42 / Roma
La Plaza de España es grande, o, cuando menos, produce un efecto de grandeza, con sus escalinatas de piedra como fondo de la fuente (1). En la fuente de la Plaza de España se lavaban los pies los hippies de la época y las yanquis/ ánades que sólo hacían turismo. Yo había cantado en el cine, o a la salida del cine, aquello de las muchachas de la Plaza España, son tan bonitas, cuántos sueños hay en sus miradas resplandecientes, y ahora estaba allí, sentado en el vero de piedra, con los pies en el agua y el vaquero remangado, porque estar con los pies en el agua era participar por los pies en una eucaristía acuática que podía terminar en una apoteosis de ángeles femeninos de nacionalidades indeterminadas. Uno había ido a Roma, como a todas partes, a ligar, naturalmente.Mi primer hotel romano, en Via Venetto, tenía detrás la Plaza de España, de modo que yo bajaba andando (procuraba que nadie me viese salir de aquel hotel burgués) y ya era un hippy más. De mis pedestres inmersiones no saqué absolutamente ningún ligue. Uno ha jugado siempre mejor en su propio campo. En la Plaza de España estaba y está, me parece, la Embajada de España ante el Vaticano, o ante el Quirinal, ahora no recuerdo, porque uno ha vivido ya "el fin de las Embajadas". Pero yo ocultaba por todos los procedimientos mi procedencia, porque ser español en Roma es ser un romano de tercera. Luego, he vuelto a todas estas ciudades -de las que relato el primer encuentro, por ser el más lozano- como escritor profesional, de sarao en sarao, y eso ya no tiene graci para ser contado. Por las tardes viajaba hasta el Coliseo (2). Los retretes de los bares estaban atascados de mierda y los cines atascados de pornografía. En Roma vi una Blancanieves erótica, con actores de verdad, que me ha quedado en la memoria como una obra maestra de la pornografía (3).
Por detrás de Coliseo, que es como una plaza de toros de piedra, vivaqueaban unas fratrías sangrientas de muchachos ominosos y bellos, de los cuales había que escapar en seguida. Yo no sabía muy bien qué hacían allí, qué esperaban, pero esperaban la noche, y dentro de la noche esperaban a Pasolini, que allí buscaba sus "idilios y amores difíciles", como hubiera dicho el hoy difunto Pasolini.
A mí sólo me hicieron un rasguño y me robaron un reloj. A Pasolini, como le iba el género, y como era Pasolini, lo asesinaron. Lo cual que nunca se ha tenido en cuenta al Pasolini articulista. Sus escritos políticos de periódico son de un vigor y una violencia izquierdista que explican el carácter de lo que fue el comunismo italiano hasta la llegada de Berlingüer y su eurocomunismo. Jean Baudrillard, en La Gauche Divine, sueña repetidamente con el modelo social italiano, que le parece más libre y vivo, más salvaje que el francés. Exalta, incluso, el nacimiento de las Brigadas Rojas (sin aludir a las Brigadas Negras, no sabemos si paralelas o univitelinas). Por todo esto, en fin, o por cuestiones personales, asesinaron a Pasolini unos cuantos chicos. Jamás se sabrá si fue un crimen político o un crimen pasional. Yo recorría entonces los escenarios del suceso venidero, pisaba la tierra oscura que Pasolini enriquecería de sangre, pero no podía prever tal barbaridad, naturalmente. Se veía, empero, que allí todo era posible. El Coliseo echaba su sombra pétrea sobre una razas jóvenes, feroces, transexua les, asesinas y hambrientas.
José Miguel Velloso, poeta, amigo de Angel González y mío, hombre que había trabajado en la editorial Aguilar, y con quien a veces nos veíamos en "La Tortuga", prolongación de Príncipe de Vergara, luego General Mola, luego Príncipe de Vergara, en la ter tulia de Manuel Alcántara, se ha bía exiliado voluntariamente a Roma, y allí vivía con su madre, en las orillas del Tíber. Su madre era una mujer madura de pelo blanco y bata roja, que fumaba todo el rato y asistía complacida a las tertulias/orgías de la casa. Le pedí a Velloso que me llevase a ver a Alberti, que estaba veraneando en Antícoli, pero Velloso me lo puso crudo y desistí. Una tarde, en la plaza del Popolo, tomando yo una cosa en una terraza y recordando lo que recuerda Cervantes de esta plaza, se me acercó un indudable intelectual de pelo crespo y gafas inteligentes:
-¿Tú eres Umbral? Yo soy Aquilino Duque.
Yo había leído sus buenos versos, su novela La rueda de fuego, y hasta físicamente le conocía de sobra, pero no me gusta dar el cognazo al personal. Prefiero soportar que me lo den a mí. Hablamos toda la tarde da literatura y política. Se ofreció a llevarme al día siguiente, que me parece que era feriado, a ver a Alberti, en su coche. Fue a buscarme al hotel muy temprano y partimos por la campiña romana. Por el camino, me reprochó un artículo mío, de Destino, sobre/contra Manuel Machado:
-Lo he comentado con Ridruejo y nos parece que es abusar de un muerto.
Pero mi sencilla teoría era que don Antonio era mejor poeta. Alberti y María Teresa León, en Antícoli, venían de la compra, cada uno de ellos contrabalanceados por las bolsas de plástico. Alberti tenía los tacones de los zapatos torcidos. Fuimos a su casa, que olía a gato, olor que me fascina, pero Alberti en seguida echó un spray.
Me invitaron a almorzar en un restaurante cercano, que daba sobre unos barrancos frondosos:
-Parte de esto es nuestro. Lo hemos comprado.
Alberti se entendía muy bien con los italianos, pero le salía por todas partes la nostalgia de España:
-Los italianos son fascinantes, pero no hay un pueblo como el español.
Alberti era el viejo muchacho de la madurez, lleno de oro lírico y plata en el aura o melena o resplandor. En una revistita de Cádiz había salido un soneto contra él, y esto, a tantos kilómetros, le tenía muy dolido:
-¿A ti no te suena el nombre, Umbral?
-A mí no me suena nada. Debe de ser un pseudónimo. El tipo no se ha atrevido a firmar.
Hablamos de su último gran libro, Roma peligro para caminantes, y me lo explicó muy bien:
-Mira, Umbral, estoy pasando lentamente de la profundidad interior a la profundidad hacia afuera. De Góngora a Quevedo. Quevedo es el Barroco y el Barroco es la profundidad hacia afuera.
Jamás ha escuchado uno mejor definición del barroquismo, de modo que la anoté allí, en la calle, donde hablábamos, en el aire puro de Antícoli.
Volvimos a Roma. Volví a mi vida de turista más o menos ligón. Pero con aquellos romanos del Impeno, que se presentaban como tales, no había nada que hacer. Toda la ferralla de la Roma imperial la llevaban sobre el pecho abierto, en hoguera de vello oscuro, enredada. Yo me sentaba en la terraza del Café de París, Via Venetto, y esperaba la aparición de alguna yanqui o inglesa propicia. La turista aparecía, pero, mientras uno planeaba tácticas de acercamiento, se acercaba un romano bello, intermedio y enjoyado. La turista pagaba y se iban en el, acto. En España trabajamos más perezoso. Aquello era mucha marcha para mí.
Luego comprendí que el latin/lover se limitaba a decirle su precio a la sajona, sin más trámites. Y encima cobraban, los cabrones, o sea. Me retiré de aquella industria y me retiré en los afamados gelattos italianinis.
Viví la Roma de la dolce vita, pero la verdad es que nunca me comí un rosquillo.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.