Semana Santa en Sevilla
Pocas manifestaciones adquieren una dimensión tan popular y están tan intensamente presentes en el subconsciente del pueblo como la Semana Santa de Sevilla. Por eso, año tras año, al despuntar la primavera vuelve a repetirse la misma representación, con idéntico ritual, con mayor esplendor, si cabe, y convertida, por decisión popular, en uno de los aconteceres festivos más insólitos y sobrecogedores de la España moderna.Ni mis títulos me lo autorizan, ni tengo salvoconducto para glosar y pregonar aquí sobre un acontecer de esta naturaleza. Sólo me permitiré apuntar algunos trazos, atar algunos cabos, en unas breves apreciaciones personales hechas con el mayor miramiento y respeto por las creencias íntimas de los hombres, pero insistiendo, sobre todo, en aquellos otros aspectos que están más allá del hecho religioso en sí, explican su vitalidad y fecundidad a. lo largo de los años, y distinguen esta Semana Mayor de todas, las restantes.
No es fácil encontrar una visión única de la Semana Santa de Sevilla. Porque ésta es, ante todo, un caudal de vivencias y emociones que se resiste a vulgares simplificaciones. De entrada, se tiene que admitir, si queremos aproximarnos al hecho cultural total, que en esta Semana Santa confluyen elementos dispares, a veces encontrados, de muy variado signo y contenido: así, la singular y sentida religiosidad del pueblo sevillano se mezcla aquí con múltiples influencias que no son ajenas a la propia representación. Algunas, ampliamente conocidas, nos remiten a la expresividad de las formas barrocas -tan intensamente vividas por la ciudadanía sevillana-, que adquieren con las procesiones y cortejos su más fastuosso esplendor. Otras, arrastran estratos más profundos y herencias más antiguas, son más difíciles de detectar, pero también forman parte de la liturgia festiva y religiosa. Así, todo un ritual de la fertilidad o de la primavera, propio de las culturas agrarias del Sur, está presente en esta representación, donde confluyen lo sagrado y lo profano en un mismo escenario que, al tiempo que conmemoración de la pasión y de la muerte, es también permanente exaltación y reproducción de la vida. ¿No es verdad, como se ha dicho en ocasiones, que la madrugada del Viernes Santo sevillano, al tiempo que calvario, es también una amanecida gloriosa, plena de luz y vida, o una fiesta de resurrección anticipada? Y no son menos evidentes en la propia parafernalia cofradiera las múltiples referencias a culturas antiguas y mediterráneas -que han sido destacadas por notables estudiosos como Blanco Freijeiro, Isidoro Moreno, etcétera-, entre las que sobresale con luz propia la que viene de Roma, viejo punto de mira -y siempre hay que recordarlo- de esta Roma andaluza que es Sevilla.
Y tampoco puede relegarse en la comprensión del hecho religioso el espacio vital y urbano en que transcurre tan simbólica representación: la transparente luminosidad de una ciudad como Sevilla, difícilmente repetible, que adquiere con la explosión de la primavera y con los aromas del azahar la magia de los antiguos jardines -y no quiero caer en lirismos sensibleros-, en una diversidad de matices, de luces y de sombras, de fulgurantes destellos, que al tiempo que ocultan -como ha dicho Ortiz Nuevolos dolores y pesares de la ciudad y de sus hombres, convierten ese espacio ciudadano donde transcurre la alegoría en un esplendoroso escenario de "coincidencias afortunadas" -y así definió Borges a lo mágico-, que envuelve y otorga una dimensión diferente y cuafitativamente distinta al latido incesante de las músicas, al crujir de los varales, al largo suspiro de la saeta, a la gloriosa aparición de una virgen por las estrechas travesías de las calles, o al sobresalto de emociones y el cúmulo de aromas que envuelve a algunas plazas de la ciudad al paso de los desfiles y cortejos.
Coincidencias afortunadas, pues, que hacen posible que la repiresentación no sea un espectáculo para mercaderes y turistas, sino algo hondamente vivido y sentido por el pueblo sevillano con una interminable gama de rnatices y situaciones: del estallido fulgurante y desbordado de la calle Feria pasa, casi sin solución de continuidad, a los oscuros y sobrecogedores silencios del Silencio por Cuna. Del estallido de luces y de músicas que acompañan al Cristo de la Salud a su llegada a la Campana a la superrealista aparición al amanecer, entre el humo y el incienso, del Cristo de Triana con su caballo y su romano al frente. De los recónditos y románticos lugares de la Carretería o de la Candelaria a la más kitsch y luminosa explosión de neón de carteles y anuncios que envuelven los desfiles en el centro de la ciudad. Un escenario de contrastes que en la madrugada del Viernes Santo alcanzasu máxima expresión en un glorioso estallido popular que asume todos los poderes de la ciudad, con excepción de aquellos que por su carácter organizativo corresponden al Consejo General de Hermandades y Cofradías, fiel administrador y depositario para estos menesteres del poder popular.
Un escenario y un ritual, en fin, hechos a la medida de un pueblo fascinado por el contraste, que da formas suntuosas al dolor -como diría Cansinos-, que da ritmo a sus pasos de penitencias, que venera a sus jóvenes adolescentes vírgenes, que contrastan enigináticamente con la edad de su Hijo, que se enajena de la realidad cotidiana precisamente en la Semana Santa y que huye permanentemente en busca de la resurrección y de la vida. Este pueblo, repito, que es capaz de protagonizar y vivir apasi onadamente tales misterios, es el principal intérprete y destinatario de esta historia, de esta insólita representación religiosa, que tiene en esas coincidencias, en ese rico escenario de contrastes que proporciona la magia de la ciudad, la clave de su vitalidad y fecundidad, de su continuidad y esplendor.
es catedrático de Economía y rector de la universidad Intemacional Menéndez Pelayo.
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