Una cuestión de ética política
"Una ciudad está en concordia cuando sus ciudadanos piensan lo mismo sobre lo que les conviene". Aristóteles citaba a continuación, entre las cuestiones que por su importancia podían alterar la amistad cívica, el caso de una posible alianza militar. Hoy, la permanencia de España en la Alianza Atlántica amenaza también con dividir los ánimos de nuestros conciudadanos, y lo más incomprensible es que esta manzana de la discordia ha sido arrojada entre nosotros in necesariamente.A estas alturas, una parte importante de la opinión pública sigue desorientada en relación con la Alianza Atlántica, al no haberse producido a tiempo un debate serio y esclarecedor. Esta situación se agrava por el secular aislacionismo de España, causa de que en materia de política exterior las creencias y actitudes de los españoles difieran de las de los restantes países occidentales, y en particular de las de los europeos. Por ello la cuestión de la Alianza Atlántica no se está planteando en términos de racionalidad, sino en el campo de los sentimientos. Así sucede cuando se equiparan las posiciones favorables a la salida con la causa de la paz o con la conveniencia de castigar electoral mente al Gobierno y las propicias a la permanencia con el apoyo al presidente, González. No es de este modo como se responde a qué es lo que en verdad conviene a España.
Debate de aldea
Cuando la modernidad se entiende en Europa como la posibilidad de participar en la conquista del espacio, indudable umbral tecnológico del próximo siglo, en dos naciones del continente se plantea lo que pudiéramos describir como un debate de aldea. En Dinamarca se contra pone la soberanía nacional frente al proceso de la integración política europea, y en España se discute la posibilidad de participar política y económicamente en Europa Sin solidarizarse con su defensa. La diferencia es que en Dinamarca la apelación a la opinión pública va a zanjarse de una manera históricamente progresiva, mientras que en España, por las razones antes aludidas, las cosas pudieran suceder de manera distinta.
Si la vida es actividad, proyecto y memoria, conviene hacer una breve referencia histórica sobre el origen de la Alianza. Después de la II Guerra Mundial, en la que toda la Europa democrática tuvo que defenderse de la agresión totalitaria del nazismo y del fascismo, aparece una segunda amenaza para la libertad. Con razón el dirigente socialista belga Spaak pudo decir que el auténtico padre de la Alianza Atlántica había sido Stalin. Entre los años 1945 y 1949, la Unión Soviética fue apoderándose de todos los países que hoy componen la Europa del Este; fomentó la guerra civil en Grecia; firmó un pacto militar con Finlandia e intentó, para ensanchar su ámbito de influencia, hacer lo mismo con Noruega. Es entonces cuando a iniciativa del político laborista i « nglés Bevin se plantea la necesidad de una alianza militar entre los países democráticos europeos, que pudiera asegurarles una frontera de libertad e impedir el conflicto con el Este por la vía de la disuasión. Los norteamericanos prácticamente habían abandonado Europa, donde habían pasado de tener 3.500.000 soldados a 200.000. A su vez, el número de soldados soviéticos en Europa superaba al de las potencias europeas en una relación superior a la de tres a uno. Con una Europa maltrecha como resultado de la guerra, resulta comprensible que los dirigentes políticos y los ciudadanos europeos tuvieran como principal objetivo el comprometer a Estados Unidos en la defensa de Europa, venciendo las resistencias que los norteamericanos tenían al respecto. Es así como el 4 de abril de 1949 se firmó el Tratado del Atlántico Norte.
La paz internacional
Pero regresemos ahora al presente sin dejar de mirar hacia el mañana. En las actuales circunstancias, entiendo responsablemente que a España le conviene sin duda permanecer en la Alianza Atlántica y no que se cree en nuestra joven democracia un escenario imprevisible, pero que conllevaría, sin duda, una cierta desestabilización. Si salimos de la Alianza tendremos que soportar los mismos o mayores presupuestos militares sin obtener las contrapartidas económicas que nuestra integración nos ofrece. Los riesgos para la seguridad de España en caso de un conflicto generalizado son los mismos. Es más, la posibilidad de un conflicto en el norte de África es mayor sin la disuasión psicológica de nuestra pertenencia a la Alianza. El coste de nuestra actitud insolidaria hacia los restantes países europeos sería ciertamente política y materialmente alto. Y en vez de participar en uno de los foros desde donde se teje hoy la historia de la humanidad, seríamos meros sujetos pasivos del mismo, sin la posibilidad de abogar desde su interior por las causas que estimásemos dignas de nuestro apoyo.
Pero, además de lo anterior, existen razones de más fondo en favor de la pertenencia de España a la Alianza Atlántica. El proceso de creación de una Europa democrática conlleva no sólo la integración paulatina de las instituciones políticas y económicas de sus Estados, sino también el establecimiento de una política de defensa común. La libertad de los pueblos es un bien que moralmente debe defenderse, y hoy por hoy Europa coordina su defensa a través de la Alianza Atlántica. Sólo el fortalecimiento político y económico de Europa permitirá compensar la influencia del aliado americano; y, a su vez, sólo desde una política de defensa solidaria y conjunta, el Occidente democrático, y Europa muy especialmente, podrán propiciar una auténtica paz internacional -bien distinta del mero orden público internacional- Desde esta perspectiva no resulta asumible que España pretenda incorporarse a este proyecto europeo sin solidarizarse también con la defensa de su seguridad territorial y, por tanto, de la libertad. Esta esperada solidaridad es para los españoles algo más que conveniencia; es un acto de modernidad, de coherencia y, en definitiva, de ética política. Frente a la alternativa de no ser diferentes a los restantes Estados de la Europa comunitaria, pretender de nuevo que España adopte con su salida una opción singular y única recuerda, con otra música, a aquella letra que nos reservaba el destino de constituirnos en la reserva espiritual de Occidente.
Sócrates, en el Fedro, se interrogó por los frutos que recogerían quienes apoyaban su retórica no en lo que es bueno en la realidad, sino en lo que así parece a la multitud. Esperemos que no sean éstos hoy los sembradores de nuestra cosecha de mañana.
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