El eremita y su pena
Lo primero que hice nada más llegar al espantoso lugar -intransitable de trébedes y carne a rojo- fue preguntar por la pena que me había correspondido. Que. ría organizarme lo antes posible: ésa era la constante de mi vida. El método constituyó siempre el más firme respaldo contra ese dolor innumerable que habita en los mundos más nimios. Desde pequeño sentí que el sufrimiento es lo que identifica a la especie y, al cabo, la solidariza y confunde con torpes proyectos de comunidad.Organizarme lo antes posible, tal fue el íntimo motivo de mi pregunta y no esa honda soberbia con que los condenados indagan acerca de ellos mismos, so pretexto del crimen cometido y del pago correspondiente. ¡Cuánto les satisface la pena, con qué orgullo sufren su castigo de culpables eternos y desesperanzados!
Confieso, no obstante, la turbación de ser declarado huésped de los siete círculos por un tribunal de inmaculados seres mudos, que se limitó a señalar hacia abajo con su cesáreo pulgar. Pero la turbación se desvaneció y fue llegando, producto de la disciplina y de los años, la resignación -acabada y divina cosa que ahorra fútiles despliegues de energía. ¿Quién confía en encontrar fisuras en la elocuencia de un dios tan quedo?
Así que hasta que no estuve enfrentado a la, por así decir, rama ejecutiva del asunto, no abrí la boca. Descendido ya del todo, el encargado me miró de cabo a rabo, para contestar con indiferencia de oficinista eternal:
-Ya la verás.
¿Qué clase de respuesta era aquélla? ¿Acaso, pensaba que mi propósito se dirigía a trabar un poco de animada cháchara?
Salí al fin del desconcierto (usando del duro instrumento de la paciencia) y como además me repugnaba su aspecto chamusquino y su cabra pelambre, acabé por irme enseguida a un sitio que me indicaba con los cuernos.
Entré en la gruta. Todo estaba dispuesto como el día en que la abandoné por fuerza de la Intransigente. Coloqué unas hierbas celestes que tenía recogidas en el camino y guardadas en el forro del hábito, y me dispuse a preparar una infusión de menta y poleo cuyos sosiegos me convenían en esos instantes. Más tarde, a pesar de la incertidumbre, me entregaría a mi limpieza y a meditar en las últimas cosas sucedidas.
No ignoro que para otro cualquiera y en condiciones semejantes, todo orden se nutre de un absurdo y todo esfuerzo ha de orientarse a dejar las costumbres embarazosas. Pero en ese abandono, mi espíritu sería reemplazado por un vacío que no necesitaría de posteriores condenas.
Esperé a que declinara la luz para acostarme en el jergón y descansar hasta la hora primera antes del al6a. Fue espera equivocada. Allí no declinaba luz ninguna, siempre alimentada del insaciable fuego que ardía en el centro justo de todo y con proporciones incendiarias. Recapacité y concluí -no sin dirigir algún reproche a mi entendimiento- que era lo más lógico.
Me consolé pensando que si alcanzaba a organizarme i la vida eterna con la misma precisión que la perecedera, no sería tan fiero el león.
Cerré los ojos y me preparé para el sueño. Supuse que no soñaría cosas de interés aquí donde el porvenir está prefijado y el pasado no cuenta. Tampoco me complacería en la reparación de las fuerzas gastadas en el trajín del tiempo, pues no había empleo tal en el que, una vez entregado, se fatigara un espíritu puro.
Ya le agradecía su visita al sueño con estas y otras cavilaciones cuando, cosa rara, sentí el ritmo abultado, acuciante, de una respiración que me salía como de un costado, así, tan cerca, tan de mí mismo. Abrí los ojos, propendidos al espanto, y el sofoco se quedó de pronto en el recuerdo, cada vez más lejano y ya indivisable, cuando percibí de nuevo el espantoso resplandor que escurría la piedra cuarteada de la gruta.
Quería volver al reposo y espantar la fantasmagoría que me deparaba la primera noche en los abismos. No pude. Después del susto me vino un sin gobiemo, una mala irritación. Aquella cabra medio quemada tendría que escucharme. En esta creativa indignación pasé el insomnio y,- cuando hube decidido, pues no me quedaba sino decidirla, la entrada de la mañana, me fui ligero a tratar con aquel cabrito.
Con las mismas palabras, pero ya en un tono que las hacía distintas, le repetí la misma pregunta de la llegada. ¿No me miró igual? ¿No volvió a decirme con la misma indiferencia "ya lo verás"?
Ciertamente dijo:
-Ya lo verás.
Se me encendió el rostro (y no de la calor). De ninguna manera de la calor.
. -O me lo dice o no me muevo, aténgase, ni dejo de mirarle eso que lleva usted por rostro y que tanto hozar cuesta al gorrino.
