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LA LIDIA / FALLAS DE VALENCIA

Ortega Cano pone el toreo en su sitio

Plaza de Valencia. 18 de marzo. Cuarta corrida fallera.Cinco toros de Torrestrella; 521 sobrero de Los Guateles. Con preciosa estampa y pelaje; inválidos. Manzanares: pinchazo y media atravesada (silencio); pinchazo hondo e insistente rueda de peones (oreja). Ortega Cano: pinchazo, estocada -aviso con retraso- y descabello (ovación y salida al tercio); pinchazo hondo ladeado en la suerte de recibir, rueda de peones y cuatro descabellos (oreja y aclamaciones de "¡torero!"). El Soro: estocada (oreja); estocada caída (oreja).

No le querían en el cartel, y torea como los ángeles. Ayer advirtió alguien en Valencia que Ortega Cano tiene tanto derecho como el que más a figurar en esta feria, donde algunos sectores protestaban de que le hubieran contratado dos tardes. Ortega Cano, ya se vio, estaba bien dos tardes, o las que fueran, y además hacía falta para poner el toreo en su sitio.

El toreo, se venía diciendo en Valencia, era aquella violenta faena del Niño de la Capea el lunes -la llamaban "importante", es curioso-, o la de Manzanares ayer mismo en el cuarto toro, donde no sosegaba y en el remate de cada pase corría a enmendar terrenos. Y llegó Ortega Cano para explicar el toreo, cómo es.

A su primero, un tullido, ya le había hilvanado los muletazos suaves que convenían a su invalidez, acoplando a la cansina embestida el ritmo de una tauromaquia apenas susurrada. Pero también rigurosamente auténtica, pues la adecuaba a la condición real del toro, que es de lo que se trata, y la interpretaba con exquisitez. Luego llegaría la lección.

Al quinto, noble y tardo, le dio la distancia que exigía su escasa codicia, adelantaba el engaño, tiraba de la embestida, la traía embebida en los vuelos del engaño, remataba al punto del cite nuevo, que se producía en perfecta ligazón. Años atrás habría bastado decir paró-templó-mandó, que son los cánones. Pero ahora son tan infrecuentes, que conviene pormenorizar el relato y precisar que acompañó los pases con el giro acompasado de la cintura; que cargó la suerte, engañando-desengañando el aplomado temperamento de la res, hasta metamorfosearlo en bravura.

El delirio habían provocado los naturales abrochados con el de pecho cabal, saltaba el público de sus asientos, cuando Ortega Cano aún se superó en los redondos, de honda concepción. Y ebrio de pundonor y de triunfo, la esencia del toreo le empapaba el alma; de la inspiración le brotaba el asombro de unos ayudados por alto cifiendo el recorrido del pitón hasta lo inverosímil y marcando el remate a los alamares de la cadera.

Citó a recibir como no debía, por la tardanza del toro, y la estocada quedó defectuosa. La presidencia concedió una oreja, exactamente como a los demás, y evidentemente no era lo mismo. El público, verdaderamente enardecido, lo sentía así, y enronquecía aclamándole "¡torero!". Ortega Cano besó un puñado de arena, en un gesto que la demagogia ha traído cada tarde esta feria para cualquier cosa. Y tampoco era lo mismo. Porque se trataba de una simbólica reconciliación con quienes le habían negado un sitio en la plaza y se lo entregaban, amplio fijo, para siempre jamás.

El toro que abrió plaza no tenía un pase, pues se caía a nada que lo mirara Manzanares. El cuarto sí los tenía, con un punteo en el último tramo de la suerte, que Manzanares en vez de corregir aumentó, pues en ese momento crucial del remate, corría a recuperar terreno. El Soro derrochó voluntad, prendió pares espectaculares, instrumentó largas faenas a su fallero estilo, y obtuvo el clamoroso agradecimiento de sus partidarios.

Los toros habían sido una preciosidad, bellísimos de estampa, y en las capas lucían el castaño albardado; el estornino, el ensabanao careto; el berrendo en cárdeno, el entrepelao salpicao, el colorao melocotón. Con tales toros y con faenas como la de Ortega Cano, la lidia recupera su máxima categoría de fiesta exclusiva e irrepetible. Ayer se vislumbró así en Valencia.

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