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Tribuna
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Tras el acierto de una profecía

No dejo de recibir, oralmente y por escrito, exclamaciones de asombro y hasta felicitaciones con motivo de una previsión del resultado del pasado referéndum que había publicado 20 días antes de su fecha. Voy a cortar con eso y, en cambio, aprovechar el tanto para alguna reflexión quizá más útil.Para los lectores que no se hayan dado cuenta, rememoro en primer lugar los datos. En una carta al director publicada en EL PAÍS del 21 de febrero, y enviada dos días antes, se decía: "Volviendo la vista por un momento sobre el latazo ese del referéndum, se ve bastante: claramente- en la bola que si llega a votar el 70% de los que tienen voto, lo cual es muy probable, habrá aproximadamente un 60% de ellos que voten sí ( ... ); si los votantes fueren algunos menos, el tanto por ciento de síes será, naturalmente, algo menor, pero todavía suficiente para que el sí venza; tendría que haber una abstención, sumamente improbable, del 50% para que el Gobierno corriera algún peligro de recibir un no mayoritario. Siendo así las cosas, señor director, me pregunto a qué tanto estrépito y gasto por parte del Gobierno y los políticos para conseguir que suceda lo que ya está sucedido. ( ... )". Es decir, que si un a 70% de votantes le corresponde un 60% de síes, y con el 50% de votantes hay peligro de que se igualen al 50% los noes y los síes, entonces al 60% de votantes, que son los que, al parecer, ha habido, le viene a corresponder un 55% de síes; la cifra, aparentemente algo alejada todavía del 51,3% de síes que me dicen que se han contado, se acerca aún más a la exactitud cuando se apercibe uno de que la profecía no tenía cuenta de votos en blanco o nulos: porque así el tanto por ciento de síes que corresponde a la sola suma de síes y de noes (51,3+41,2) es 55,5 precisamente.

El acierto tiene su mérito, mayormente si se recuerda que cuando se publicó eso, los sondeos hacían previsiones bien distintas, y seguían haciéndolas, con anuncio de predominio del no y sembrando preocupación en Gobierno y derechas, esperanzas en los otros, hasta las vísperas mismas de la comprobación de las prediciones. Y, por cierto, que ese triunfo del sentido común sobre la maquinaria de predicción científicamente aprobada es una de las escasas alegrías que puede aportar tal acierto del futuro desde el pasado.

Dirán algunos que el acierto ha sido, como en las quinielas, por chiripa; pero, aparte de que, desgraciadamente, no había mucho de azar siquiera en este juego, tendrían que creer en una chiripa mucho más fina de lo que se piensan: pues no ando yo por ahí haciendo profecías, como los adivinos, que de muchos pronósticos, por mera ley de probabilidad tienen que acertar en algunos que otros: ésta es la única profecía que he formulado nunca.

Por otra parte, no dejarán de mosquearse algo los hombres del Gobierno y demás políticos (a nadie le hace gracia que le sugieran que ha trabajado mucho para hacer lo que estaba hecho), los cuales, si leyeran esto replicarán, como se suele, con condicionales contrafactuales: "A ver, si no me hubiera movido yo cómo me he movido...", "Si no me hubiera montado tal campaña...", "Si las manifestaciones en contra hubieran sido algo más masivas...", "Si no hubiéramos gastado en Prensa, radio y televisión tantos millones...". Pero, amigos, la gracia de la cosa está en que todos esos esfuerzos estaban también previstos en la profecía, incluidos ya en sus cálculos.

Ya se sabe que es fácil tentación y práctica corriente profetizar post festum, y que ahora muchos andarán diciendo: "Claro, dijo lo que era de sentido común, lo que cualquiera sabía que iba a ser". Sí, pero el sentido común ha demostrado una vez más ser poco común, al menos entre los que: tenían voz en los medios públicos: no recuerdo que en los días en que se formuló el pronóstico ninguno de los locuaces intelectuales o políticos lo aprobara públicamente, lo apoyara o me acompañara en él, y apenas si más tarde, por lo visto, algunos capitostes de la derecha, por tardío arrepentimiento, sin duda, de lo que la torpeza de sus directrices podía acarrear, afirmaban su fe en la victoria del sí, lo cual no es, desde luego, hacer predicción alguna.

Y, sin embargo, es verdad que yo no tengo bola de cristal que valga (tranquilícense los supersticiosos) y que la profecía no se formulaba en virtud de otra cosa que el sentido común, la razón común: se decía allí lo que habría dicho, si le dejaran, cualquier hombre de la calle, de los que tal vez por un lado decidían votar por si acaso servía de algo, y por el otro lado sabían que iba a ganar el sí, que había ya ganado; sólo que, en general, el hombre de la calle, convertido en número de la masa, no acierta a pensar lo que la razón común le dice, sino lo que le mandan las ideas que de arriba le han impuesto.