Lo último que le vi fue una, llamémosle, sonrisa en que se retorcieron los colmillos. Una ventolera me devolvió a la gruta en un suspiro y me estampó en ella.
Tras la conmoción ni siquiera me molesté en las abluciones matutinas, tan ensimismado estaba en la enigmática respuesta del cornúpeta y en la enigmática experiencia del jergón.
Pasé su porción de tiempo. Volví a acostarme. Mi cabeza barajaba sólo las ganas de orden. Quizá el castigo consistiera en un martirio de nostalgia y una cabeza aspirando a lo que las manos no podían darle. Verdaderamente, hay infiernos que no pueden construir manos mortales.
Cerré los ojos. Y caí enseguida en el pozo de estrías circulares del sueño. En la caída, el sofoco, y en el sofoco, el ritmo de un aliento que se enroscaba como una espiral a la boca y al cuello. Con dedos tibios se deslizaba hasta la trampa del pecho y los muslos y se pegaba como un abrazo.
Poco antes de despertar, tal vez despierto, volví a escucharlo tan vivo que tendí la mano esperando un tropiezo de piel, o de pelo, o de senos. Nada. Nada táctil. Ni tampoco el continente de aquel aire prófugo.
Paseé como el que lo cree imprescindible para tomar su decisión. La lamia tendría su medida, su añagaza, y todo era encontrársela. Me acosté. No creí dormirme. Cuando se bajó el primer telón del sueño, seguía pensando que no podía dormir. Por eso, quizá, porque pensaba que estaba tan despierto como al principio, me pareció más real y verdadera aquella forma que tornó a descansar, invisible, exaltada, posesiva, en mi costado.
Suspiró, jadeó, ronroneó, quejó, arrulló, mimoseó. Encogido de temor, primero, y luego curioso, me fijé en que cosas tan dispares llevaban un fondo de oscura armonía y en que una voz se adivinaba tras ella. Me dejé llevar y no lo supe-, me metí y enlacé con el embrujo hasta temer no deshacerlo nunca y temer también perderlo para siempre. Temí perderlo, siendo ya su prisionero.
Como un alfarero al que la enfermedad seca los huesos y endurece el ondulante movimiento de sus manos y la fuerza de la desgracia hace olvidar su oficio, así olvidé yo mis hierbas y mixturas, la conciencia y su método, de mí írtismo me olvidé, para vivir sólo de aquella compañía y disolverme en una necesidad para la que mi cuerpo no tenía asiento, y en un amor mayor que el conocimiento donde tuvo mi imagináción su inhóspita morada.
Vacía se me figuró la pasada vida, frugales los sacrificios, absurdos los esfuerzos, angostas las pretensiones y deleznables las conquistas. Y aquel poderoso sinsentido me reducía y emborrachaba con un amor del que la pureza no puede dar cuenta, ni la locura, ni siquiera el deseo siempre insatisfecho.
Multipliqué la noche. No había más que el cerrar de los ojos y el deslizarse por el tobogán de la dulce compañía. Abracé el infinito por invisible que fuera y busqué hasta horadar la nada.
La eternidad no tiene pedazos y todo lo que sucede en ella puede llamarse eterno. De esa proporción creí que sería el amor alcanzado.
Ninguna sospecha cruzó la plenitud del tiempo, ninguna sombra, ni siquiera cuando el diablejo apareció en el estrecho contraluz de la gruta y su espeluznante carcajada fue difundida por el eco. Ni siquiera cuando, arrastrando el ensueño, conseguí alcanzarle por una de las pezuñas.
Permanecí a sus pies, aturdido e, indefenso como un insecto al que han puesto boca arriba. Ahora sí expresó su asco de reptil cuando dijo:
-Hoy conocerás tu castigo.
Cuando volví al lecho sentí frío. Más tarde supe que el frío es la premonición de los que van a quedarse solos, Me apreté en el jergón con siniestra certidumbre. Creí que había dormido y que había estado solo. Acaso me quedara despierto para siempre, pensando que dormía y que estaba solo.
Nadie volvió a respirar a mi lado, así, tan cerca que pareciera yo mismo. Y entonces comprendí algo que no quise explicar, que se ría insoportable como el fuego continuo. Y que todos los nombres que pudiera pronunciar no me devolverían lo que ya no era mío.
Fui al diablo y me tiré de bruces. Besé el suelo que pisaba. Le traté de rey de lo creado y de dueño de los vacíos del mundo. Rogué como no sabía que pudiera hacerse.
-Yaconoces tu castigo -me dijo con indiferencia.
Eso fue todo.
Tenía toda la eternidad para recordar y sólo el olvido me parecía monstruoso, porque era olvidar eternamente.
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