De hidrografía
La vida es ciertamente fluvial. Transcurre a veces atropelladamente, entre saltos y rápidos, y adquiere bellas formas veloces y violentas: espuma, cortinas de agua, remolinos... Se hace lenta y dulce en meandros y remansos, parece quedarse absorta de un momento a otro. Llega a la inmovilidad de la presa, se dispersa en charcos y marismas, se funde en otro río, o en el mar. Pero en todas las metamorfosis de la fluidez, esa vida apenas se ensimisma. Sin embargo, qué placer contemplar el entero transcurrir de un río.La fuente inagotable que sacia nuestra sed de visiones fluviales completas es la literatura. La sagrada, por supuesto, y la clásica -Plutarco, Suetonio... Pero el venero más profundo y caudaloso nos lo proporciona la novela, la novela burguesa. Ahí están, almacenadas en regulares manchas negras sobre papeles plegados y cosidos, centenares, millares de vidas para todos los gustos. Este río nuestro que sufrimos y gozamos no nos sirve. Donde estamos suele haber un pequeño pronunciamiento que nos ofrece entre brumas la visión de los tramos transcurridos. Algunos, pocos, levantarán mapas, tomarán notas, ensayarán el esfuerzo de construir, a partir de ese fluir cotidiano, la entera y redonda imagen del río. Otros, menos todavía, convertirán esta tarea en el objeto casi único de su fluir: fluir por dibujar el perfil del río.
La gran pasión hidrográfica -¿hace falta recordarlo?- surge con mayor ímpetu cuanto más melancólicas y transparentes andan las aguas. ¿Qué hacer con esta vida que fluye dulzonamente, sin turbulencias ni sobresaltos, sino asomarse sobre otras vidas? ¿Y qué Amazonas no surgirá de ese flujo domesticado, canal de huerta, cuando el espejo de la novela se troca en agua que cae y desborda el cauce? Alonso Quijano y Madame Bovary. Tampoco hace falta recordarlo.
¿Y ahora? Ahora, pasado ya el tiempo de la pasión hecha novela, de la pasión hecha música o teatro, o hecha cine, pasado todo -que ésta es la época, época en que todo se da, ya por sucedido-, se instala entre nosotros una pasión mayor, más genérica y general, que abarca todas las anteriores: la gran pasión hidrográfica. Quizá los desprestigios sucesivos del realismo literario impulsan esta afloración súbita de deseos realistas en toda la cultura.
La literatura muerta revive en diarios, memorias, carnés, dietarios, autobiografías y biografías, como si toda vida, una vez contada, adquiriera pulso y dignidad. (Efectivamente, toda vida, bien contada, adquiere pulso y dignidad; ésta es quizá la gran metáfora silenciosa del género: apenas nos interesa nuestra vida, si no es como manufactura de perfectos acabados, tal como se ofrece en el género literario biográfico.)
La tecnología -televisión y vídeo-recorder- permite el gusto por el consumo de vidas más desenfrenado de nuestra historia. Pero la cámara y el magnetoscopio nos dejan saltar ya de las imágenes sueltas del álbum familiar a las escenas entrañables que nos dictan los anuncios de cafés y chocolates instantáneos.
Los telescopios que nos venden para observar el Halley -y no lo vemos: tenemos que conformarnos con la superficie de yeso de la luna- se nos anuncian para su posterior uso terrestre. Nos miramos de hito en hito unos vecinos a otros. Fisgamos en las vidas, ajenas y observamos en otro la maravilla del fluir que en nosotros no interesa. La ventana es la pantalla que nos da estampas de vidas. Nuestra imaginación llenará los vacíos. Trabajará en la pasión del tiempo: vidas ajenas.
Y más: las revistas del corazón -noticia de vidas- extienden sus páginas de colorines, llenas de penas y alegrías domésticas, ante un público cada vez más ancho. Casi ya nadie escapa a esos brazos tibios y familiares, que nos cuentan cómo son y cómo viven los ricos, los poderosos y los héroes, cómo aman y odian, cómo sufren y gozan, apenas cómo trabajan.
De lo que ocurre nos interesan los acontecimientos con rostro, y mejor todavía con familia. Una víctima solitaria no tiene ningún interés periodístico. ¿Cómo vamos a llorar a un soltero a quien nadie llora? Lo que da carnadura a la noticia son las relaciones humanas. La maestra fallecida en el castillo de fuegos del Challenger, claro. Por eso los viejos numerarios del Opus De¡ apenas interesan a nadie: son solteros y ninguna carnaza ofrecen a nuestra insaciable hambre de relaciones.
La política se acomoda también al comportamiento exigido. Se convierte en imperceptible -aunque algunas veces estentórea- exhibición de vidas. ¿Cómo va a interesar un político sin biografía, sin amores y desamores, sin pequeñas grandezas y sin grandes flaquezas, aunque a veces reciban el nombre de corrupción? Incluso en sus majaderías nuestras degeneradas conciencias democráticas hallan garantía de humanidad. ¡Dios nos libre de los espíritus puros! Maridos y amantes, padres e hijos, ricos y pobres, los de arriba y los de abajo -nada de clases-, son los protagonistas de la vida pública. Su color político se difumina y la textura de la carne y el brillo del agua de sus ojos nos dicen que, a fin de cuentas, humanos son, humanos somos, y nada más humano que fisgarnos unos a otros y ocuparnos unos de otros, en estos tiempos en que el castigo divino del trabajo es cada vez más escaso y el ocio y el tedio son más oceánicos.
En la época del adelgazamiento de las vidas, las historias de vidas tienen destinado un lugar central. Se ha puesto tan difícil y caro vivir, que lo más barato es desvivirse en las vidas ajenas, aunque sean inventadas. Televisores, vídeos, telescopios, ordenadores rodearán el ocio habitado por múltiples vidas. ¡Seremos tantos! Pero quizá una rica capa freática se irá creando con el fluir y la palpitacion de tantas vidas ante nuestros ojos fisgones. Ésta puede ser también una época proclive a la creación, al invento: alguna vocación despertará, a pesar del peligro mimético, tanta sed y tanta agua.
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