Gramática de la ausencia
Puede que ninguna época haya registrado una cantidad tan prolija de expresiones casi técnicas sobre la intimidad como la presente. Equilibrio afectivo, estabilidad emocional, proyecto de vida, etcétera. Algunas han pasado de los manuales a la imagen subjetiva que uno mismo ofrece (sin traducción) a los demás. Pero mientras los manuales dedican indigestos capítulos al desarrollo de estas nociones, los individuos las utilizan como principios autoevidentes que no necesitan de mayor transparencia. Quedan de esta manera convertidas en el vehículo más apropiado para el simulacro cotidiano de la comunicación.Ponemos el corazón en un código expresivo que describiría perftctamente una técnica de drenaje o el sistema de suspensión de un automóvil. Y cuanto más se parece a la mecánica del cachivache, más verosímil nos resulta el desconcierto de la propia vida.
Buscamos verosimilitud, no análisis. Lo de menos es el ajuste entre el mundo expresado y el sentido. El esfuerzo se reduce a un cabo sin amarrar que va por el aire en busca de otra orilla sin amarradero. Lo que precisa solución ya no es ese meandro de la conciencia al que denominamos (por puro deleite) yo, sino la válvula de escape por la que se infiltra en la realidad exterior.
Hay una absoluta falta de convicción, no ya en las categorías o eficacia del análisis, sino en el objeto mismo. Ni nosotros ni la existencia existimos en verdad. Existe el vínculo, la trayectoria o la red. Las palabras no significan gran cosa, pero están sometidas al imperio de una sólida gramática. La comunicación sólo comunica su imposibilidad y su absurdo, y precisamente en ese contradictorio punto alcanza su materialidad. En conclusión, la sustancia se ha delegado en un conjunto de apoderados que actúan según sus propias reglas de juego, a las que no queda más remedio que someterse con la empecinada voluntad del que ha perdido la fe.
En cuanto a esta fe, el sino de los tiempos no es tanto acabar con ella como sustituirla por una clase de descreimiento que impone como condición la impenetrabilidad y el secreto. El sujeto y su mundo han perdido el saber de su intimidad, pero nadie debe decirlo y nadie debe callar. De esta manera se ayuda a mantener el rumor humano del lenguaje que nos hace sentir en un mundo repleto de habitantes donde la cáscara del orden se conserva sin restañadura.
En este sonoro silencio todos exigen su derecho a decir. Inalienable derecho a añadir algunas ftases al ronroneante concierto de la expresión. Los hechos y los seres ya no hablan y son ahora desfiguraciones de aquel molde privado del que antes surgía lo extraño, lo difícil, lo distinto. El habla sustituye a la individualidad, pero impone la condición de que todo individuo se determine a sí mismo, se exprese tan públicamente como pueda y deje así constancia de la voz de la existencia.
Nadie es ya pintor, escritor o cosa por el estilo si no puede elevar una buena porción de palabras por encima de su silenciosa obra. Diríase que la verdadera pretensión de la obra es impulsar la palabra del autor y demoler los obstáculos que antes condenaban al silencio. Quizá radique ahí el fundamento de cierto arte abstracto: idioléctico, aburrido, carente de interlocutor y dirigido al grupo cuya supervivencia depende de él. No influye en la vida, no modifica la mirada y rara vez descubre lo que el ilustrado llamaba "un nuevo gesto en el rostro de la realidad". El demiurgo siente entonces la obligación de convencer y -como ya tiene aceptado que eso no es deseable, posible y tampoco renunciable- se lanza a esa clase de reflexión estratosférica que nadie, y menos su obra, puede seguir, pero que, dada su altura, cubrirá un amplio horizonte de tímpanos desprevenidos. La tesis de la última posmodernidad (hay varias, incluso una cosa con significado) es que el producto habla por sí mismo, lo que no obsta para que los manufacturantes aprovechen todas las oportunidades para referirse a ello. Y es que la obra no existe, pero el verbo, sí. El arte tampoco, pero la sugerencia, sí.
En este concierto universal de sonidos vinculantes, de falsa comudicación y de incomparecencia o descrédito del objeto que concluye en una visión del mun-
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do como simulacro aparecen también términos de fuerte tensión connotativa que se recuperan de lo que más o menos se entiende por tradición y que tratan de asimilarse a las características del marco general.
Un caso es el regreso de lo ético como instancia crítica y superación de la anomía. Regresa como si no hubiera pasado nada, ajeno al tiempo y a la inutilidad de que el tiempo le ha dotado. Desde un fondo sólo formalmente ingenuo repite las viejas pretensiones hasta convencerse de que los estados anímicos son inseparables del gusto y de la moda y de que son, al cabo, enfermedades de las que se sanaría inoculando firmes códigos de valores y principios de casuística moral.
