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Los sacristanes

En Madrid sólo quedan 50 sacristanes con sueldo superior al del sacerdote. Esto de que un sacristán cobre más que un cura nos parece como muy de la democracia interior de la Iglesia, esa democracia que nunca se dice. Pero la imagen del sacristán, una especie de alcahuete de Dios, ni cura ni feligrés, ni carne de carnaval ni pescado de cuaresma, la figura del sacristán, digo, tan inferior en el bajorrelieve de la Teología, parece que va a desaparecer. Algunos sacerdotes indican que las labores que hoy hacen los sacristanes las pueden sustituir los fieles difuntos o vivientes. Las angosturas económicas de las parroquias hacen imposible la contratación de sacristanes, en Madrid. A uno, esto le parece alarmante, ya que lo grande siempre muere por lo pequeño, y la realidad de la verdad de la vida no es que haya sólo menos vocaciones sacerdotales, sino que hay también menos vocaciones sacristanales. ¿Por qué no dedicar un domingo del año, con hucha, al fomento de la vocación de los sacristanes, que la han perdido? El que los párrocos quieran convertir a los feligreses en sacristanes de ocasión y lujo, tiene, no sólo la ventaja económica, sino también la ventaja participativa. Giménez-Caballero, y todo caballero español, cuenta con ufanía de cuando ha ayudado alguna misa. La mayoría de los sacristanes están casados y son organistas de oído y campaneros también de oído, que para tocar la campana hace falta, asimismo, un fino oído que distinga la novena del entierro. La gran ilusión de muchos sacristanes es tener un hijo sacerdote. Más que de una ambición religiosa, se trata de una ambición social. Como el sargento chusquero sueña un hijo cadete de caballería. Pero ahí queda el aviso para la Iglesia: las grandes cosas mueren de lo pequeño. El Apocalipsis es un conjunto de minucias. La desaparición de los sacristanes es tan grave como la muerte de las catedrales, pronunciada por Ruskin.

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