Premios póstumos
LA CONCESIÓN del Premio Nacional de Literatura a Joan Vinyoli por su libro póstumo Passeig d'aniversari alegrará, sin duda, a los conocedores de la obra de este excelente poeta. Con sus traducciones de Rilke al catalán, Vinyoli no sólo consiguió unas versiones que se encuentran entre las mejores de cualquier lengua, sino que moldeó él mismo su voz poética. Su obra, tan extraordinaria como minoritaria, halló en su libro póstumo la culminación más espléndida, precisamente a pocos pasos de la muerte. El escaso conocimiento de la poesía catalana contemporánea fuera de su ámbito lingüístico, que concentró todos los nombres en uno sólo -Salvador Espriu- durante muchos años y que descubrió luego a otro -J. V. Foix- gracias al Premio de las Letras Españolas, encuentra en la obra de Vinyoli un buen mentís a las visiones parciales, reduccionistas y minimizadoras de la cultura catalana de nuestros días.No deja de ser sin embargo, una ironía que un premio como éste se conceda a un escritor ya fallecido. Y más cuando se trata -tanto en este caso como en el de Manuel Sacristán, otro candidato a ese mismo premio recientemente desaparecido- de creadores intelectuales nada susceptibles a los halagos del dinero y de la fama, y al mismo tiempo nada perseguidos por ella y por el reconocimiento de sus semejantes cuando podían recibirlo personalmente. Es cierto que las bases del concurso establecen que el galardón recaiga sobre un libro, pero un libro es siempre obra de alguien, y el sentido común -que es lo menos que se puede solicitar en estos casos- invita a que los premios sirvan de reconocimiento social para alguien que pueda disfrutar de él. La posibilidad. de premiar a un escritor muerto crea las condiciones administrativas para el absurdo y el despropósito: ¿quién le puede negar ahora el Nacional de Literatura a Valle-Inclán o a García Lorca por sus inéditos descubiertos, o quién sabe si a un escritor del Siglo de Oro del que se desvelara una novedad oculta por los archivos de la historia? Cuando además se trata de creadores que realizaron su obra en soledad, y sufrieron esa soledad, premiar a un muerto es una agresión a la lógica y a la propia memoria del premiado.
Joan Vinyoli merecía un Premio Nacional de Literatura mientras vivía. Éste es, sin embargo, el tercer reconocimiento que su tarea poética recibe de distintas administraciones públicas sólo después de su muerte. Los administradores de la cultura, tan acostumbrados a rendir homenaje a los muertos y tan poco dispuestos a proporcionar ayudas efectivas al trabajo difícil y no reconocido de los vivos, deberían meditar sobre tamaña injusticia, que no se repara, antes bien se ridiculiza, con estos homenajes córpore sepulto.
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