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Antropocentrismo

Fernando Savater

Cuando me dispongo a sumar un eslabón más a la amable polémica que en estas páginas sostenemos Jesús Mosterín y yo en torno al ámbito de nuestras obligaciones éticas -y sabiendo que, en interés del tema mismo, no debe haber eslabón perdido- me asalta una congoja: ¿será relevante hablar del puesto del hombre en el cosmos pudiendo discutir sobre el lugar de España en la OTAN? Después de todo, resulta una cuestión acerca de la cual es improbable que nadie se ataree en reunir firmas favorables o adversas... Sin embargo, no me desanimo. Se trata de un ejercicio de dialéctica intelectual en torno a un problema filosófico no incapaz de suscl1tar la curiosidad del atribulado hombre de la calle, que quizá le alivie por un rato de solicitaciones más perentorias y por ende, más fugaces. Conviene como última tarea a la filosofía insistir en lo que José Bergamín llamaba "las cosas que no pasan". Resumen, pues, de lo hasta aquí publicado: ¿tienen los animales derechos?; ¿tenemos respecto a ellos -quizá respecto a todo ser vivo- obligaciones que puedan ser llamadas sin abuso éticas? Así lo cree Jesús Mosterín, junto a actuales teóricos importantes de la reflexión moral (José Ferrater Mora, Peter Singer y hasta Claude Lévi-Strauss); yo lo niego, pues considero el deber ético como específico y recíproco, y afirmo que nuestra conducta hacia los restantes seres vivos se rige por criterios de pragmatismo, estética y piedad, no de moral. Esta actitud le parece al profesor Mosterín antropocéntrica, y en su último artículo -Conciencia cósmica- me recuerda la evolución histórica desde el "ingenuo y arrogante antropocentrismo -astronómico, biológico, psicológico y moral- del pasado a una actitud a la vez más sabia, más reverente y más realista ante la naturaleza". En esto quedan nuestras posiciones.Precisamente sobre la cuestión del antropocentrismo quisiera centrar ahora la discusión. No cabe duda de que la época contemporánea es pródiga en manifestaciones derogatorias de la pretenciosidad humana, incluso de sus menos fanfarronas declaraciones de primacía. En su conocida Autobiografía de la Tierra nos amonesta así John Hodgdon Bradley, recurriendo, por cierto, a la expresión con que titula su último artículo el profesor Mosterín: "Si la historia del globo fuera escrita por alguna conciencia cósmica, la parte que la humanidad ha desempeñado en él quedaría posiblemente relegada a una nota a pie de página. Pero el hombre, a quien nada seduce tanto como el hombre, invierte la importancia de los valores, y así la historia principal se transforma en una nota a pie de página o, a lo sumo, en un marco para los hechos de su propia historia". Al final de Tristes trópicos, Lévi-Strauss expresa un pensamiento parecido, y lo relaciona con la futilidad relativa de su propio trabajo: "El mundo empezó sin el hombre y terminará sin él. Las instituciones, las costumbres y los hábitos que estuve inventariando y tratando de comprender durante el transcurso de mi vida son eflorescencias pasajeras de una creación en la cual ellas carecen de sentido, a no ser el de permitirle a la humanidad desempeñar su papel". Y luego, como se recordará, el gran antropólogo se abisma en la mirada melancólica y muda de su gato.

Así culmina, por lo visto, el descrédito del antropocentrismo. Su origen -nuestro desplazamiento del centro del sistema solar por obra de los avances astronómicos- se sitúa en el Renacimiento. Algo llama vivamente la atención en este trayecto: el hecho de que va en proporción directa al aumento no ya del saber desinteresado, sino del poder efectivo del hombre sobre su entorno natural. Cuanto más poderosos son los hombres y mejor dominan su medio, menos arrogancia muestran al simbolizar su papel cósmico. El hombre deja de considerarse el centro del mundo cuando ya se las va arreglando para ocupar no sólo el centro, sino también la más remota periferia. La pequeña tribu primitiva de cazadores- recolectores, acosada por las bestias salvajes y por las inclemencias naturales, que vive en una forzosa armonía con su entorno hecha de respeto, pragmatismo y magia, se tiene a sí misma por el ombligo del universo: sus componentes son los hombres por antonomasia, y antepasados heroicos conquistaron para ellos los beneficios del sol o inventaron el arco iris. Así fue durante milenios, mientras los hombres tenían que enfrentarse con seres y fuerzas elementales que apenas podían controlar. Después, el éxito de su especie fue haciendo condescendiente y algo escéptico al titánico depredador. Digamos que la victoria cada vez más indudable le inclinó a mitigar su primigenia ideología de combate. Hoy, cuando la inmensa mayoría de los seres vivos del planeta se nos han sometido sin remedio o han sido exterminados, asumimos con la benevolencia ahíta del dominio absoluto nuestro parentesco esencial con todo lo que liemos derrotado. ¿Es nuestra mayor sabiduría científica la que nos ha vuelto más imparciales o se trata sencillamente de la tolerancia de quien ya no tiene nada que temer?

