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Tribuna:TEMAS DE NUESTRA ÉPOCA
Tribuna
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¿In vitro veritatis?

Los médicos pueden opinar desde su conocimiento de la salud o el de la biología. Los teólogos pueden hacerlo en nombre de Dios o de la verdad revelada. ¿En nombre de qué puede hacerlo un filósofo, junto a ellos citado como experto en una comisión del Parlamento para el estudio de la fecundación in vitro y la inseminación artificial? Evidentemente, en nombre de nada.Convocado por el presidente de la comisión, doctor, Marcelino Palacios, sin ninguna mujer en la sala, incapaz de hablar desde ningún conocimiento especial o experiencia privilegiada, pensé que no hacía traición a mi oficio -la secunda intentio es su divisa- si trataba de esbozar un cuadro de los posibles prejuicios desde los que todos, unos, y otros, nos acercábamos al problema. Al fin y al cabo, pensaba, eliminar, un prejuicio -o menos aún, tomar conciencia de él- puede ser tanto o más importante que acertar en un nuevo juicio. Y a ello me puse como sigue.

FOTOCOPIAS HUMANAS

Tanto la fecundación con gametos o embriones donados como la fecundación in vitro abren nuevas posibilidades a la lucha contra la infertilidad de las parejas, a la paternidad (o maternidad) de individuos no aparejados, al estudio de las primeras fases del desarrollo embrionario. Y también a la manipulación genética orientada a evitar malformaciones, a mejorar los genes e incluso a producir series (clones) de individuos mejorados. (¿Se imaginan las consecuencias que tendrá el día que el hombre pueda, como se hace ya con las plantas, sacar una fotocopia de sí mismo a partir de una de sus células?) Se trata de nuevas posibilidades de incidir sobre los procesos naturales que nos irán obligando a tomar decisiones individuales y colectivas, personales y legales, sobre lo que nos parece o no aceptable: sobre qué es moral o legítimo entre lo que se va haciendo por primera vez factible.Esta situación exige tomar dos tipos de opciones. En primer lugar, opciones teóricas o de marco sobre si y cuándo debe detenerse este proceso de asistencia (¿en la donación de ovocitos?, ¿en la donación de embriones?, ¿en la utilización de una madre subrogada?), de intervención (¿en la reparación, en el mejoramiento o en la producción en serie de nuevos genes?) y de investigación (¿con embriones de menos de 15 días o sólo con embriones no viables?, ¿para estudiar el proceso de su desarrollo o también para experimentar fármacos?, ¿para posibilitar la fecundación o para tratar de producir in vitro el ciclo entero de la gestación?, ¿utilizando también genes o úteros de otras especies?).

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Además de estas opciones generales hay que tomar, en segundo lugar, decisiones más concretas e inmediatas. ¿Debe asistirse la fecundación sólo de parejas casadas o también de personas solteras o de parejas homosexuales? ¿Debe el donante genético permanecer anónimo, o conviene, por el contrarío, que sea incluso un familiar o amigo? ¿Es necesariamente mala toda la comercialización de estos asuntos, o puede actuar a veces como elemento de compensación frente a los Estados y las Iglesias, siempre dispuestos a actuar por nuestro bien? ¿Puede usarse una madre subrogada, no ya por necesidad, sino por simple comodidad, tal como fue frecuente, y socialmente aceptado, con las nodrizas?

Pero antes de responder a estos dos tipos de cuestiones y de legislar sobre ellas creo que hay que preguntarse por el derecho que tenemos a obligar a otros desde nuestros criterios u opciones personales. En efecto, ¿hasta qué punto nuestras eventuales objeciones a la fecundación asistida pueden ser suficientes para negar la oportunidad de este tratamiento a las personas que no comparten nuestras convicciones? La reflexión que íbamos a iniciar sobre la naturaleza de las cosas nos remite así a una reflexión previa sobre la naturaleza y valor imperativo de nuestras propias convicciones. Y más concretamente a la consideración de:

1) el sacrificio objetivo, y 2) la arbitrariedad subjetiva que toda opción comporta y que a menudo -por obvias razones psicológicas- parecen querer olvidar los legisladores. Veámoslo separadamente.

