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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La RFA y la SDI

LA DECISIÓN del Gobierno de Bonn de abrir negociaciones con Washington para establecer un marco gubernamental a la participación de empresas y laboratorios de la República Federal de Alemania (RFA) en el magno proyecto norteamericano de la llamada guerra de las galaxias tiene una importancia política que no es posible disimular. Es cierto que por ahora se trata solamente de abrir unas negociaciones" con Washington, pero es evidente que detrás de esta decisión está el triunfo en el Gobierno de Kohl de la tendencia, encabezada por el propio canciller, de dar prioridad a la colaboración con EE UU sobre la otra tendencia, encabezada por el ministro de Asuntos Exteriores, Genscher, más preocupado por garantizar la cooperación franco-alemana occidental y la dimensión europea de la política de la RFA. Desde que el presidente Reagan, en marzo de 1983, lanzó su Iniciativa de Defensa Estratégica (SDI) en el espacio, las repercusiones en Europa han sido bastante contradictorias. Aparecieron diferencias muy visibles entre diversos Gobiernos: por un lado, los que, como Francia, opusieron una negativa clara; por otro, los que anunciaron una voluntad de estudiar el proyecto, con una predisposición favorable a las propuestas de EE UU. En este último caso se situó el Gobierno de Londres, que ya ha firmado hace unos días un acuerdo con Caspar Weinberger, y Bonn, si bien con ciertas discrepancias en el seno del Gabinete. La iniciativa Eureka del presidente Mitterrand, destinada a dotar a Europa de una capacidad propia de desarrollo -Y de competencia con EE UU y Japón- en el terreno de las tecnologías de vanguardia, incluidas las espaciales, pero con fines civiles, pareció superar esas grietas que la SDI había abierto en Europa. Se estableció así una especie de punto de encuentro entre los Gobiernos de nuestro continente en torno a dicho proyecto, y ciertas realizaciones concretas se han puesto en marcha. Pero EE UU no podía renunciar a una participación europea en la SDI. Ante todo, por la razón política fundamental de que, en un plazo más o menos largo, ello hubiese significado el despliegue de dos estrategias diferentes, una dentro de la OTAN y otra al otro lado del Atlántico. Al mismo tiempo, no se puede olvidar que el debate en EE UU sobre la SDI sigue siendo muy vivo y que sectores influyentes en el mundo empresarial y científico, incluso en círculos próximos de la Administración, tienen profundas reservas sobre la viabilidad de estos planes de defensa, presentados con mucha retórica en los discursos de Reagan. Los acuerdos no ya con empresas, sino con Gobiernos europeos, son por ello una carta política en la que está muy interesada la Administración de Reagan, incluso con fines interiores. Es evidente que, al negociar con Washington acuerdos gubernamentales sobre la participación en la SDI, Londres y Bonn buscan ciertas concesiones que garanticen a sus países obtener ventajas sustanciales -en lo económico y sobre todo en el terreno tecnológico- como consecuencia de la participación en un proyecto que, independientemente de sus fines militares, implica un esfuerzo gigantesco de desarrollo científico. Sin embargo, la experiencia británica no es nada alentadora; el texto del acuerdo de Londres no ha sido publicado, pero se sabe que los británicos no han logrado la garantía de un camino de ida y vuelta en cuanto a los avances científicos y tecnológicos. Tampoco es probable que Bonn pueda alcanzar su objetivo de "un dominio específico" para la aportación alemana occidental. En realidad, EE UU ni puede ni está dispuesto a renunciar al control absoluto y a la dirección total de la SDI. Los europeos -empresas y laboratorios- participarán en la medida y en las formas que determinen los dirigentes norteamericanos. En el momento en que se están tomando en la CEE medidas encaminadas a lograr una mayor cohesión política en el marco de Europa occidental, la decisión de Bonn, después de la firma del acuerdo Weinberger-Hesseltine en Londres, suscita seria preocupación. Nos encontramos ante nuevos síntomas de la fragilidad de la construcción europea, sobre todo cuando Washington está interesado en imponer sus propias decisiones estratégicas. La idea de una cooperación estrecha entre París y Bonn sobre problemas de seguridad ha recibido un serio golpe, aunque las frases amables de la última entrevista Kohl-Mitterrand intenten disimularlo. En realidad, las diferencias de criterio que se perfilan en Europa en torno a la SDI indican concepciones distintas sobre el futuro de la propia Alianza Atlántica.

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