Una victoria a medias
LA ETAPA más larga en la historia francesa de un Gobierno de izquierda ha concluido el domingo pasado con la victoria en las urnas de la coalición de centro-derecha integrada por el RPR y la UDF. Ha sido, sin embargo, una victoria rotunda, pero no redonda, ya que, según los últimos datos, el número de diputados de ambas formaciones no bastará para alcanzar la mayoría absoluta en la próxima Asamblea. Para poder gobernar dependerán del voto de algunos diputados independientes, con las imprevisibles fluctuaciones que tal recurso supone. Comparando con los sondeos de hace unos meses, o con los resultados de las elecciones europeas de 1984, no cabe duda que hemos asistido en los últimos tiempos a una recuperación seria del Partido Socialista Francés (PSF). Las elecciones colocan al presidente François Mitterrand en posición de árbitro de la política francesa, a pesar de que el partido que le llevó al Elíseo ha perdido la mayoría que tenía en el Parlamento anterior.La cohabitación -palabra de moda en Francia desde hace meses- se perfila ahora con un inquilino en el Elíseo, el presidente de la República, bastante seguro, y con el otro, el futuro jefe del Gobierno, en posición más bien incómoda. La coalición ganadora, en su primera reunión poselectoral, no ha propuesto un nombre para el Hotel Matignon, a la espera de que Mitterrand tome la iniciativa. Nadie se arriesga a profetizar los designios del presidente, sobre todo porque los resultados le permiten escoger entre diversas hipótesis. Una consideración esencial para Mitterrand, al menos en una primera etapa, será sin duda la necesidad de evitar a Francia una recaída en inestabilidades de gobierno propias de la IV República, y no solamente a causa de coyunturas inmediatas, como la cuestión de los rehenes en Líbano.
En esta hora en que el proyecto político europeo empieza a despegar, el debilitamiento del papel de Francia tendría consecuencias negativas para todos los europeos. De otra parte, la cohabitación responde a una realidad, como son las coincidencias en muchos aspectos de la política exterior, e incluso interior, que pueden localizarse entre la actual mayoría y el presidente. Pueden ser más conflictivos los temas económicos y sociales, pero la última etapa del Gobierno de Fabius demuestra la capacidad de adaptación socialista y lo desaconsejables que son los cambios bruscos.
El partido socialista ha logrado el 3 1 % de los votos, el más alto porcentaje de su historia, si se descarta el caso excepcional de 1981, determinado por el éxito de Mitterrand en las presidenciales pocos meses antes. Ello indica que el PSF ha logrado asentar su base social y electoral en estratos muy amplios de la sociedad francesa. Ha superado su imagen tradicional de partido obrero, cuya estrategia de unidad de la izquierda tendía a operar profundas transformaciones para acabar con el capitalismo. Su primera etapa de gobierno se caracterizó por la nacionalización de la banca y por medidas sociales avanzadas. Pero esas recetas socialistas fracasaron; el PSF cambió de política y de jefe de Gobierno. Laurent Fabius ha significado una política de rigidez y austeridad -semejante a la de otros países europeos que tienen Gobiernos de centro-derecha- con la que la economía francesa ha obtenido resultados notables. Los socialistas se han convertido en un "partido de gobierno"; siguen siendo el primer partido de Francia; y su retorno a puestos ministeriales, probablemente con una orientación de centro-izquierda, es una de las posibilidades que pueden surgir en el curso de la nueva legislatura. Existen sin duda fermentos de división en su seno; latentes hoy, se agudizarán ante las candidaturas para la sucesión en el Elíseo.
El fracaso comunista ha sido tan rotundo que no es exagerado decir que entierra definitivamente la perspectiva de unidad de la izquierda; es doblemente sintomático, porque el PCF intentó capitalizar un descontento hacia la izquierda que suponía tendría que producirse en las bases obreras ante la política moderada del Gobierno de Fabius; y precisamente esa reacción no ha tenido lugar. En el otro extremo del espectro político, los 34 diputados de Le Pen representan un hecho sumamente preocupante. Si un fenómeno semejante se hubiese producido en Alemania Occidental, la angustia en toda Europa sería mucho mayor, porque surgiría con toda viveza el recuerdo de los viejos demonios. Pero estamos ante una fiebre de demagogia racista, fascista, sumamente peligrosa, porque utiliza y envenena un proceso objetivo de la realidad europea contemporánea: la existencia de la inmigración que es en sí irreversible. Brotes del mismo signo han aparecido en elecciones en Suiza y en otros países. El RPR y la UDF han declarado que no contarán con el Frente Nacional de Le Pen; pero no es nada seguro que tal actitud sea unánime en el RPR. Será preciso observar, en los próximos días, lo que ocurra en nueve consejos regionales, en los cuales el centro-derecha necesita, para alcanzar la presidencia, los votos del Frente Nacional. Los líderes de la coalición no excluyen en este escalón del poder el recurso a la alianza con el partido racista. En todo caso, la presión de la extrema derecha va a ser un factor particularmente negativo en la etapa que se abre en Francia.
Para las relaciones entre Francia y España, no cabe duda de que los cinco años de gobierno socialista han sido particularmente fructíferos. No hay razón para temer que este curso pueda interrumpirse ahora. Nuestra incorporación a la CE es ya algo definitivo; en cuanto a la lucha contra el terrorismo, el cambio en la actitud francesa está ya muy anclado en la conciencia de nuestros vecinos. Cabe pues esperar que no se produzcan modificaciones en las positivas relaciones actuales.
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