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Fisgones

Fernando Savater

Un viejo adagio de la Inglaterra victoriana -quizá ilustrado después por alguna de las deliciosas novelas de Ivy Compton-Burnett- establecía: "Los señores hablan de cosas, y los criados hablan de personas". Quitemos a esos términos jerárquicos sus connotaciones más clasistas: entendamos por señores quienes practican el derecho del hombre libre a conocer el entramado de la sociedad en que vive y del mundo en que se mueve, frente a los criados, sometidos a la abyecta compensación de atisbar y rumiar punitivamente la vida afectiva, de la que su miseria les excluye. Tal miseria no es económica, sino indigencia intelectual y vileza de ánimo. Interesarse por las cosas -ideas, problemas, situaciones humanas o inhumanas- es intentar comprender para celebrar o enmendar lo real; fisgar a las personas -revelar o inventar los secretos de una intimidad que sólo a ellas les atañe- es degradar el conocimiento a cuchicheo de retrete, resoplido de fariseo en misa mayor o sonrisita judicial. A fin de cuentas, sólo se entregan a la fascinación de la vida ajena quienes se pringan de ella por ajena y no por vida.Las anécdotas pueden llegar a categorías cuando lo que nos interesa no es simplemente el hecho transcrito, sino el arte del narrador o la sutileza del analista (que son categorías universales y, por decirlo así, despersonalizadoras): las memorias del duque de Saint-Simon; las confidencias de Si le grain ne meurt, de Gide; ciertas novelas demasiado transparentes alusivas a Max Aub o Thomas Bernhard, siguen reteniéndonos aún cuando toda curiosidad morbosa por los individuos reales en ellas implicados se ha desvanecido. Al revés: si indagamos en sus apoyaturas históricas es mas bien por la fuerza ejemplar de esos relatos, que configuran para siempre la auténtica verdad de lo que fue fugaz suceso. Pero el aficionado a la revista de escándalo o la coplilla satírica no raya tan alto, y por eso la rendija por la que curiosea debe mostrar siempre culos de estricta actualidad.

Creo que toda maledicencia es imbécil, aunque algunos maledicentes puedan ocasionalmente no serlo. En todo caso, cuando alguien se dedica sistemáticamente a ella es señal de que algo no le funciona bien, incluso si demuestra cierto virtuosismo en su empeño. Suele ser ocupación de conversos, arrepentidos y reciclados varios, gentes que no se perdonan ser lo que fueron y, por tanto, no toleran que los demás sean lo que son. Tranquiliza comprobar, ante todo, que sigue siendo ejercicio favorito de la Prensa de derechas en general, junto con el amarillismo seudoprogresista que tanto abunda: para todos éstos, el nivel más profundo de explicación de lo real que es posible alcanzar viene a resultar la polución nocturna. Se pasan la lengua por los labios con regusto y guiñan el ojo como quien está en posesión de la clave universal: "El ministro Zutano salió ayer de tal restaurante acompañado de miss X. Momentos antes habían consumido una lubina y sendos sorbetes de coco". ¡Ajajá, la verdad del poder al desnudo o, por lo menos, en calzoncillos! Luego, por lo común, no se resisten a algún añadido culpabilizador: "Salieron por la puerta trasera para no ser alcanzados por los fotógrafos". Tal gesto furtivo es ya en sí mismo, sin duda, manifiesta acusación... A su modo, esta gentuza debe creerse moralista (aunque cobre por ello): ¡como si algo de lo que haga alguien en su cuarto pudiera ser más indecente que la conducta del que le fisga por el ojo de la cerradura!

Desdichadamente, oímos a veces justificaciones de este proceder que se apoyan en la libertad de Prensa. Es algo tan razonable como aceptar la esclavitud en nombre del libre mercado. La libertad de Prensa es el derecho a hacer público todo lo que el público tiene derecho a saber respecto a lo que en cuanto público le afecta. Nada atenta más gravemente contra la libertad de información que confundirla con la libertad de espionaje de la intimidad: suponer que cualquiera tiene derecho a saberlo todo sobre todos es una creencia netamente totalitaria. Pero, ¿acaso pueden permitirse las personalidades públicas tener una intimidad privada? ¿No tienen derecho sus electores o seguidores a saberlo todo sobre ellos, desde que se levantan hasta que se acuestan y, sobre todo, con quién hacen lo uno

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y lo otro? Creo que contestar negativamente a la primera de estas preguntas y afirmativamente a la segunda son aberraciones deontológicas. Es cierto que hay detalles de la intimidad de los gobernantes que pueden tener interés público por sus repercusiones en la gestión de su cargo: su estado de salud, por ejemplo, o cualquier indelicadeza en beneficio de familiares o amigos. Pero, fuera de estas ocasiones -y aun ellas deben ser tratadas con miramiento-, su derecho a tener una esfera íntima de conducta es igual a la de cualquier otro ciudadano.

A este respecto, un ejemplo admirable es el de alguien tan poco sospechoso de antiliberalismo como John Stuart Mill, el autor de On the liberty. Mill contribuyó decisivamente a arruinar la reputación del gobernador Frye, que había cometido brutalidades en Jamaica; por otro lado, salvé el derecho de reunión y expresión pública en Hyde Park, contra un Gobierno que deseaba abolirlo. Pero -y aquí sigo a sir Isaiah Berlin en su comentario sobre el pensador utilitarista- cuando se le invitó a presentarse como miembro del Parlamento (para el que sería posteriormente elegido), declaró que estaba dispuesto a responder a todas las preguntas que los electores de Westminster quisieran hacerle, excepto aquellas que versaran sobre sus opiniones religiosas. Esto no era cobardía: su comportamiento durante la campaña electoral fue tan ingenuo e ¡inprudentemente intrépido que hizo comentar a alguien que con el programa de Mill ni el mismo Dios todopoderoso podía esperar ser elegido. La razón de su postura era que el hombre tiene el irrevocable derecho de defender su vida privada y de luchar por ella si fuera necesario. Lo había dicho así en su obra principal: "La única parte de la conducta de cada uno por la que él es responsable ante la sociedad es la que se refiere a los demás. En la parte que le concierne meramente a él, su independencia es, de derecho, absoluta. Sobre sí mismo, sobre su propio cuerpo y espíritu, el individuo es soberano". Si se afirma que la vida del hombre público tiene la inaudita cualidad de repercutir toda ella, hasta en sus más íntimos detalles, en los demás, ¿no podrá y deberá decirse lo mismo de la de cualquiera? ¿No es ésta la doctrina que mejor merece ser llamada totalitaria? El círculo vicioso se plantea así: la Prensa tiene derecho a contarlo todo de cualqueir hombre público; pero hombre público es cualquiera de quien la Prensa ha decidido contarlo todo...

Precisamente porque siento el mayor aprecio por la tolerancia me encanta tropezar de cuando en cuando con aspectos de abusos sociales frente a los que la más estricta intolerancia resulta saludable. El chismorreo -sea veraz o calumnioso- es uno de ellos. Como la mayoría de las personas y publicaciones que se dedican a él son particularmente venales, el castigo económico más severo me parece muy adecuado: deberían ser trituradas a multazos. Y ello aunque no hubiera instrumentaciones políticas tras los murmuradores. Que al menos la Prensa libre y progresista sea voluntariamente para señores y no para criados; y que a quienes no sepan renunciar al fisgoneo se les inculque el señorío a cintarazos.

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