Alabanza de aldea
Ya en las fotos que sirven de fondo a los títulos de La fabricante de muñecas, la serie norteamericana de los lunes, se advierte un acento social, documental al menos; recuerdan esos hermosos testimonios de época que fueron las fotografías de Walker Evans sobre el lumpen rural del Gran Sur, encargadas en su día por la Administración norteamericana.Aquellos documentos gráficos y el espíritu que los hizo posibles respondían al estímulo oficial del new deal de Roosevelt, con su afán igualitario y regeneracionista. La acción de La fabricante de muñecas ocurre algo más tarde, en los años belicosos de la II Guerra Mundial, pero flota en la serie la misma intención. Un himno a las virtudes de la conciencia liberal, ecologista, antimaquinista y básicamente optimista que Jane Fonda propaga en algunas de sus películas y en muchas de sus actuaciones civiles.
Es una serie hecha a su imagen y para dar su imagen; para recalcarla. La tentación de Arcadia en la literatura y en todas las artes norteamericanas es fuerte y constante; el cine, naturalmente, la incorporó a su repertorio temático desde el principio y ahora es la televisión la que la difunde y a veces la machaca (como en los casos de bucolismo almibarado de La casa de la pradera y el reciente engendro Siete novias para siete hermanos).
Jane Fonda tiene en su biografía un turbulento pasado urbano: estudios de teatro en Nueva York, boda en París con un niño terrible talludito, experiencias cinematográficas de nueva ola blanda. Pero, como la campesina protagonista de la serie, la actriz renunció al tráfago de la gran ciudad y eligió la salud; un retiro dorado en California, mucha gimnasia y una batalla contra las deshumanizaciones de la sociedad archiindustrial. Ese sello aparece en películas como El síndrome de China y En el estanque dorado, donde no sólo era intérprete, sino coproductora, al igual que en la presente serie.
Un manifiesto
La fabricante de muñecas es también o, por tanto, un manifiesto. Gertie, madre esforzada que sueña en regresar a sus campos de Kentucky, aparece como un prototipo del self-help, esa creencia o apostolado tan estadounidense que proclama los valores del esfuerzo individual. Jane Fonda la encarna, pues, con convicción, y no es difícil adivinar lo que la sedujo en la novela sobre la que se basa esta dramatización: la metáfora de los muñecos de madera que una mujer inculta es capaz de hacer tan artísticamente. Aunque no quiero contarles el final, el desenlace, tras unas inevitables tragedias menores, centra su optimismo en el reconocimiento de esa labor natural y manual. Queda al criterio de los telespectadores maliciosos ver un paralelismo entre tallar troncos de roble y modelar el propio cuerpo a base de aerobic, actividad a la que la actriz se entrega últimamente con denuedo y no poco aprovechamiento comercial.Lo malo es que el resultado artístico de esta proclama no es muy bueno. Daniel Petrie, el realizador, es un veterano artesano de la industria hollywoodiense, tan versátil como poco brillante; su artesanía, aquí, es fabricada, y la serie parece hecha en serie. Jane Fonda ocupa en todo momento la pantalla, pero como no es una buena actriz nunca la llena. Veinte años después de su paso por la célebre academia de actores de Strasberg, la Fonda aún conserva los tics que los malos intérpretes formados en el Actor's Studio exhiben en superficie cuando no pueden profundizarlos, como hacían Montgomery Clift y James Dean. Aquí, como en todas sus películas, Jane Fonda, en vez de revelar agitación interna y mirada intensa, da la impresión de estar siempre muy aquejada de los nervios y tener una tendencia estrábica.
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