora de patrimonios morales y políticos y destructora del tejido social crítico que nutre a los partidos de izquierda? Bien porque esa clase política residual vea en cualquier apertura de horizontes un riesgo para su propia supervivencia como tal, bien porque padezca el síndrome alienador del bunker y en su soledad vea cosas muy claras que no son verdad, lo cierto es que se comporta como una casta desconectada de los estados y transformaciones de la conciencia de sus propias bases, para no hablar ya de la vanguardia social crítica. Hoy día las bases de una izquierda potencial están ya en el futuro y las direcciones políticas sufren la tentación de administrar lo que les queda del pasado.
Y, sin embargo, caer en la tentación de descalificar la necesidad de los políticos, por muy corporativizada que esté nuestra mediocre clase política, puede ser interpretado como apología indirecta de democracias orgánicas o supuestamente populares. Lo comprobado no es el fracaso de un sistema de representatividad, sino la insuficiencia de una representatividad democrática formal sobre una sociedad desarticulada a la que le han extirpado los instrumentos de formación de conciencia crítica. Y en cuanto al caso concreto de los partidos de izquierda, los poderes fácticos interiorizados y el clientelismo por todo lo alto o por todo lo bajo, según sea el poder adquisitivo de las diferentes formaciones, precisa una acción contundente de las bases soliviantadas por el papel de idiota orgánico colectivo que le han asignado las mínimas minorías dirigentes. Y más allá de este marco agitado queda la evidencia de que la fuerza de la izquierda pasa por la recomposición de un tejido social progresista, hoy dividido entre el oportunismo, el fatalismo o el absentismo.
La esperanza creada por las movilizaciones de la campaña del referéndum se ha instalado en la vanguardia crítica de la sociedad y unifica a un amplio sector de militantes de izquierda e independientes, bien se muevan dentro de partidos políticos, bien lo hagan en movimientos sociales de viejo y nuevo tipo o se trate de individualidades al margen de vínculos orgánicos. Esa vanguardia crítica debe tomar la responsabilidad de exigir a los partidos de izquierda que asuman las propias ante el momento presente, por encima de encastillamientos que hoy por hoy condicionan una izquierda residual, bunkerizada e inútilmente dividida. Si las direcciones de los partidos de izquierda, por intereses personales o tribales, permanecieran sordas a lo que ya es un clamor urgente contribuirían una vez más a deteriorar una situación que empieza a salir del deterioro para apuntar hacia la recomposición. Pero esa recomposición ya no puede contemplarse como fruto exclusivo de un acuerdo cupular entre partidos, sino como un esfuerzo amplio y profundo de reconstitución del tejido social y cultural de la izquierda. La usura en este esfuerzo por parte de las formaciones políticas realmente existentes sería un factor de desánimo a añadir a los ya presentes, pero al preverla hay que dejar constancia de que los sectores más conscientes y sensibles de la necesidad de un cambio de forma de hacer política han llegado a un punto de hartura y de fastidio difícil de superar, y que cuando un intermediario histórico demuestra su obsolescencia, las sociedades sanas tienden a sustituirle por otros, sin que se pierda otra cosa que tiempo y algún que otro jirón de memoria y deseo.
Harían santamente, pues, los partidos y grupos que reclaman la propiedad de la estrategia de izquierda de abrir las ventanas de sus sedes sociales para oír lo que se dice en la calle. Difícil tienen recuperar la credibilidad perdida, pero aún les queda alguna credibilidad que perder.
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