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El Papa besa a los moribundos de la madre Teresa de Calcuta

Juan Arias

Al llegar en la tarde de ayer a Calcuta, la ciudad babel de la India, la de los contrastes más violentos y la cultura religiosa más ancestral, patria del poeta Tagore, Juan Pablo II se fue desde el aeropuerto directamente hasta la casa de los moribundos de la madre Teresa, premio Nobel de la Paz. Para llegar a dicha residencia, enclavada dentro del templo hindú de Kali, reina de la guerra y de la muerte, cuyos sacerdotes dieron alojamiento a la madre Teresa y a sus moribundos cuando todos los rechazaban, el Papa utilizó por vez primera en este viaje su famoso papamóvil blindado, llegado a propósito desde Roma en avión.

Con el papa Wojtyla suelen ser los más pobres, de cualquier confesión, quienes salen con más entusiasmo y fe a verle y aplaudirle.Lo mismo ha ocurrido en la caótica ciudad de Calcuta, cuya población no debiera superar los tres millones de personas, según las cifras oficiales, pero por cuyas calles pululan ya más de 10 millones, una multitud en la cual los católicos representan apenas el 0,25%. Pero por las calles polvorientas y malolientes, donde no hay discontinuidad entre los arrozales, las chabolas de paja, las fábricas, los hoteles de lujo y las cloacas abiertas, ayer hicieron fiesta al Papa polaco cientos de miles de personas. Para muchas de ellas -se dice que 300.000- no les resulta difícil porque, sin casa y sin espacio en las barracas inhumanas, viven, se aman y mueren en la calle. Unas 120 de estas personas abandonadas y sin clase, hombres y mujeres, son las, que visitó ayer Juan Pablo Il en la pobrísima Casa del Corazón Puro de la madre Teresa.

Todos eran enfermos gravísimos. El Papa los tocó uno por uno. A algunos los besaba en la frente; a los que aún no estaban agonizando les dio de comer: un plato de sopa hecha con yogur y pan. Los moribundos estaban acostados a nivel del suelo, en un simple colchón colocado sobre un somier. Los que aún no han perdido la esperanza definitiva yacían sobre una especie de entarimado de cemento a un metro del suelo. Una mujer, al llegar el Papa, se puso a gritar: "Estoy sola, muy sola, vuelve otra vez entre nosotros". Juan Pablo II la besó en la fente. Lo hizo también con los leprosos.

Por amor a Jesús

Junto a la entrada, el papa Wojtyla pudo leer el escalofriante parte del día: "3 de febrero de 1986: ingresados, dos; salidos, ninguno; muertos, cuatro". Y una apostilla: "Lo hacemos por amor a Jesús".En aquella pizarra, desde agosto de 1962, cuando la madre Teresa y sus hijas, las Misioneras de la Caridad, la congregación por ella fundada, empezaron a recoger a los primeros moribundos abandonados en las calles, habían sido apuntadas hasta ayer 49.000 personas. Acompañado sólo por la madre Teresa, el Papa entró en la celda de la muerte, donde reposaban los restos de los cuatro fallecidos ayer: un hombre, dos mujeres y un niño de unos meses. Sólo éste era bautizado en el rito católico y sobre su pecho se veía una pequeña cruz. El Papa les hizo a todos la señal de la cruz sobre la frente y los roció con agua bendita. La madre Teresa, con esa entereza que sólo puede tener un loco o un gran santo, sonriendo con naturalidad, le dijo al Papa: "Por esta celda han pasado ya, muertas, hasta hoy, 22.000 personas arropadas por nuestro afecto". El Papa quiso responder, pero se le subió un nudo a la garganta y quedó mudo. Y cogiendo a la madre Teresa con ternura por el brazo, salió.

A quien le preguntó qué sentía, la madre Teresa, eslava como el Papa, aunque ahora de nacionalidad india, de cuerpo pequeño, pero recio como una raíz de encina, respondió: "Es el día más feliz de mi vida. Lo esperaba desde hace mucho tiempo. El Papa es un verdadero padre". Y el Papa no negó ayer a la valerosa monjita de ojos dulces y pillos, como los suyos, ni halagos ni honores.

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