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Votaré con guante de amianto

El referéndum sobre la permanencia de España en la Alianza Atlántica parece hecho a medida de quienes no estaban a favor de esa permanencia y ahora -por lo que fuere- sí lo están. Todavía van convenciéndose a sí mismos, cada mañana ante el espejo, antes de salir a predicar la buena nueva. Por su parte, los diletantes del neutralismo razonan como expertos en misiles y los paladines de la abstención bastante trabajo tienen para convencernos de que se abstendrán.En ocasiones incluso puede parecer lógico que habiendo vivido -por así decirlo- de espaldas al mundo, los indígenas de este país no sepamos a quién estrecharle la mano más allá de nuestras fronteras. Por eso es algo grave para quienes creían saberlo desde hace años que se haya convocado un referéndumque -dadas sus circunstancias- les es un obstáculo a la hora de pronunciarse por aquello que de tiempo atrás ya deseaban. Como a quien sermoneaba ante la congregación, hasta que un nuevo sacerdote le quitó la palabra y además le echó del templo, el atlantista de siempre vaga hoy por tierra de nadie.

Ante este dilema de razón, una abstención razonada, sin embargo, tal vez no acaba de convencer a quienquiera que el resultado del referéndum sea en sí lo bastante significativo para que España de una vez por todas sea parte del concierto de Europa. Aún más: la inmensa perplejidad del electorado reclama responsabilidades. La telaraña de las estrategias de partido no puede disimular la inexistencia de un debate de ideas sobre los pros y contras del atlantismo.

Sospecho que la falta de debate a fondo se debe al desconocimento de las experiencias intelectuales de la guerra fría y del acontecer geopolítico de la Europa de posguerra y de Occidente -de Yalta a Suez, del bloqueo de Berlín a la guerra de Corea o de la crisis de Praga a Cuba-. Parece como si para el intelectual hispánico la guerra fría fuese un vago recuerdo, un plato combinado de División Azul, leche en polvo norteamericana y anticomunismo de profesor de formación del espíritu nacional. Muy al contrario, el entendimiento de todas las vertientes de la reflexión intelectual de la guerra fría es todavía una asignatura pendiente, porque difícilmente se puede aceptar la génesis de la OTAN ni su plena vigencia actual sin comprender la evidencia de que el océano Atlántico une y que el muro de Berlín separa.

Contra Franco, ciertamente, se leyó mucha ideología. Aquellos libros que llegaban bajo mano de París por lo visto no explicaban los acontecimientos y la tragedia de una Europa dividida y desprotegida que libremente pidió ayuda -socialistas como el británico Bevin y el belga Spaak firmaron el documento fundacional de la OTAN en aquel angustiado abril de 1949- a su gran aliado norteamericano para reforzar su independencia y libertad frente a la amenaza expansionista soviética. Como siempre, interesaba más la casuística de Saint-Germain-des-Prés que las ideas vitales del ancho mundo. Para qué escuchar las voces de la tradición liberal de Occidente si Koestler era sospechoso de tantas cosas, Malraux se vendía a De Gaulle, Aron había sido repudiado por Sartre, Rousset era un mentiroso y, en definitiva, la CIA los pagaba a todos.

Con el desahucio de la ilusión comunista, algunos intelectuales

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españoles han rememorado sus sesiones de intoxicación en aquel fumadero del opio de los intelectuales, pero sin que la constatación de su gastritis ideológica descienda al plano de las realidades geoestratégicas. Estamos condenados a ser europeístas por correspondencia y antinorteamericanos de panfleto. A estas alturas, pocos discuten las ventajas de la sociedad abierta, y suele hablarse del principio de la división de poderes con el cariño de quien acaricia un mueble antiguo, pero probadamente sólido. En las sobremesas se brinda por los valores del individualismo que Occidente ha defendido a capa y espada, pero poco se hace para asimilar y desentrañar la memoria de los esfuerzos y los rigores que hoy nos permiten ser parte del mundo libre.

Así se explicaría la duda o la indiferencia en el umbral de Europa -la Europa real y posible, la Europa comunitaria y de la Alianza Atlántica-, allí donde, las grandes naciones que inventaron la libertad y el derecho nos han estado esperando para que intentemos prosperar y defendernos conjuntamente de los graves riesgos de la finlandización, el terrorismo, la tercera ola tecnológica, el expansionismo del islam o la fascinante posibilidad de un entendimiento chinojaponés.

En aquel referéndum de la reforma política algunos -aunque también se nos pidió la abstención- tuvimos la osadía de votar afirmativamente, y lo mismo hicimos cuando se nos consultó sobre la Constitución de 1978. Pienso hacer lo mismo en el referéndum sobre la permanencia de España en la Alianza Atlántica, a pesar de que las condiciones de la votación me sean incómodas.

Más ingrato me resultaría abstenerme, con la sensación de quien se corta una mano para atemorizar al vecino.

Me gustaría vivir de cerca esos 10 años que según dicen mentes lúcidas le quedan a Occidente para ordenar su casa. Todavía se trata, en suma, de escoger para España -como dice un historiador liberal- entre la sombra de Pericles o la sombra de Darío el Persa. Así, pues -dadas las características del referéndum-, votaré que sí, pero con la mano enfundada en un guante de amianto. El amianto me merece confianza. Es, según creo, incombustible y muy resistente a los ácidos. Sobre todo no se inflama. Por lo visto es el material más idóneo para el telón de seguridad de los teatros.

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