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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La huelga de los controladores

LA HUELGA que han protagonizado los controladores aéreos de Madrid y Canarias en estos dos días y sus efectos sobre un servicio como el del tráfico aéreo deben hacer reflexionar, cuando menos, sobre la responsabilidad y madurez con que las organizaciones sindicales o profesionales hacen uso de sus facultades de presión. Que por la acción reivindicativa de un colectivo de 229 personas se produzca la anulación de más de 100 vuelos nacionales, la pérdida de más de 100 millones de pesetas sólo en las compañías españolas y queden al fin afectadas más de 11.000 personas en viajes domésticos, es a todas luces desproporcionado. Y ello sin mencionar las múltiples repercusiones en todos estos capítulos para las compañías extranjeras obligadas a sobrevolar nuestro espacio aéreo.Independientemente de la razón que pueda haber en las reivindicaciones de los controladores, les va a ser muy difícil convencer a la sociedad de la imposibilidad de elegir medidas menos onerosas para los demás cuando pretenden defender sus intereses. Nadie niega que el trabajo de un controlador exige un grado de especialización y dedicación que puede justificar mejores sueldos; y quizá muy pocos nieguen el derecho de cualquier trabajador a utilizar el recurso a la huelga cuando la vía del diálogo está agotada. Pero en una primera aproximación no parece razonable que sean los controladores -colectivo no incluido precisamente entre los que soportan peores condiciones de trabajo y menores sueldos- quienes planteen subidas salariales del 60% y del 75%, para pasar de las 130.000 pesetas netas mensuales a las 230.000. Por justas que sean sus peticiones, no dejan de chocar con la realidad de un país cuya masa de trabajadores ha aceptado, mal que bien, incrementos salariales que en muy pocos casos superaron el 8%. La huelga, por tanto, atendiendo a sus inseparables consecuencias sobre la población viajera y sobre el dinero de todos los españoles, no es fácil que pueda aceptarse con simpatía.

Más aún, se trata de una huelga molesta para la población civil, pero de añadidura es una huelga con truco. Efectivamente, gracias a la aplicación oficial de los servicios mínimos, que se pone en marcha el día en que está convocado el paro, los controladores pueden conseguir el efecto de trastornar la normalidad aun presentándose al trabajo. Se produce así la paradoja de que, aun estando prácticamente incorporada al trabajo la totalidad de la plantilla, los servicios, regidos por la normativa legal de "mínimos", reducen el servicio habitual en un cincuenta por ciento. El controlador no incluido en esa dotación laboral obligatoria puede encontrarse en su puesto, no ser además privado del salario del día de huelga y, sin embargo, haber logrado la presión que buscaba sin arriesgar nada. Basta, pues, que en el caso de los controladores aéreos se anuncie la huelga, y sólo se anuncie, para lograr el efecto de la huelga. Poco importa después si efectivamente todos han decidido no holgar en ese día y fichar como esquiroles. De hecho, éste parece haber sido el caso del miércoles y previsiblemente de hoy mismo. Dos centenares de personas han causado una perturbación del tráfico aéreo y unas pérdidas de decenas de millones sin que ni siquiera se hayan molestado en cambiar sus hábitos de acudir al trabajo. Y. la grotesca estratagema puede repetirse los próximos días 18 y 19 con idéntico resultado: huelga sin huelguistas, pero con las consecuencias de un caos multiplicado en toda la geografía española.

Aunque sea dificil de explicar, la comisión que en la noche del martes fue a negociar con la Administración para soslayar la huelga no llevaba en realidad el mandato de desconvocarla aunque se hubiera alcanzado el acuerdo. Los controladores aéreos hacían así alarde de una prepotencia basada en que la programación de los servicios mínimos de estas características no se hace inmediatamente y contaban, pues, con la inercia de las medidas precautorias que la Administración debía adoptar anticipadamente. Mal gesto, pues, el de este colectivo que parece no valorar los costes que generan sus acciones sobre la ciudadanía. Para ellos, que son un pequeño colectivo, no habría sido tanto esfuerzo, caso de haber alcanzado un entendimiento con los representantes gubernamentales, haber telefoneado a los doscientos profesionales para comunicarles esa noche la anulación de la convocatoria de huelga. Y si de todos modos eso les habría de suponer un esfuerzo, parece que el incómodo no es en todo caso comparable al daño que podrían acarrear a miles de usuarios ajenos a sus disputas.

Finalmente, la cuestión que queda en el aire -o sobre la tierra- es la licitud de que cualquier colectivo, por reducido que sea, haga uso de sus derechos de reivindicación laboral aun a costa de repercusiones tan vastas y numéricamente desproporcionadas. ¿Tienen derecho dos centenares de profesionales a provocar un caos como el generado en todo conflicto que afecta al transporte aéreo? ¿No sería conveniente, a la vista de las desmesuras e incongruencias que se derivan de este caso, instrumentar una normativa adecuada que regule el ejercicio de la huelga en aquellos servicios que pueden provocar un grave daño a los intereses nacionales? Precedentes hay en otros países en donde la prepotencia que a los controladores presta su función encontró una respuesta igualmente prepotente. Sin necesidad de recurrir a ese extremo, cabe, sin embargo, afirmar que tanto la Administración, de un lado, como las organizaciones sindicales y profesionales, de otro, tienen ante sí la obligación de encontrar una solución a estos conflictos y, en cualquier caso, corregir de inmediato la rigidez e irresponsabilidad de sus decisiones.

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