Nietzsche enseña que nuestras verdades no son sino los errores de los que nuestra supervivencia depende. En esta línea, creo que los hombres fuimos antropocéntricos mientras nuestros escasos recursos no nos permitieron una cosmovisión más generosa: el enemigo apretaba demasiado como para que pudiésemos renunciar a exaltarnos o admitir las similitudes que nos unían a él. Ahora somos mucho más fuertes, y nos concedemos el lujo de una mayor cortesía. También el imperialismo tiene sus cosas moralmente provechosas: contribuye a la amplitud de miras. Gracias al ímpetu conquistador de Alejandro, que barrió las fronteras entre griegos y bárbaros, desplazando a miles de individuos de sus centros sociales originarios, los estoicos llegaron a concebir la idea de la fraternidad universal humana y proclamaron que la auténtica patria de cada cual no es su estrecha ciudad familiar, sino la ekumene. Cuando se deja de temer al vecino ya no hay razón para empeñarse en trompetear a los cuatro vientos la propia superioridad.

En el diálogo de Fontenelle sobre La pluralidad de los mundos, la marquesa a la que se ilustra sobre los nuevos avances astronómicos comenta, con un escalofrío: "Éste es un universo tan grande que me pierdo en él, que ya no sé dónde me encuentro; ya no soy nada. ¡La Tierra es tan espantosamente pequeña!". Pero se trata de un escalofrío delicioso, a fin de cuentas, no del silencio de los espacios infinitos que espeluznaba al demasiado sensible Pascal. El mundo humano es diminuto, pero por medio de cálculos y telescopios se ha hecho dueño de ámbitos más vastos de lo que nunca se atrevió a soñar en las épocas de la arrogancia mitológica. En el fondo, el antropocentrismo efectivo nunca ha sido mayor que ahora, cuando admitimos una pequeñez que sabemos más potente y mejor asentada que ningún otro dominio cósmico. Hasta el poco complaciente Pascal, que no regateó ofensas al. orgullo humano, admitió la superioridad de la caña pensante sobre las fuerzas que la obligan a quebrarse... Si nuestra especie renuncia aparentemente a su tradicional primacía sobre las otras, no es porque el conocimiento le haya enseñado modestia, sino porque ya es innecesario seguir a la defensiva recalcando lo obvio.

El ya poco recordado Norman O. Brown, en Life against death, estableció penetrantemente: "La organización social es una mutua confesión simbólica de culpa". A mayor extensión del poderío, mayor tensión de culpabilidad. Ahora que los animales supervivientes ya no son enemigos ni competidores, sino pintorescos trofeos del arrollador triunfo humano, artificiafizados en sus reservas como única medida para diferir su extinción definitiva, comienzan a darnos pena e incluso nos hacen sentir cierto remordimiento. Parte del peso simbólico de culpa que la sociedad debe administrar va a tenerles a ellos por protagonistas, pese a que ningún reproche nos han hecho nunca, y tal es precisamente su peculiar delicadeza. A fin de cuentas, son ya más manejables que los otros humanos que nos rodean, y en lo tocante al amor, resultan el prójimo menos conflictivo que podemos permitirnos. Su ineficacia les aproxima mucho a cierta idea que algunos nostálgicos del claroscuro se hacen de la inocencia o aun de la virtud. Nada hay de malo en estos miramientos ya algo tardíos, simpáticamente piadosos, salvo que su teorización puede contribuir a oscurecer aún más la raíz del proyecto ético. En ocasiones parece reflejarse aquí la desganada y peligrosa tentación de una disolución de la ética, no de su extensión. Los animales humanizados pudieran ser la coartada de cierta animalización moral, so capa de naturalismo, que hiciera buena la irónica advertencia de Gobineau: "No creo que el hombre descienda del mono, pero estoy seguro de que avanza hacia él a marchas forzadas".

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