500 años de desencuentros
Desde el día de marzo de 1492 en que, a la sombra de la Alhambra recién reconquistada, Fernando de Aragón e Isabel de Castilla firmaron el Edicto general de expulsión de los hebreos de sus Reinos una extraña dialéctica de amor odio, de atracción-repulsión, ha parecido presidir las relaciones entre España y el pueblo judío. La obsesión por la ortodoxia religiosa, el culto a la limpieza de sangre, no fueron sólo cosa de Torquemada y Felipe II, sino que impregnaron profundamente a la sociedad española. El concepto orgulloso de "cristiano viejo", el apelativo de "marranos" puesto a los judeoconversos o el fenómeno de los xuetes mallorquines, discriminados casi hasta nuestro días a causa de su origen hebraico, son ejemplos de hasta qué punto el antisemitism'o de matriz religiosa arraigó en el tejido social hispano.
En todo caso, la "eficacia" exterminadora o disuasoria de la Inquisición convirtió el problema judío, a partir del siglo XVII, en un problema meramente teórico. Mientras figuras intelectuales he breas como Baruch Spinoza o Uriel da Costa evidenciaban por Europa su hispanidad profunda, y los descendientes de los expulsados de 1492, dispersos por toda la cuenca del Mediterráneo, conservaban con devoción la lengua castellana y hasta las llaves de sus hogares en Sefarad, España era un Estado limpio de judíos. Si, ocasionalmente, algún gobernante voluntarioso -Olivares, bajo Felipe IV, o Pedro Varela, en tiempos de Carlos IV- sugería la conveniencia de readmitir algunos judíos como factor estimulante de la maltrecha economía, el rechazo general ahogaba tales proyectos.
De hecho, la derogación de las viejas prohibiciones, la desaparición de los antiguos prejuicios antijudíos, sólo podía venir del brazo de la revolución liberal, y ésta fue, en la España del siglo XIX, entrecortada y frágil. Con todo, los grupos políticos progresistas acabaron por intuir que la causa de la libertad en este país tenía una deuda moral secular con el pueblo de Israel, y así el republicano Castelar se levantó, en las Cortes Constituyentes de 1869, a rebatir las tesis antisemitas del canónigo integrista Manterola y a responsabilizar a la intolerancia católica del atraso material y moral de la España moderna: "Al quitarnos a los judíos nos habeis quitado infinidad de hombres que hubieran sido una gloria para la patria".
Desde esa época, y mientras pequeñas comunidades judías comenzaban á reconstruirse en territorio peninsular -406 individuos en 1877-, las izquierdas españolas, en sintonía con las de Europa occidental, no dejaron de mostrar su filosemitismo. A la vez, y gracias a las campañas del doctor Ángel Pulido, la opinión pública descubría el "sefardisino", la increíble fidelidad de los judíos de' origen hispano a sus raíces culturales, una fidelidad que el dictador Primo de Rivera "premiaría" en 1924 dándoles acceso a la nacionalidad española. -
La II República pudo ofrecer el terreno óptimo para el definitivo reencuentro. Con plena libertad religiosa, gobiernos simpatizantes e incluso una diputada hebrea sentada en las Cortes -Margarita Nelken, del grupo socialista-, el Estado español, y en particular Barcelona, se convirtieron en refugio de miles de fugitivos de la amenaza nazi, los cuales organizaron núcleos sionistas, mientras la prensa liberal y de izquierda seguía con manifiesto interés la reinstalación judía en Palestina.
La guerra civil de 1936 truncó el proceso de "normalización" -apenas esbozado. Por sus propias fuentes ideológicas, el primer franquismo no podía ser sino antisernita, al menos en el discurso teórico, y la decantación pro republicana de la gran mayoría de los hebreos españoles y de la opinión judía internacional permitió redondear la ecuación. "Comunistas, judíos y demás ralea", escribió Baroja.
»La dictadura del general Franco, pues, mantuvo una perceptible hostilidad teórica hacia el hecho judío -recuérdese la invocación al "contubernio judeo-masónicomarxista"- que no le impidió -siempre la dialéctica amorodio- salvar a algunas decenas de miles de judíos balcánicos de las cámaras de gas, ni tolerar el crecimiento de las comunidades hebreas en los años 50, 60 y 70, ni acoger a buen número de judíos norteafricanos tras la independencia de Marruecos.
La ruptura se mantuvo, sin embargo, a nivel formal, y halló su máximo exponente en el no reconocimiento de Israel. Hoy, al fin, el Gobierno español se ha decidido a dar este paso demasiadas veces aplazado y, con ello, a liquidar la última rémora franquista de su política exterior.
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