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La peste

El mal apareció en el sur agrario y pobre de Estados Unidos en 1981. De los centros médicos de Atlanta (Georgia), donde hubo cuatro misteriosos casos, saltó a los de California, manifestando se de preferencia en San Francisco, y de ahí a la otra costa, a Nueva York. Las víctimas, todos varones, tenían en común la edad, rara vez menos de 25 años o más de la edad canónica, y una afición, habitual o esporádica, a la homosexualidad. También había drogadictos, de jeringa los más. No existía agente infeccioso conocido y no se habló de epidemia. Se dio la voz de alarma por que las víctimas caían atacadas por enfermedades de viejo o de cancerosos, o típicas de convalecientes de alguna dolencia grave, o de cirugía en gran escala, y morían, y mueren, privados de las defensas orgánicas abundantes, en la flor de la vida. Los primeros no alcanzaban a recuperarse de la clásica pulmonía de hospital antes de que los atacase un re pugnante cáncer de la piel, el sarcoma de Kaposi, o infecciones fungosas y ulceradas de la boca, el sexo o el ano, si no algún tipo de herpes violento. La muerte era, y es, lenta e inevitable. A veces la causaban otros males aún más horripilantes, y más de los animales que del hombre. Por entonces, el temor había ya desatado el prejuicio, y se habló de la epidemia gay. Mano dura con los homosexuales liberados junto con las mujeres en los sixties. Culminaba el latigazo contra ese período de apertura ideológica y social que empezó a liquidarse en serio allá por 1976, segundo centenario del país. Como las plagas bíblicas contra los egipcios, ésta azotaba a los maricones, quienes podían propagarla entre los buenos. De los narcómanos se hacía todavía caso omiso, pese a que la homosexualidad y las drogas figuran ahora entre las bestias negras de los hippies. El fundamentalismo endémico y normal antes de la Administración de Reagan se exacerbó con la irrupción de la Moral Majority y la constante ascendencia de la bien establecida Liga Anti-Difamatoria de los Hijos de la Alianza (B'nai B'rith). Jerry Falwell había reemplazado a Billy Graham. La televisión difundió la imagen y la oratoria de este Rasputín sin barba, rollizo, quien, con Iglesia propia y Universidad ídem (Liberty University), plantó a Sodoma y Gomorra en el centro de la retórica reaccionaria. De ahí saltaron las ciudades bíblicas a la cháchara estridente de los barrios, las barras de los guetos negro e hispánico, y a la de los colegiales de las escuelas respetables y menos respetables.

Dos años después de que se dio la señal de alarma, a finales de 1978, el regidor Dan White asesinó al alcalde de San Francisco, George Moscone, y a otro regidor, Harvey Milk. White, un ex marine contrario a las conquistas cívicas de los gays de Castro Street, el gueto homosexual de la ciudad, había renunciado, días antes, a su cargo, muy posiblemente cierto de que el alcalde rechazaría la renuncia, y cometió el doble crimen cuando aquél se negó a reincorporarlo al Ayuntamiento. Ambos funcionarios cayeron baleados en sus respectivas oficinas de la alcaldía, y al confeso White se le procesó por homicidio premeditado. La defensa no tardó en diluir el cargo alegando tensión extrema agravada por una dieta de Hostess Twinkies, un pastel barato y hecho a máquina que consumen generalmente los chavales y los niños. Los diarios predijeron un castigo leve y el jurado le dio a White, hombre joven, cinco años de cárcel. Enardecidos por el fallo, los gays de Castro Street y su! simpatizantes organizaron protestas callejeras. Una concentración nocturna con antorchas frente a la alcaldía degeneró en revuelta con incendios de coches policiales, heridos y arrestos a granel. Dan White quedó en libertad el año pasado en me dio de nuevas protestas, debilita das por la aparición del síndrome de inmunodeficiencia adquirido. El alcalde ultimado era hombre de familia, y sin otra tacha que su catolicismo y el apoyo del electorado gay. Harvey Milk, liberal y judío, era el primer regidor homosexual de San Francisco. Para las mentalidades archiconservadoras que dominan la nación desde el remezón de los sixties, había sonado la hora de reparar en el Oeste el daño moral causado por los hippies, y el SIDA se prestó admirablemente para ceñirse el ropaje de la muerte negra aunque le faltara el cortejo de ratas que tuvo la que la acompañó a Occidente desde Constantinopla, en 1307.

