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Tribuna:LOS JUECES Y LA LIBERTAD DE EXPRESIÓN
Tribuna
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Seis años y un día después

Fue en un Vigo un poco más desconocido que el que aloja esta incierta movida donde, hace seis años y un día, las sombras de lo que se ha dado en llamar "muerte civil" se abatieron sobre mí. En la ciudad, por aquel entonces, vivía a duras penas un viejo rotativo, El Pueblo Gallego, donde una plaza de "ciclista-cuartillero", apenas cumplidos los 17, marcó el rumbo que, además de convertirme en periodista, o probablemente a causa de ello, habría de dar con mis huesos en manos de la justicia en buen número de ocasiones.Con el histórico periódico convivía en Galicia un semanario de deportes y espectáculos, Galicia Deportiva, que una sociedad de redactores convirtió, por una temporada, en el primero del país de estas características e inspiración marxista-leninista y donde, ciertamente, se escribieron algunos de los textos más provocadores de su ámbito.

Eran, pese a la corta distancia que nos separa de ellos, buenos tiempos para una cierta lírica de la política, perdida ya para siempre entre el marasmo de la uniformidad. Ambos medios murieron, el uno a las puertas de la democracia, víctima de un decreto-ley de un Gobierno de Suárez, y el otro, de la ingenuidad de un grupo de periodistas metidos a empresarios de izquierda. Fue en la redacción de este último donde recibí la primera papeleta de citación, poco antes de que el semanario se extinguiera, al igual que lo han hecho desde entonces, como por ensalmo, varias docenas de publicaciones.

La cuestión es que en 1978, después de casi cuatro años de ejercicio profesional, yo aún era virgen o, lo que en algunas redacciones es lo mismo, no conocía juez. Sansegundo Vegazo, don Julián, me había apercibido en una ocasión por rozar la incitación al delito al haber entrevistado en El Pueblo Gallego a un joven matrimonio que, desesperado y con un niño de corta edad, había ocupado una vivienda de construcción oficial reservada a miembros del Ejército y fuerzas de seguridad, pero la cosa no pasó de ahí.Eran momentos en los que desde las pequeñas redacciones de la Prensa local y regional asistíamos, asombrados, al paso del río de querellas que, en sus mejores tiempos, coleccionaba El Papus; meses en los que comentábamos el entonces reciente "fenómeno Interviú" con una cierta añoranza por los explosivos efectos que los reportajes allí publicados ocasionaban.

'Bienio negro'

Más tarde acabaríamos hablando de un nuevo bienio negro al referirnos a los años 1978 y 1979, durante los cuales, en la situación de equilibrio inestable que vivimos, recien panda la nueva Constitución, arreciaron las querellas y procesamientos de oficio contra periodistas y medios de comunicación.

Con todo, Galicia era entonces un lugar las más de las veces tranquilo, cuasi medieval, con tan firmes estructuras caciquiles como ahora. En pleno conflicto de Ascon, quizá el más largo de la historia del movimiento obrero en Galicia, y anuncio de futuras batallas, el juez, don Julián, me citó en su despacho, un lugar oscurísimo y tétrico, donde negros muebles castellanos imponían el recuerdo de ajados y extranjeros blasones.

Algunos colegas me advirtieron llamando mi atención acerca de lo conveniente que sería una actitud sumisa y humilde, pero es bien cierto que a los 23 años aún no había aprendido lo suficiente.Me presenté ante el juez muy nervioso y algo arrogante; cometí imperdonables descuidos, como fumar un cigarrillo sin pedir permiso o tomar asiento sin solicitarlo, y afirmé que cuanto se vertía en la entrevista con los travestidos que había publicado respondía a la verdad; por supuesto, añadí que en ningún momento había tenido ánimo de ofender ni intención criminal.

