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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Manifestaciones policiales

LA CONVOCATORIA de diversos sindicatos policiales contra el proyecto de ley de Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado ha obtenido una notable respuesta entre los miembros de la Policía Nacional y la Policía Municipal. La estrategia de negociación del Ministerio del Interior en los tratos con sus funcionarios ha logrado romper la unidad de acción de los sindicatos y descolgar de la protesta en la calle a los representantes del Cuerpo Superior de Policía. En cualquier caso, las manifestaciones realizadas en Barcelona, en Madrid y en otras ciudades españolas por policías francos de servicio -sin uniforme y sin armas- han mostrado el malestar existente frente al proyecto de Barrionuevo.La circunstancia de que la Comisión de Justicia e Interior del Congreso de los Diputados comenzara precisamente ayer la discusión de las 659 enmiendas al proyecto de ley, presentadas por distintos grupos parlamentarios, confiere a esas manifestaciones callejeras el aire de una presión. En la protesta policial contra el proyecto de ley de Fuerzas y Cuerpos de Seguridad es preciso distinguir entre las reivindicaciones estrechamente corporativistas, eventualmente dirigidas a proteger -frente a la sociedad- los privilegios de los funcionarios policiales, y las críticas de mayor aliento, basadas en la voluntad de defender -frente a los altos cargos del Ministerio del Interior- el diseño de esa policía civil que la Constitución ordena y que nuestra estabilidad democrática necesita.

Dada la errática política del Ministerio del Interior durante los tres años pasados, las acusaciones dirigidas por el Gobierno socialista contra el presunto carácter corporativista de la protesta policial frente al proyecto de Barrionuevo deben ser recibidas a beneficio de inventario. Un ministro capaz de mantener contra viento y marea como director general de la Policía a Rafael del Río y como comisario de Información a Martínez Torres, reiteradamente denunciado por sus actuaciones durante los últimos años del franquismo, carece de la autoridad necesaria para que la opinión pública acepte sus veredictos bajo palabra. El desarrollo del debate parlamentario dará ocasión para comprobar si la mayoría socialista pretende de verdad modernizar la administración policial, en el sentido de acomodarla a los principios constitucionales, o aspira únicamente, tal y como el actual proyecto apunta, a perpetuar -y a reforzar incluso- el viejo modelo de una policía inspirada en una concepción militarista del órden público. Las conversaciones mantenidas por Felipe González con el lendakari Ardanza y las posiciones razonablemente críticas de otros Gobiernos autónomos dan fundamento para suponer que el exacerbado centralismo y el desmesurado ministerialismo del proyecto de ley será finalmente rectificado, a fin de garantizar a las policías autonómicas las competencias que sus respectivos estatutos les atribuyen. También cabe esperar que las policías municipales no sean condenadas -como el proyecto de ley anuncia- al papel de amables comparsas dignas de un sainete.

La gran incógnita continúa siendo, sin embargo, la voluntad de rectificación del Gobierno socialista en lo que respecta a la militarización más o menos encubierta de las fuerzas y cuerpos de ámbito estatal. La pugna sobre la prohibición del derecho de huelga -una cuestión más bien doctrinal, ya que ninguna ley ha conseguido en la historia impedir el desencadenamiento de huelgas en situaciones límites- podría ser solventada mediante una regulación precisa de mecanismos equitativos de arbitraje ante eventuales conflictos. También cabría liberar de sus actuales hipotecas nominalistas al debate sobre la definición de la nueva policía unificada como instituto armado de carácter civil, expresión contemplada con re celo por los sindicatos policiales sólo por sus eventuales implicaciones militaristas. La evidente insuficiencia del tratamiento legal dado a la policía judicial tendría fáciles correctivos. La adecuación del régimen disciplinario a las garantías propias de un sistema democrático permitiría conciliar las necesidades funcionales de jerarquía con los derechos sindicales. Ni siquiera parece imposible que las Cortes Generales acaben con la práctica de que los oficiales del Ejército puedan recorrer el camino de ida y vuelta entre las fuerzas de seguridad (estatales, autonómicas o municipales) y las Fuerzas Armadas.

Más difícil parece, en cambio, una rectificación sustancial del Gobierno socialista en lo que se refiere al papel preponderante de la Guardia Civil (definida como instituto armado de carácter militar y descrita simultánea y contradictoriamente como cuerpo de seguridad y como fuerza armada) dentro del aparato del Estado y a su doble dependencia teórica (encubridora de una autonomía práctica) de los ministros de Interior y de Defensa. Tanto en este terreno como en la regulación de los derechos sindicales policiales, resulta asombroso el cambio -nunca mejor dicho- sufrido en las formas de enjuiciar los problemas de la seguridad ciudadana por quienes ahora están al frente del Gobierno. Se puede entender que los gobernantes socialistas retrocedan con prudencia ante las resistencias de la realidad o renuncien por convencimiento racional a las secciones ideológicas de su programa, pero no resulta fácil encontrar las justificaciones de que su política de reorganización del aparato policial y de atribución de competencias a la Guardia Civil marque un paso atrás cuando se la compara con los proyectos de Martín Villa y Juan José Rosón.

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