La aparición de la peste en Francia, por siglos el país del amour que puede decir su nombre, pareció injusta hasta que se pidió tener presente que París es la Meca del turista angloamericano, sea tipo jet-set o charter flight. Así, volvió a ser tópico candente el vice americain. Con su habitual sentido práctico, la nación movilizó a sus sabios. En la primavera de 1983, el doctor Luc Montagnier aisló el virus del SIDA. Al año siguiente, al cabo de otras valiosas investigaciones europeas, el doctor Robert Gallo, del Instituto Nacional del Cáncer, ratificó el hallazgo francés y anunció la producción artificial del virus en grandes cantidades. Margaret Heckler, la ministra de Salubridad y Servicios Humanos, proclamó "un milagro más que añadir a la luenga lista de la medicina y la ciencia angloamericanas". Tal vez la haya inspirado la caldeada retórica de su tocaya y homóloga del Reino Unido.

La reciente clarinada del Olimpo -el SIDA ataca a Rock Hudson- cambió momentáneamente el panorama. Reagan rezó por el divo acosado en los diarios del mundo, y a manos llenas la nación le brindó a Rock la compasión que le viene negando hace cuatro años a los gays del montón. La peste y la vida privada del actor, en Hollywood secreto a voces, hicieron gran noticia. El actor, hombre discreto, convirtió su peripecia en Potosí de los pasquines y aceptó la exhibición televisada de su otoñal apostura asolada por el mal para tonificar los escasos fondos que combaten la plaga. Porque hasta que el SIDA no apareció en la cuna histriónica y política del presidente, no había en la actitud del público cambio de importancia. Ni siquiera saber que lo transmite al hombre un simio africano a quien no afecta, y que es endémico en el África central, y en Uganda, Kenia y Tanzania, donde ataca a hombres y mujeres por igual; o que en los centros académicos y en los urbanos más tolerados del gay life style (estilo de vida alegre), como San Francisco, Los Ángeles y Nueva York, se trata de educar al público para que se exponga a la peste lo menos posible, mientras los municipios discuten sobre la decencia de tal proceder. Las normas más difundidas vienen de la AIDS Foundation, con sede en San Francisco, que, siguiendo pautas médicas, describe la conducta sexual inofensiva: el abrazo, los masajes, el beso común y la masturbación recíproca. Permisible pero más arriesgado es el beso a boca abierta (French kiss), y, en general, todo contacto carnal que llegue a la eyaculación sin cortapisas: el semen puede albergar el virus. Lo que más intranquiliza al público anglo-americano en estos momentos es el bisexualismo, puesto que existe alrededor de un millón de compatriotas que llevan el mal en la sangre como el mono africano: sin padecer síntoma alguno, y ni siquiera se sabe si son o no bisexuales, y unos 100.000 (10 por cada enfermo del SIDA) que llevan sufriendo síntomas iniciales mínimos: pérdidas de peso, algún ganglio sublevado, fiebrecilla sin termómetro o simple malestar. Éstos podrían desarrollar el mal en un plazo de cinco años o simplemente librarse. Todo dependería de la vida que lleven mientras estén en capilla.

Entre tanto, el pánico, silencioso, cunde hasta en los hospitales, esparcido a veces por las mismas enfermeras. No faltan las que suelen tratar a las víctimas del, SIDA como si fueran leprosos. En los restaurantes pierde terreno el personal transeúnte, en especial los camareros jovenes y guapos. Los solteros despliegan cada vez con más frecuencia argolla o anillo vagamente matrimonial ante la clientela que ojea antes que el menú al mozo. Los negocios más perjudicados por la peste son los cafés íntimos y las fondas chic de Castro Street, famosos entre turistas y los mundanos elegantes de San Francisco y sus barrios caros. Van quedando reducidos a una clientela gay que se va tornando, para aquellos swingers, de exótica en siniestra, y que rara vez es rica. También son afectados los que buscan trabajo, sobre todo de oficina. Hay firmas que prefieren a los que se presentan con certificado de limpieza de sangre, y otras que lo exigen. Sufren menos los baños turcos, saunas y gimnasios de reputación dudosa. Focos notorios de infección la mayoría, son ahora menos concurridos, pero siguen abiertos, aunque la autoridad haya clausurado hasta con clavo y martillo la entrada a los retretes de algunos parques. Son estructuras pequeñas que no dejan de traer a la mente lo que pudieron ser las mínimas moradas de los infectados en Florencia o en Amsterdam, o quizá en esa Granada de Ibn Jatib, el médico que prohibió tocar la ropa, enseres y adornos de los que sucumbían al tifo de Oriente en la Europa del siglo XIV, convencido de que la muerte negra no venía derecha del cielo.