Por otro lado, confía a sí mismo la única posibilidad de enfrentamiento crítico con la perversidad de los actos humanos. Por superficial que parezca el esquema, resiste sin mella la contrastación con los correspondientes escritos y declaraciones, aparte de que en esa superficialidad radica su fuerza comunicadora.
Se ha adelantado lo suficiente en el estudio de la reciprocidad entre un sistema de valores y el comportamiento asociado como para que resulte absurda toda relación causal entre la conducta del sujeto y lo que afirma creer. La visión del mundo es mucho más rica y contradictoria que un catecismo moral y entraña muchas más dificultades para traerla al plano de la consciencia. Se requiere toda la vida para averiguar las propias (reales) convicciones y es demasiado breve para llegar a conocer la naturaleza del impulso que las ha puesto en juego. Y en esa averiguación precisamos del concurso de todo lo que nos va rodeando. Solos no alcanzamos siquiera a plantear la pregunta. El cogito ergo facio de esta ética recuperada es una simple trivialidad, aunque con destinatario.
En cuanto a los actos humanos en sí, gozan de un doble predicamento de autonomía y arbitrariedad que los hace inasimilables a un código de mandatos abstractos. El código es sólo una hipótesis de trabajo que se limita a poner fronteras y a deslindar el campo de observación. Una vez que ese campo deslindado pierde interés, la hipótesis sigue sus pasos.
Al identificar lo ético y lo crítico, lo que se pretende es patentar el modelo de autenticidad sobre el que se funda el discurso y, mediante un rodeo, volver a la correspondencia entre sistema de valores y hechos. La actitud crítica es la prueba de la doble virtud de lo ético: su pasión por la coherencia y la verdad; el lazo que testimonia la unión de las ideas y su práctica. Esta autenticidad que todo lo envuelve funciona como reducto y de este reducto se obtienen los mayores beneficios.
El discurso ético proporciona, como toda falsa comunicación (falsa porque se contiene de un vacío aceptado), la proyección en el silencio de una clase especial de vínculo que podría denominarse salvoconducto. Igual que cierto arte abstracto ya no puede hablar por sí mismo por la falta de algo que comunicar, el discurso ético, desustanciado e hipostasiado, sólo aspira a romper la reclusión de los que no pueden descubrir en Ia realidad nuevas zonas de interés o nuevos sentidos. Se convierte de este modo en un toque de llamada para todos los que, compartiendo la anomalía, reclaman su derecho a decir. Conforma así una ortodoxia que se ha hecho fuerte en instituciones y grupos de poder que lo exigen además como contraseña para dejar francas ciertas zonas de influencia. El salvoconducto escapa, por esta razón, a toda acusación de superficialidad. El único peligro aceptable es que ese pasaporte caduque algún día.
Con el mismo propósito de rellenar un vacío con un envoltorio expresivo, reaparece en un sentido restringido la palabra pragmatismo. Lejos de toda pretensión teórica, su identidad es el resultado del enfrentamiento entre un vacío teórico y los medios de comunicación, de la necesidad de los medios de encontrar signos comunicables en la realidad y de la necesidad de los pragmáticos por utilizar esos medios. Bajo estas condiciones, los contenidos se hacen con frecuencia prescindibles, mientras sucede lo contrario Pon el paquete que los envuelve.
El estímulo que ha convertido esa palabra en un agarradero, aparte de una feroz coartada, es el desbordamiento de una realidad para la que faltan recursos teóricos y prácticos. No es una casualidad que aparezca regularmente en el mundo de la toma de decisiones políticas, dado que esas decisiones son cada vez menos autónomas y más. indiferentes a cualquier clase de proyecto, bien porque los proyectos son impracticables o porque las decisiones adecuadas lo son.
El pragmatismo es ese reducto pasivo de la acción donde los actos son empujados por la mecánica de un mundo incomprensible. La opacidad del mundo reduce la capacidad de maniobra en el entorno a las fuerzas e iniciativas más elementales. No hay teoría ni imaginación, sólo las monstruosas leyes que dicta la supervivencia para los que se sienten siempre en peligro.
Lo que parece reseñable en todos los casos es que la carencia no conduce a la elusión o al silencio, sino a un cierto fanatismo por la palabra que se pierde después en el laberinto de un auditorio descreído. Parece como si en el derrumbamiento hubiera quedado en el aire una tempestad de arenisca que hay que coger a puñados y que proporciona al menos la seguridad de que ese puño y esa arena pertenecen todavía -hasta que vuelvan definitivamente al suelo- a un orden y a una materia desaparecidos. Quizá la gramática sobreviva como polvareda a las catástrofes y por eso sino tenga un valor incalculable.
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