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De la piratería y otras perversiones electrónicas

Los recientes debates en torno a la autorización de la televisión privada, paralelos a otros sobre la protección de los derechos de autor, concurren en resaltar la gran paradoja cultural de nuestra era tecnológica y altamente consumista: facilitar la difusión de las obras puede atentar contra los intereses de sus autores e incluso aniquilar sus fuentes de producción. En efecto, la democratización, eficacia, miniaturización y abaratamiento de los medios técnicos de reproducción (fotocopiadora, grabadora magnética, magnetoscopio) favorecen al público, al permitirle obtener copias de los productos originales sin comprarlos, pero perjudican gravemente al productor y al autor del mensaje. Es sabido que la industria editorial de libros de texto está malherida a causa de las fotocopiadoras, a las que son tan adictos los estudiantes, mientras se asegura que la industria discográfica podría llegar a quebrar debido a las grabaciones piratas de música comercial. Hace unos años se constató que el declive de las ventas en este sector tenía exactamente la misma magnitud que el incremento de venta de cintas de audio vírgenes. El dato no puede ser más elocuente.El desequilibrio entre los canales de reproducción y las fuentes de producción es especialmente llamativo en el caso de la televisión con respecto a la producción cinematográfica. Las películas cinematográficas producidas para ser exhibidas en salas constituyen en todos los países, como es notorio, el segmento más exitoso de la programación televisiva. En Estados Unidos, las cadenas de televisión por cable que tienen mayores audiencias son las que emiten películas cinematográficas: Home Box Office, Showtime y Movie Channel. En Europa se estima que el 90% de las grabaciones de programas televisivos efectuadas por magnetoscopios domésticos corresponden a películas de cine. El que los programas de televisión de mayor audiencia sean las películas realizadas para el cine -sobre todo las viejas películas del viejo cine-, con mayor permisividad, ambición y medios que la programación específicamente televisiva (telefilmes incluidos), constituye un fenómeno paradójico en el que la televisión se niega a sí misma, mostrando la superioridad artística y popular de otro medio audiovisual rival y más duro, menos prisionero de tutelas morales, ideológicas e industriales, pero hoy en franco declive en su mercado original. Gran paradoja de la televisión: su conservadurismo, modelado por presiones endógenas y exógenas, pone de relieve la vitalidad y creatividad artística de su rival comercial, el cine, a cuya industria está asfixiando inexorable precisamente con el gran éxito popular de las películas que transmite hasta los hogares y que roban espectadores a las salas públicas de cine. De tal modo que el triunfo del cine televisado acabará por asesinar a la industria del cine tradicional, matando así a la gallina de los huevos cinematográficos de oro.

Este desequilibrio entre canales de reproducción y fuentes de producción ha resultado especialmente trágico para el hoy agonizante cine italiano. En el momento de máxima euforia televisiva, hace tres años, se estimaba que el conjunto de emisoras privadas locales y el organismo estatal RadiotelevIsione Italiana difundían en total 2.000 filmes de largo metraje diarios sobre el territorio italiano. A pesar de que las copias eran con frecuencia copias piratas de pésima calidad, la devastación de las salas ha sido apocalíptica, pues la calidad de la imagen es una

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consideración técnica de escaso peso para la mayoría del público frente a las ventajas de la gratuidad y de la fruición doméstica. Hoy día, el gran cine italiano ya no existe, salvo en sus viejos filmes añorados que vemos en nuestros televisores y que resucitan los nombrers de Gassman, Sordi, Visconti, Pasolini o Rossellini.

Este fenómeno está destinado a agigantarse con el tiempo. Un informe presentado en 1983 por una comisión de la Comunidad Económica Europea al Parlamento Europeo indicaba que la expansión previsible de la red televisiva europea -por vía hertziana, cable y satélite- requería a finales de esta década en los países de Europa occidental de un millón a un millón y medio de horas de transmisión anuales, de las cuales 500.000 horas estarían dedicadas a ficción narrativa. Considerando que la producción cinematográfica actual europea de ficción narrativa no alcanza las 1.500 horas diarias, resulta evidente que esta fosa abismal entre necesidad de programación y producción efectiva tendrá dos consecuencias: un dominio aplastante de las producciones norteamericanas (incluidos sus subproductos de serie B a Z) y una baja drástica de los niveles de exigencia y de calidad en la prográmación. Esto es exactamente lo que ha ocurrido en el llamado laboratorio audiovisual italiano.

Favorecer la difusión y la reproducción cultural es una opción política que dificilmente puede ser criticada desde una perspectiva democrática. Pero favorecerla de un modo indiscriminado, como ocurre en todas las formas de piratería, puede asfixiar económicamente a los productores de las obras pirateadas, de modo que los piratas acabarían por encontrarse sin nada digno de ser pirateado, por defunción de sus autores. El auge de las técnicas de reproducción audiovisual ha producido una especie de borrachera optimista en torno a la democratización del hardware, olvidándose muchas veces que el hardware ha de ser alimentado con software. Tenemos muchos cacharros audiovisuales, fabricados sobre todo en Japón y en Estados Unidos, pero tenemos muchos menos programas de los necesarios para alimentarlos con dignidad. Al fin y al cabo, los cacharros se pueden fabricar en serie en cadenas de montaje operadas ininterrumpidamente por robots. Pero los programas culturales son productos individualizados que requieren de un ingenio humano personalizado y que siguen produciéndose con métodos artesanales.

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