Don Julián, con el periódico desplegado sobre la mesa, pasaba de la primera a la última página una y otra vez y musitaba algo así como "escandaloso, escandaloso". En aquel momento tuve la seguridad de que aquel reportaje, que yo había juzgado como un distendido reflejo de las experiencias de siete marginados, iba en serio.

Muerte civil

Naturalmente, el relato de aquellas vidas lo fue tanto como para costarme seis años y un día de inhabilitación especial, oscura forma legal para determinar esa muerte civil cuyo exacto contenido no he sido capaz de explicarme con toda la minuciosidad que quisiera y que me ha costado larguísimas y en ocasiones estériles conversaciones con la mayoría de los letrados a quienes desde entonces he acudido en demanda de consejo.

Consideraciones morales aparte, parecía estar claro que no podía votar; lo estaba que no podría gozar de la patria potestad de mis hijos si los tuviera, dedicarme a laenseñanza u ocupar un cargo público, pero no lo estaba tanto de qué podría vivir a partir de aquel momento.

La vista se celebró en la Audiencia Provincial de Pontevedra, ministerio fiscal contra mí, una Duviosa tarde de septiembre de la que recuerdo especialmente dos instantes; sé que cuando el juez me ordenó ponerme en pie y preguntó si tenía algo que decir, respondí insistiendo en que no había ánimo de ofensa en lo que había escrito y que lo que allí se decía era cierto.

Recuerdo también un argumento que el fiscal esgrimió contra mí. Hablando del escándalo público, se refirió a Galicia como un ámbito regional diferente deotros donde la supuesta publicación de mi reportaje quizá no hubiera sido constitutiva de delito. El fiscal ensalzó una especie de beatitud moral de Galicia respecto al resto del Estado que debo confesar que me dejó atónito.

Me preguntaba si había estado viviendo en otra galaxia o en ese Vigo, poco menos fragmentado que en la actualidad, que vio pasar las huelgas generales y la expansíón de los GRAPO en los primeros setenta, el conflicto de Ascon o la génesis del grupo Rompente en los postreros años de la misma década.

Mi estupor dejó paso a la simple sorpresa cuando, pocos meses después, el Tribunal Supremo confirmaba con su fallo todos los términos de la sentencia dictada por la Audiencia Provincial. Pese a que el argumento de aquel fiscal me había dado ciertas esperanzas, la verdad es que el veredicto vino a confirmar el anuncio que un amenazante anónimo me había hecho tiempo atrás.

Inmediatamente después de publicado el trabajo, había recibido una nota sin remite en la que, tras los despropósitos al uso en este tipo de mensajes, el autor, al que supuse gallego, sentenciaba: "Y si no, al tiempo".

Por un margen de días, la fortuna quiso que pudiera publicar un último reportaje en una revista de gran tirada, poco antes de la reunión del alto tribunal que habría de condenarme. En él se denunciaban importantes irregularidades económicas en las que algunas cajas de ahorro, en su mayoría de Galicia, se habían visto implicadas.

Este reportaje me costó, algunos meses después, un nuevo proceso y una nueva condena de inhabilitación, esta vez solamente de un mes y un día. Tiempo al tiempo en tono menor para un asunto de miles de millones, y en tono mayor para uno de travestidos. Ésa fue mi suerte.

De regreso

Y el tiempo cumple ahora. Es mi deber, de regreso, nombrar a todos aquellos que durante la dictadura, la transición y aun en la democracia han vivido el destierro, la cárcel, el obligado silencio, a causa de su empeño en buscar una verdad y transmitirla.

Es un hecho que cientos de procesos a periodistas atenazan todavía el pulso de una Prensa que, quiérase o no, tiende así hacia la autocensura, esa otra oscura y nueva forma de represión impuesta por reflejo.

Mi solidaridad está con ellos, como mi esperanza apunta hacia la libre comunicación como grado imprescindible para alcanzar, con la cultura, una identidad que en nuestra diversidad no estamos en condiciones de ignorar y sí, probablemente, casi a punto de perder.

Federico Paigdevall es periodista.

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