Es preciso aquí declarar que la cuestión misma a que el meritado referéndum se refería apenas si me importaba ni nos importa un rábano (¿quién se acordaba, por otra parte, en el fragor de la campaña, de qué quería decir sí y qué no?: la cosa era la campaña misma), cuestión, la del tinglado atlántico, típicamente superficial, supraestructural, como decían los marxistas, como lo son las que pueden plantear y debatir los políticos para distracción formación de masas. Las cuestiones que de veras tocan a la utilidad y vida de la gente (por ejemplo, la imposición del automóvil inútil y cargante, desplazando el ferrocarril ingenioso y útil, la concentración de los ojos en la estupidez televisiva, la destrucción a la par de campos y ciudades, sustituidos por conglomerados de vías para autos y bloques de apartamentos para televisor, las noches desiertas y entregadas a la violencia creada por las propias necesidades del capital y del Estado, la imposición desde arri

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ba de la mentira del trabajo, el estadio y la cultura), ésas no son cuestiones políticas: ni siquiera se plantean ni debaten; pero, en cambio, se ofrecerán como cuestiones políticas, unas cuentas cifras de índices y pedanterías burocráticas de ejecutivo que el público ni entiende ni le interesan; y se le hará creer que se está jugando algo vital con el manejillo de seguir o no España en el montaje atlántico ese, volviendo a agitar la vieja sábana del fantasma de la guerra nuclear y demás monsergas explotadas por políticos y negociantes desde el final de la última gran guerra, como medios de distraer los corazones de las cuestiones verdaderamente públicas y del sentimiento de cómo esta paz es una guerra. Casi basta ya con considerar a qué cosas les dan importancia política y espacios la Prensa y la televisión para saber cuáles no la tienen y preguntarse cuáles son por debajo las que con ellas se nos ocultan. Así que ni la cuestión atlántica tenía interés, ni por mi parte hice yo más con ella que ceder sin entusiasmo a que usaran mi nombre para firma de algunas hojas de por el no (de paso que desanimaba a los más entusiastas que me lo proponían de que pusieran en ello fe ninguna) y, bueno, mandar aquella carta profética, que era, como al final de ella se decía, "mi modesta contribución a que, improbablemente, por mero afán de llevar la contra al pronóstico y a la bola, pueda vencer el no. Pero todo eso es lo de menos.

Lo que era interesante no era el asunto o pretexto del referéndum, sino el fenómeno del referéndum mismo y lo que a algunos pueda haberles revelado acerca de lo que es la acción política, acerca de lo que son y cómo se mueven las poblaciones, acerca, en fin, de la idea del tiempo y el futuro que se les impone.

Qué es que eso que aquí una y otra vez razonamos de que el tipo de hacer a que el sistema nos condena, en el trabajo, en la construcción, en las diversiones, en la política, es un hacer lo que está hecho, puede que les haya sonado a muchos a hipérbole y a fórmula retórica: era, pues, conveniente hacer esa profecía, con sus cifras, y acertarla para que se enfrenten con la evidencia y ejemplo real de qué es eso de hacer lo que está hecho. Pues es claro que si los resultados del 12 de marzo no hubieran estado dados el 19 de febrero, yo no habría podido verlos ni contarlos.

Éste de mi profecía ha sido un triunfo triste: es el triunfo de la inercia, de la estúpida seguridad de que las masas, como un solo hombre, siguen movimientos previsibles y contados, y más previsibles todavía los movimientos de los políticos que pretenden dirigirlas; que nada se decide con su juego más que lo que estaba decidido, y que se hace que pasen tantas cosas precisamente para que nada pase. Eso que ellos llaman una consulta popular es un insulto del pueblo que todavía quede vivo: es en verdad una llamada a los individuos componentes de la masa contada a que respondan como individuos (con los miedos y las creencias que en las almas les han metido) y, por tanto, como masa; es una confirmación de la mentira de que votando cada uno lo que quiere, la suma de las voluntades personales expresa la voluntad total de la población. Pero la gente todavía vive, y por ello razonante, no tiene total ni tiene voluntades personales, y es por medio de esa falsa fe como se le condena a la masa y al hacer inerte. Y es esa inercia impuesta desde arriba la que crea para las poblaciones el futuro, el tiempo vacío que permite que sobre él, como sobre un espacio, se tracen rutas y se hagan cálculos y previsiones.

¡Si al menos la tristeza del triunfo de la mía sirviera para hacer sentir a algunos por un momento lo que es hacer lo que está hecho, lo que es gente y lo que es masa de individuos, lo que es y lo que no es el tiempo!

Puede que sirva para algo de eso. Pues hay, a pesar de todo, por debajo de todas esas ideas y manejos, una razón común y popular, un pueblo desconocido que puede, en cualquier tiempo imprevisto, hacer algo que no está hecho y arrastrar toda la fe y el aparato en una ola de vida y de inteligencia. De ese pueblo y de sus acciones no haría yo jamás profecía alguna. No hay futuro.

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