El último estallido de la plaga aquella, en 1878-1879, a orillas del Volga, no salió de Rusia. Tampoco ha desaparecido. Todavía la propagan en Asia las pulgas de las ratas infectadas. Más democrática que el SIDA, no hace distinciones de sexo ni exige contactos íntimos entre los seres humanos: basta con que los favorezca el insecto. Se comporta como el SIDA del África central o el de la parte de la Hispaniola (Haití), donde también lo contraen hombres y mujeres, aunque, en opinión de algunos, altere el cuadro allí la presencia de varones bisexuales. La aparición del flagelo en la Florida, que cuenta con el porcentaje récord del país en Belle Glade, un pueblo de 19.000 habitantes y más de 46 víctimas, añadida a sus actividades centroamericanas y en África, empieza a alarmar a las grandes democracias industriales: África o Latinoamérica podrían convertirse en el Oriente de angloamérica o de Europa; y se habla de miseria y mugre, factores de la promiscuidad sexual, sin tomar todavía en cuenta el papel que desempeñan las naciones dirigentes en la perpetuación del desequilibrio alimentario y sanitario del mundo; y menos que el desperdicio nuclear producido sin cesar por ellas -pese a no ser visible ni reconocidamente aromático- es más permanente y más fatal que el del Tercer Mundo. AIDS, la sigla anglosajona del SIDA, es el plural de aid, ayuda, eufemismo que se aplica a los préstamos bancarios que les proporcionan, además de material bélico de empleo previsto, el mínimo pan de hoy que sólo puede fomentar el hambre de mañana, y, de ser justificados sus temores, la peste que por fin empieza a alarmarles. Pero también es posible que esas oportunas intervenciones político-militares que empezaron en la América nuestra por 1910 evitaran esa teórica pero temida propagación del AIDS en Latinoamérica: Pinochet mantiene Chile limpio como una patena.

Podría ser que el SIDA fuese la más reciente versión de esa plaga múltiple que Yahvé desató en Egipto para que el faraón liberase a los hijos de la alianza. La de las bubas, una de las últimas, fue la que Dios escogió para seguir castigando en gran escala la maldad de los hombres hasta el siglo XIX. El frenético virus, que no sirve la causa de mal alguno, le abre las puertas a todas las enfermedades colonizando los linfocitos y multiplicándose hasta aniquilar la célula defensora y desaparecer con ella demasiado tarde: por entonces, una o más de las enfermedades que atacaron a su víctima han arruinado órganos vitales más allá de toda posible recuperación.

El virus se multiplica con una rapidez 1.000 veces mayor que la de cualquier otro competidor, según se ha descubierto en Harvard. Esta diabólica característica explica la rapidez de la propagación y los efectos fulminantes del SIDA.

A pesar de las descripciones y constatationes de una ciencia tan impotente ante la nueva plaga como ante el cáncer, se llega a sospechar que la raíz del mal se oculta en la confusa mente del hombre contemporáneo, más y más extraviado por los espejismos de sus poderes sobre una naturaleza que se deja describir y medir, al parecer, haciendo caso omiso de los abusos de la supertecnología (high tech) industrial y bélica, y convirtiendo la ecología en una voz en el desierto o un oficio de pícaros y ociosos. Porque no deja de llamar la atención que el país más azotado por el SIDA / AIDS sea el más poderoso del planeta: el que partió el átomo fuera de los laboratorios y desencadenó el primer holocausto nuclear; el que se apronta para llevar sus guerras a los espacios estelares, y que no son las guerras de Hollywood, aunque sean el sueño dorado de Ronald Reagan, su presidente; y más extraña todavía recordando que el síndrome de inmunodeficiencia adquirido sea endémico en África central y se haya entronizado en Haití, cuya población negra y mulata repite el subdesarrollo africano. Y que en Europa, la nación singularizada por el mal sea una de las más prósperas y desarrolladas del continente, de cultura especialmente adversa a las ambigúedades del sexo, sin que, la preferencia económicamente favorable que ledispensa el turista estadounidense sea explicación suficiente para lo que resulta contradictorio en su situación.

Parece igualmente paradójico la de Belle Glade, el pueblecito de Florida y en el pais sede del SIDA, puesto que siendo tan chico y a trasmano, será, como los que lo son en California o Nueva York (New York State), infierno grande para todo gay que no lo sea de tapada (closet gay) y, por tanto, ese gran porcentaje de sidosos estará distribuido entre ambos sexos y variadas persuasiones sexuales.

En buenas cuentas, sea la causa central de la peste la miseria y la cochambre o los prejuicios que se han ido petrificando en torno al sexo en dente desde que el imperio romano desvirtuó, aun antes de cristianizarse, la civilización que le sirvió de modelo, el SIDA siembra la muerte y la cizaña en las mayores concentraciones de riqueza y miseria del mundo. Los extremos a que van llegando la desorientación y el desequilibrio ético en el hombre de Occidente bien podrían ser la causa única de la peste.

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