El sínodo, frente al Concilio
JUAN PABLO II inauguró ayer el sínodo extraordinario que reúne a los presidentes de las conferencias episcopales y a medio centenar más de prelados designados por sus cargos curiales o directamente por el Papa. Veinte años después del Concilio Vaticano II, esta reunión posee un gran significado para la vida de la Iglesia católica, y su influencia trasciende desde luego al ámbito estrictamente religioso. Algunos temen que los avances sociales experimentados por la Iglesia a partir del concilio sean revisados ahora como peligrosos.
El cardenal Ratzinger, prefecto del discaterio encargado de, vigilar la ortodoxia doctrinal católica, ha abierto un debate sobre los frutos, a su juicio más bien negativos, del Vaticano II. Expuso su razonamiento en su libro Rapporto sulla fede, que levantó una gran polvareda antes del pasado verano. El motivo era sencillo de entender: una autoridad tan próxima al Pontífice, se erigió en aquella ocasión en fiscal acusador de la autonomía doctrinal de las conferencias episcopales y de las interpretaciones "excesivamente positivas del mundo agnástico y ateo" que hacen los teólogos posconciliares. La postura de Ratzinger provocó respuestas de teólogos y obispos cualificados, que intentan defender lo que ya se conoce como espíritu del Vaticano II. Y el cardenal Koenig, durante 30 años arzobispo de Viena, hombre clave del Vaticano II, pionero del diálogo con los no cristianos y puente con los países del Este, ha salido ahora a capitanear estas posturas abiertamente enfrentadas con la rigidez de Ratzinger. Hace dos semanas, en un libro-entrevista, desvelaba la lucha sórdida que ya hubo que, librar fuera del aula conciliar contra la llamada por él "escuela romana", la curia tradicionalista y prepotente, que encuentra en las nuevas actitudes una forma de resurrección.
Wojtyla, ante el pleno del colegio cardenalicio y refiriéndose a la curia, harechazado la concepción de que ésta pueda ser un Gobierno paralelo y hasta su eventual función filtradora de la comunicación entre el Papa y el colegio episcopal. Pero el problema de fondo es teológico: el Concilio Vaticano I, en 1870, estableció la doctrina de la infalibilidad personal del Romano Pontífice. Se generó a partir de ahí una conciencia de soledad en la cabeza visible de la Iglesia, empeñado el Papa en decidir sobre cuestiones gravisimas para la Iglesia y para el mundo, y no siempre acertado en las soluciones. El Vaticano II trató de resolver, el problema subrayando el papel del papado como cabeza del colegio o cuerpo episcopal. Pero entre la cabeza y el tronco no caben segundos poderes. La infalibilidad no es extensible al funcionariado de la curia, sino únicamente compartida con todo el colegio de los obispos. Y las intervenciones curiales en materia doctrinal, sobre todo cuando desdicen de algunas de las conclusiones del último concilio, generan por eso resistencias notables por parte de los obispos.
Ante los intentos de Ratzinger de disminuir los poderes de las conferencias episcopales -fermento en muchos países del Tercer Mundo de las posiciones renovadoras, y aún revolucionarias, socialmente de la Iglesia-, Koenig responde que las conferencias, aunque no sean Parlamentos con poderes legislativos, ejercen la autoridad colegial querida por el último concilio. Pero la prepotencia de los curiales entre los episcopados, su tendencia a creerse ellos también infalibles y los procedimientos utilizados para acallar la voz de teólogos como Boff han puesto en entredicho el espíritu dialogante del Vaticano II y han echado una sombra de preocupación sobre el futuro de la libertad intelectual dentro de la Iglesia. Sobre la apertura a la modernidad, criticada también por Ratzinger, el cardenal Koenig afirma que la Iglesia contemplaba antes con terror .cualquier novedad de la historia; se sentía separada del mundo, al que miraba como un mal. Eso fue corregido por el Concilio Vaticano II, y tratar de recortar esa apertura con el mundo equivaldría a redimensionar el espíritu del mismo.
El Papa ha preferido no entrar en materia en la homilía de ayer, Oomingo, pero el mismo tono de su discurso fue preconciliar, y no tuvo el tono dialogante que algunos esperaban. Los 15 días que durará el sínodo son un tiempo escaso para que de los debates pueda dilucidarse algo definitivamente nuevo. Pero si peligra el espíritu del Vaticano II, muchas cosas peligran: nunca como en aquella ocasión ha sentido la Iglesia católica la necesidad de acercarse, de-penetrar y de servir a la sociedad. Los vientos de involución son por eso preocupantes.
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