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Europa y la lluvia

Para las generaciones españolas de las últimas décadas, Europa representó todo un sueño. Era un concepto metafísico, como a comienzos de siglo había protestado Unamuno. Para los emigrantes era un lugar duro e inhumano en el que se ganaba dinero, podía educarse a los hijos y contemplarse cosas fascinantes, tanto en materia de erotismo como en temas de bienestar tecnológico. Para las generaciones de intelectuales era el horizonte cultural en el que había florecido durante siglos una serie de concepciones del mundo que, desde el humanismo religioso y la Reforma hasta las ciencias modernas y la filosofía, en España siempre se habían encontrado con quien les cerrara el paso. Europa, en fin, era la suma de posibilidades culturales y políticas que la historia española simbolizada por el franquismo había sesgado con inquebrantable tenacidad. Y para el gran público Europa significaba cosas así como automóviles sofisticados, una sexualidad más libre y unas costumbres más abiertas. La sociedad española contemporánea no ha sabido de las grietas que ha atravesado Europa durante este siglo: la primera guerra y las subsiguientes revoluciones, los totalitarismos estalinista y fascista, la experiencia de las matanzas, y ocupaciones y persecuciones. Tampoco conoce los efectos culturalmente ambiguos de la racionalización tecnológica.Hoy, la sociedad española celebra, con encontrados sentimientos, la incorporación al destina histórico europeo, bajo un aparato implacable de propaganda política y político-militar. Por lo pronto me sorprende un equívoco. Los modernizados conceptos de la propaganda han zanjado rápidamente una polarización de la cultura española con respecto a Europa que se remonta a la Contrarreforma en términos de acuerdos comerciales, tecnológicos y militares. De repente, la adorada Europa se ha convertido en una verdulera mezquina que trueca los tomates por pactos de misiles.

Al otro lado de la cuestión, Europa recibe generosamente a España en uno de sus peores momentos desde el punto de vista político y cultural. La angustia preside hoy su conciencia histórica, como puede comprobarse echando una rápida ojeada desde el cine alemán hasta la transvanguardia, y de las modas punk hasta la arquitectura posmoderna. Y a eso hay que añadir, por supuesto, el sutil renacimiento de un modernizado autoritarismo. Hay algo de destino fatal en esa circunstancia histórica del encuentro de España con Europa. Lo hay, al menos, si se recuerdan las amargas palabras de un Fernando de los Ríos, cuando escribía que de España sólo se acuerda Europa en sus tiempos de crisis y violencia.

Esta situación tiene que crear necesariamente una gran perplejidad. ¿Qué ha acontecido entre aquellas aspiraciones y esta realidad? Ciertamente, una difícil pregunta, porque, entre las aspiraciones sociales de lo más sensible de la juventud española, en los años sesenta, y este clima de oscura resignación o cinismo que reina en la sociedad española de hoy, ha acontecido precisamente la experiencia del fracaso de los ideales políticos y culturales de una nueva España, que encendía el deseo de Europa. Y también ha sucedido otra cosa, que es muy largo de analizar: el sentimiento de crisis, o más bien de amenaza de su cultura histórica que preside la conciencia europea (en realidad, desde comienzos de siglo). Por lo menos estas dos cosas han, acontecido. Y es mucho.

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¿Qué hacer? Por lo pronto, soslayar un peligro: el regreso a los nacionalismos. Pero esto, que tampoco quiere ser un aviso, ya llega demasiado tarde: a través de los colores bucólicos de los regionalismos se ha introducido subrepticiamente un nuevo nacionalismo, cuyas dimensiones culturales han alcanzado, en Europa formas harto violentas, en las guerrillas urbanas lo mismo que en los campos de deportes. Los nacionalismos, por lo demás, siempre despiertan las huestes más agrias de una cultura, sus suburbios inquisitoriales y heroicos, es decir, lo que nunca unió precisamente a Europa.

Sin embargo, la pregunta sigue en pie: ¿qué hacer? Desde la perspectiva española, excavar en la propia historia nuestro lugar en Europa, a través de aquellos exponentes que en España pudieron defender de todos modos el humanismo, la Reforma, las ciencias modernas o la Ilustración, y a través también de aquellas otras, múltiples, fuerzas que se opusieron a su espíritu más inquiridor, más abierto y democrático. Descubrir un Valdés, y olvidar aquel frailucho que escribió no sé qué de la perfecta casada. Y eso hacerlo en todos los planos del conocimiento y de la vida.

En cuanto a la perspectiva europea, el problema es más arduo. Sólo sé que he conocido intelectuales en Europa que tratan de resolver la tarea en la que ha batallado lo mejor de la cultura de este siglo: la de devolver a la civilización moderna los valores éticos., artísticos y cívicos que Europa creó en la edad de su Renacimiento. Lo hacen investigando modelos críticos de pensamiento o desarrollando tecnologías blandas de producción.

La unidad cultural europea nunca ha sido otra cosa que este sueño invencible que llevaba a Leonardo a fabricar los más fascinantes aparatos bélicos, lo mismo para los descendientes de los Sforza que de los Medici, enemigos mortales entre sí; y a Bruno a predicar por los países, centroeuropeos su concepto poético de ciencia y su concepto filosófico de paz, burlando hasta la última gota de sangre los poderes de la Inquisición; o a un Hörderlin a errar entre los sueños de la Grecia clásica, las noches revolucionarias de Francia y las luchas políticas de Alemania.

Hoy, Europa ha de reencontrar esos sueños, lo que significa un trabajo inmenso de revisión, de crítica, de cuestionamiento de sí misma. Por otro lado, no hay que dejar de considerar lo que Europa es desde el punto de vista de sus focos culturales, no de las fronteras que han renacido de una serie de errores político-militares. A principios de siglo, se quejaba Unamuno contra el uso metafísico de la palabra Europa. Y añadía: sólo tienen en la cabeza su concepto geográfico. El concepto que hoy se esgrime públicamente de Europa no es siquiera geográfico.

Por lo demás, el título Europa y la lluvia recuerda un interesante cuadro de Max Ernst. Pinta a Europa después de la última guerra. Y es un paisaje lunático, cuyas tormentosas lavas envuelven a los pocos sobrevivientes (una especie de caballero andante y una bellísima y sensual princesa). Y al fondo luce una pequeña esperanza.

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