1. Frente a las buenas conciencias que pretenden defender los derechos o los intereses de todas las partes implicadas -los padres y el hijo, la madre genética y la madre subrogada, la ciencia y la sociedad, etcétera-, conviene recordar que toda decisión no sólo supone, sino que es un sacrificio o preterición de ciertos derechos en beneficio de otros con los que son incompatibles. Ahora bien, una tranquila valoración del caso en términos de coste-beneficio o de mayor felicidad para el mayor número sólo puede hacerse desde una teoría aún aristotélica o ya utilitarista. Puede pensarse, sin embargo, que el superior desarrollo o conciencia, jerarquía o dominio de un individuo o de un grupo sobre otros -que tales son los criterios positivos de toda valoración aristotélica o utilitarista- no legitiman automáticamente un tratamiento instrumental de los seres inferiores. Y en tal caso hay que decidir si, y en su caso en qué condiciones, es legítimo tomar un interés inferior como objeto y no como sujeto, como medio y no como fin. ¿Acaso la necesidad o el deseo que tengan los individuos de tener un hijo debe prevalecer en cualquier caso sobre el aumento de riesgos que para el hijo pueda suponer el hecho, por ejemplo, de no conocer a uno de sus padres o, por el contrario, de conocerlo sabiendo que no es su progenitor legal? ¿Puede alguienresponsabilizarse del trastorno emocional que suponga a una mujer el prestar su seno para un embarazo? O más en general, ¿puede sostenerse que todo interés de un ser que piensa es siempre superior al del que sólo sabe que siente, y el de éste sobre el de que sólo siente, que a su vez debe anteponerse en todo caso al de lo que sólo es o está?

INTERESES PRECARIOS

Aquí una analogía económica parece más equitativa y matizada que aquel modelo jerárquico. Igual como la economía supone la asignación de recursos escasos e incompartibles, el derecho supone la decisión sobre intereses precarios e, incompatibles. Y en ambos casos las mayorías de las decisiones que hay que tomar son del tipo suma nula: lo que se da a uno se quita a otro. No podemos, pues, olvidar que al establecer un código estamos siempre protegiendo ciertos intereses de ciertas partes a expensas de otros.De lo que se trata, pues, es de decidir cuál es el mejor derecho y qué intereses deben ser a él sacrificados. Y como estoy seguro de que quienes nos reunimos en esta comisión de expertos representamos críterios diversos sobre cuál sea en general el mejor derecho, pienso que deberíamos seguir aquí a Kierkegaard cuando aconsejaba "tratar de ser objetivos con nosotros mismos y de ser subjetivos con los demás". Lo que entre nosotros se traducirá por tratar de ser conscientes del carácter cultural, generacional o idiosincrático de nuestras prioridades y del valor objetivo de las prioridades de los demás. Bueno, no exactamente objetivo, como vamos a ver en seguida.

2. Apenas reconocemos que estamos efectivamente defendiendo unos intereses a expensas de otros, nuestra buena conciencia trata de salvarse todavía buscando un fundamento in re para la opción tomada: "No, yo no hablo por mí; yo sólo soy el portavoz, el evangelista de la ciencia o de la conciencia, de la naturaleza o de la historia, que me dicta cuáles son las auténticas prioridades. No soy, pues, yo quien sacrifica; es el orden mismo de las cosas que así lo exige", etcétera.

Yo creo, sin embargo, que el conocimiento de lo que las cosas realmente son, que sin duda debe informar nuestro criterío, no puede nunca por sí solo definir cómo las cosas deben ser. Es, pues, uno el mismo imperativo moral el que nos obliga tanto a recordar el carácter personal de nuestras opciones y el carácter convencional de las regulaciones como a tratar de impedir que aquel rasgo personal o convencional las transforme en arbitrarias.

Precisamente este intento de disfrazar -o mejor travestír o camuflar- una valoración como directa emanación de la naturaleza de las cosas, este intento de dar gato por liebre, es lo que en la jerga de la filosofía analítica ha venido a llamarse, con más o menos propiedad, falacia naturalista. Pero la falacia naturalista, como el ser de Aristóteles, se dice y ejerce de muchos modos. Vamos, pues, a ver cuáles; son las falacias o coartadas naturalistas con las que cada opción ideológica tiende, en un mismo acto, a legitimar sus acciones y a enmascarar el hecho de que lo son.

a) La falacia mental o liberal consiste en tomar la conciencia individual de quién debe decidir o, en su caso, legislar como juez de suprema instancia. Se trata, aunque parezca paradoja, del sentimiento o convencimiento subjetivo del individuo constituido én coartada objetiva de sus decisiones. La gesinnung, o intención de quien actúa o legisla, es aquí la que debe prevalecer sobre cualesquiera otras consideraciones... Y sin embargo, el solo reconocimiento de la detenninación ecológica, del determinismo social o aun (si no somos cartesianos) de la dimensión divina de la conciencia no nos autoriza a considerarla como referencia única e inapelable. Es sólo una concepción propiamente mítica de esta conciencia la que sustenta la falacia liberal (o la alucinación narcisista) para la que existe algo así como una mano invisible o una armonía preestablecida que pone mágicamente de acuerdo nuestras convicciones íntimas con los intereses de los demás, de modo que podemos automáticamente transformar nuestras convicciones en prescripciones.

