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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Dinamarca y Europa

EL REFERÉNDUM celebrado en Dinamarca el 27 de febrero ha dado una victoria holgada al sí, es decir, a la aprobación de la reforma del Tratado de Roma que fue aprobada en Luxemburgo el pasado mes de diciembre por los jefes de Estado y de Gobierno de la Comunidad Europea (CE). El Gobierno danés, de orientación conservadora, ha podido así superar la dificultad surgida como consecuencia de la actitud del Partido Socialdemócrata, que había logrado, con su mayoría en el Parlamento, el rechazo de la reforma. De ese modo, y como en la CE todas las decisiones importantes deben aprobarse por unanimidad, existía el peligro de que esa negativa del Parlamento de Copenhague hiciera fracasar un proyecto y un compromiso trabajosamente elaborado durante años. Ese peligro ha podido soslayarse al fin con el re curso al voto de los ciudadanos. Evitando cualquier comparación entre situaciones a todas luces distintas, sí conviene subrayar que en Dinamarca todos los partidos, tanto los que disponen de mayoría en el Parlamento como los minoritarios, aceptaron de antemano someterse a lo que decidiese la mayoría popular. Como consecuencia, el triunfo en el referéndum de una posición derrotada en el Parlamento hace apenas un mes no ha creado conmoción alguna. Más aún, esa posición se ha convertido sin retraso en política oficial de Dinamarca, y el 28 de febrero el Gobierno danés firmó en La Haya, al lado de los representantes de Grecia e Italia, el Acta Única Europea, modificando el Tratado de Roma, acta que había sido firmada ya, el 17 de febrero, por los otros nueve miembros de la CE. En realidad, y después del susto provocado por la votación negativa del Parlamento, el obstáculo danés ha quedado reducido a un retrasó de pocas semanas en la firma definitiva. Ahora tan sólo queda el trámite de ratificación por parte de los 12 Parlamentos nacionales para que el acta cobre plena vigencia.

Es probable que este incidente suscitado en Dinamarca haya contribuido a rodear las reformas introducidas en el tratado de la CE de un aura que de ningún modo merecen. Según los argumentos de la socialdemocracia danesa, tales reformas eran rechazables, en particular, porque disminuían la soberanía del Parlamento nacional. Pero la reforma aprobada en Luxemburgo es mucho más modesta. Muchos la han calificado de minirreforma en el camino hacia una Europa política. Otros incluso la consideran como un entierro de las esperanzas suscitadas por el proyecto Spinelli, aprobado por el Parlamento Europeo, y en el cual, ciertamente, se preconizan medidas para dotar a los órganos comunitarios de poderes que hoy son de exclusiva soberanía de los Gobiernos nacionales.

Después de la cumbre europea de Milán, en la que Craxi y Mitterrand presentaron proyectos ambiciosos, el año 1985 ha sido el de sucesivos recortes en las reuniones comunitarias, y en ellos la oposición de Margaret Thatcher fue particularmente decisiva. El acta que por fin ha sido aprobada -con ciertas reservas británicas aún pendientes- limita la reforma a tres aspectos: en el Consejo de Ministros se aplicará la regla de mayoría en una serie de cuestiones, en particular las tendentes a lograr en 1992 un mercado interior único; un aumento leve de los poderes del Parlamento, y medidas encaminadas a dar mayor consistencia a la política exterior común europea. Sin duda el punto de mayor alcance es el de asentar el principio de mayoría en la práctica de la CE, que limitaría -en determinados terrenos- el concepto tradicional de soberanía. La resistencia a este principio surge tanto en sectores de la izquierda como de la derecha, pero es obvio que sin superar ese concepto absoluto es imposible que la Comunidad Europea pueda adquirir una verdadera dimensión política.

En ese orden se perfilan ya desde ahora las dificultades del futuro. La coincidencia, en el acto de la firma que tuvo lugar el 28 de febrero en La Haya, de Grecia y Dinamarca, por un lado, y de Italia, por otro, tiene casi un valor simbólico. Los primeros, a los que cabe agregar desde luego el Gobierno británico, consideran que el Acta Única Europea es el máximo de lo que pueden aceptar. El primer ministro de Dinamarca, después del éxito que ha obtenido en el referéndum, se ha apresurado a decir que durante mucho tiempo no se podrán dar nuevos pasos. Italia, en cambio, y lo ha reiterado Andreotti en La Haya, considera muy insuficientes las reformas aprobadas. Si los partidos políticos italianos, coincidentes en este punto, han aceptado, después de muchas cludas, estas reformas ha sido sobre todo para dejar abierto el camino hacia cambios mucho más sustanciales. Esta contradicción seguirá marcando la vida de la CE durante mucho tiempo. Sólo el desencadenamiento de otros fenómenos de carácter político y económico en torno al Viejo Continente podría hacer converger, por razones de necesidad, lo que ahora son talantes distintos. El ritmo con el que la Comunidad Europea se construye es de por sí demasiado lento para lo que urgen los tiempos.

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