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Tribuna:EL CONTROL DE LA REPRODUCCIÓN HUMANA
Tribuna
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La mujer 'in vitro'

Nuevas técnicas de fertilización in vitro y de inseminación artificial plantean situaciones que escapan al reparto de papeles tradicionales en la organización social clásica. Lamenta la autora en este texto que ante los nuevos problemas que se plantean en la concepción y en la contraconcepción de la vida humana la voz de la mujer no encuentre el protagonismo que el devenir histórico le confiere.

Extraño momento el actual. El siempre presente fantasma de una hecatombe nuclear convive tranquilamente con una creciente preocupación de nuestra sociedad por los problemas de la reproducción humana, tanto si se trata de evitarla, en el caso de la contracepción y del aborto, como de desbordar los límites naturales en los que tradicionalmente se ha producido, como ocurre en la fertilización in vitro y en la inseminación artificial. Tanto en uno como en otro caso, se trata de que la reproducción deje de ser el resultado de una simple combinación de factores físico-químicos para convertirse en un acto humano voluntario y libremente elegido. Creo que estamos ante la oportunidad de avanzar hacia una mayor libertad de elección basada en un progresivo control de los condicionamientos biológicos que tan a menudo han obstaculizado un deseo tan legítimo como civilizado: el de ser madre o padre en el momento en que toda la personalidad se siente madura para ello y esta madurez se transforma en deseo. O en la posibilidad de no serlo nunca si este deseo no aparece.Más allá de los temores que suscitan las nuevas experiencias de fertilización in vitro y las profundas angustias que despierta la donación de gametos u óvulos para ello, saludo con esperanza esta nueva posibilidad de libertad humana: la de crear vida desbordando las posibilidades existentes hasta ahora. Y saludo la contracepción y, aunque con dolor, el aborto, porque también aquí la libertad humana prima sobre lo que la naturaleza ciegamente ha puesto en marcha.

Y sin embargo, una serie de cuestiones, a las que no hallo respuesta clara, me asaltan. La reproducción humana ha sido históricamente, y sigue siendo, en sus aspectos más pragmáticos, concretos y reales, un asunto de mujeres. La fecundación, el embarazo, el parto, la crianza, han formado parte integrante de la vida de millones de mujeres y han definido su papel social desde los tiempos inmemorables. Preservarse del embarazo con una u otra fórmula, cuidarse durante él, evitar los riesgos del parto, sufrir y gozar de la crianza de los hijos en los primeros años, ha constituido el núcleo de su saber colectivo, transmitido de madres a hijas, en una profunda complicidad de género que ha posibilitado en todas las culturas la reproducción humana.

El cuerpo de la mujer y su función reproductora ha constituido, por ello, durante milenios la más importante, por no decir exclusiva, señal de identidad ante sí misma y ante la sociedad. Ha constituido, también, su más importante limitación para intervenir en las actividades sociales que implican un hacer y un poder externo al familiar. Y ha servido de justificación para frenar determinados avances en su camino hacia dicha participación.

Pero algo está cambiando. El histórico control sobre la reproducción empieza a hacer aguas por varios lados. Las mujeres reclaman abiertamente decidir sobre aquello que acontece en el interior de su cuerpo, y este hecho no sólo se expresa a través de lo que hace referencia a la contracepción y al aborto, sino también, de forma más sutil, a través dé una serie de prácticas sanitarias de autocuidado y de autoconocimiento, que expresan el rechazo de muchas mujeres a prácticas sanitarias que, con o sin razón, son vividas como impregnadas de machismo.

Por otra parte, las técnicas de fertilización in vitro y de inseminación artificial, que los científicos están estudiando con gran interés, plantean situaciones que escapan con rapidez al control de la propia organización social clásica. Por ello, se intenta ordenar, quizá un tanto prematuramente, su práctica. Y por ello también, los eternos problemas que plantea la reproducción vuelven a ver la luz bajo formas distintas; los aspectos científicos del problema se entrelazan con aspectos éticos y sociales, y así, por ejemplo, vestido con gran ropaje científico aparece el debate sobre el derecho de la mujer soltera a tener hijos, en este caso, a ser inseminada.

Ante el riesgo de pérdida de los controles sociales sobre la reproducción, los estamentos legales y científicos toman la voz, ante la expectante y muda presencia femenina, que no puede hacer oír su experiencia y su sabiduría histórica por los canales de los que dispone la sociedad para ello, porque no existe como colectivo en ellos, porque no está presente. Sólo determinados gestos crispados intentan recordar rotundamente su presencia, su derecho y su saber, como ha ocurrido recientemente en Barcelona, a raíz de los abortos practicados por el colectivo feminista. Y sólo alguna ponencia femenina ha penetrado en la comisión del congreso que se ocupa de la fertilización in vitro. Me impresiona esta ausencia en las decisiones colectivas y úblicas que atañen a esta tarea histórica de las mujeres. En cierto sentido, niega su sabiduría y su capacidad como sujetos para integrar, en el discurso colectivo social, aquello que ha sido su experiencia histórica.

Esta ausencia es profundamente significativa. No creo que existan voluntades explícitas de discriminación o de que la voz de la mujer sea acallada; simplemente, las cosas siguen el curso natural de la vida social. Me preocupa esta ausencia porque se reproduce en ella una dificultad que aparece en otros muchos campos de las decisiones colectivas: la dificultad de articular dos discursos que, por ahora, siguen caminos desiguales y paralelos. El discurso ferneruino, hecho de privacidad, intimidad y vida cotidiana que resuena sólo dentro del ámbito familiar, y el masculino, que se ocupa de los temas del mundo del trabajo, de las decisiones políticas de las leyes, y que resuena en el mundo externo a la familia. Discurso que a lo largo de la historia ha logrado formalizarse en las ciencias y en las leyes y ha dado pie a todas las decisiones que afectan al conjunto de la población y, evidentemente, a aquellas relacionadas con la reproducción y el papel de las mujeres.

Una vez más, la histórica división del trabajo, y con ella la de los diversos papeles en el seno de la sociedad, se traduce en la mutilación de un discurso colectivo que debería empezar a incorporar en su seno una historia de saberes y poderes distinta a la imperante. Con esta incorporación todavía lejana, pero posible, la colectividad saldría ganando; las mujeres podrían formalizar y generalizar lo que ha sido su historia colectiva y los hombres podrían empezar a cuestionar mejor un discurso que no parece el más adecuado para lograr una vida social integrada y apacible.

María Dolores Renau es psicóloga, diputada al Congreso por el PSC (PSC-PSOE).

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