b) La falacia biológica o conservadora pretende tomar el respeto al orden natural de los procesos orgánicos y permanentes como el fundamento único y absoluto de toda decisión. Pero buen número de estudiosos modernos (y significativamente tres escritores católicos como Ivan Illich, Jacques Ellul y Philippe Ariés) han venido a mostrar el carácter en buena medida social, y por tanto histórico y variable, de muchas de estas realidades que se han estado tomando por biológicas e inmutables: la adolescencia, la sexualidad, el amor materno, la muerte, etcétera. Lo natural en el hombre es precisamente el hecho de ser la naturaleza que un día tomó conciencia de sí misma, que con la contraconcepción toma su control reproductivo y que quizá mañana, con la ingeniería genética, alcance su control de calidad. En cualquier caso, y, por mucho que los conservadores tengan una concepción tan poco analítica y crítica de la naturaleza como los liberales de la conciencia, lo que importa aquí señalar es el carácter falaz de su argumentación y no la debilidad material de su coartada.

c) La falacia social o progresista trata igualmente de basar sus argumentos en la naturaleza de las cosas. Sólo que no se trata ya aquí de su naturaleza biológica, sino de esa naturaleza cada vez más progresiva y autoconsciente que constituye para la gente de izquierdas su historia sagrada particular. Más que defender el orden natural o la vida a secas, trataron hace un tiempo de defender la emergencia del hombre total ("el hombre", decía Granisci, es lo que puede llegar a ser"), y hoy, algo más desengañados, se hacen portavoces de la vida verdadera. El placer, la conciencia y la felicidad forman así parte de esta nueva y remozada naturaleza en cuyo nombre también ellos pretenden hablar. Hay que reconocer, sin embargo, que tampoco sus argumentos gozan de una salud excelente. La extensión del concepto de naturaleza permanente a ámbitos tradicionalmente considerados como históricos o culturales -el desarrollo económico tiene un límite ecológico, la transformación social tiene un cerrojo biológico, etcétera- no parece estar reforzando la posición de su coartada. Como sin duda no la reforzaría, si pasamos ahora a la ficción, el día en que unos hipotéticos visitantes de otro planeta (dotados de sensibilidad visceral, de comunicación extrasensorial, etcétera) decidieran que el pobre desarrollo de nuestra especie les autoriza a utilizarnos como hacemos nosotros con los animales.

Tomada literalmente, es cierto, esta tipología de falacias puede resultar demasiado esquemática a la hora de enfrentar y analizar las ideologías -empezando por la propia- que de ellas se sirven. De hecho, la asociación estricta entre una opción ideológica y una coartada específica es más la excepción que la regia: las censtelaciones que se forman son en realidad mucho más flexibles, híbridas y oportunistas. Las opciones liberales, por ejemplo, tienden a buscar argumentos biológicos o sociales cuando quieren fundar científicamente la existencia de esa mano invisible que pone de acuerdo las convicciones del individuo y los intereses de la sociedad. Los conservadores, por su parte, apelan a la coartada de la conciencia cuando se enfrentan a tina legislación progresista, y a la sociológica o histórica cuando pretenden criticar los supuestos liberales. Las opiciones progresistas, por último, se alían igualmente a la, conciencia frente a una legislación conservadora y a la biología para criticar lo que entienden como la comercialización delas técnicas de fecundación.

LAS PARTES IMPLICADAS

¿Pero queda todavía algún criterio que no evite, como los anteriores, la conciencia crítica. de la propia postura, sino que parta precisamente de ella? Creo que sí, aunque sin duda mucho menos seguira y brillante que las descritas hasta aquí. Más que de sostener ideológicamente la albsoluta superioridad o compatibilidad universal de los iintereses de una parte (estrategia buena conciencia) o su fundamentación objetiva (estrategia naturalista), se tratará de reconocer a la vez la legitimidad, autonomía, heterogeneidad y, a menudo, incompatibilidad de los intereses en juego: de su producto, que no es nunca su suma lógica. Y se tratará a continuación de distinguir en lo posible qué actuaciones de la fecundación asistida puedan afectar especialmente a cada una de las partes implicadas: progenitor(es), donantes, el individuo que va a nacer, la colectividad en que se inserto., etcétera. Sobre aquellas que puedan segregarse como afectando básicamente a los progenitores que asumen el tratamiento debe, por principio, concedérseles y aun proteger su más plena libertad para decidir. Sobre aquellas que puedan afectar a la prole deben señalarse límites a esta libertad y/o requerir de ellos una información adecuada sobre sus consecuencias. Los experimentos, por fin, que puedan incidir significativamente en la sociedad o en la evolución de la especie deben ser objeto de una regulación tan flexible como precisa y susceptible de un efectivo seguimiento. Y todo ello, insisto, sin, que ningunade las partes implicadas en esta regulación o legislación pretenda encarnar la familia o al nasciturus, la colectividad la ciencia, y se sienta desde ahí autorizada a intervenir e interferir por principios en la vida de los demás. Necesitamos, pues, sabios legisladores y expertos. Pero necesitamos más aún mentes pre-claras capaces de acompañarnos autorizadamente en nuestra común perplejidad.¿La verdad? ¿La justicia? "Investigarla es lo único que te prometo, para que tú la persigas en terreno abierto, ya fuera de las cavernas donde suele estar encerrada" (F. Sánchez, Quod nihil scitur).

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