Historias de un detective de hotel
El cliente no debe enterarse de que puede estar rodeado de espías, rateros, estafadores y juerguistas
Garantizar la seguridad en un hotel de lujo que tiene 500 empleados y 1.200 camas es tan complejo como servir en su punto souflé Alaska a cientos de comensales. El encargado de evitar robos, ahuyentar estafadores y amortiguar el ruido de las juergas, el detective de hotel que dicen los norteamericanos o el responsable de seguridad como prefieren llamarse los españoles, ha de ser sutil como un felino, elegante como un millonario de toda la vida y tenaz como un perro de presa. En este reportaje, un profesional de un hotel de cinco estrellas de la parte alta de Madrid cuenta en primera persona algunas de sus historias.
No fui yo el que descubrió a Gino Rossi o como se llamara en realidad aquel agente de la CIA. Yo le entregué a la policía española, pero fue una camarera del hotel la que levantó la liebre. La chica estaba limpiando una habitación cuando encontró un cable muy extraño. Salió disparada y avisó a la gobernanta. A partir de ahí, intervine yo.Eso pasó en febrero del año pasado y fue muy fácil. Sólo tuve que seguir, el hilo y llegar al ovillo, una maleta con extraños aparatos que el supuesto Rossi había colocado encima de un mueble. Retuve al tipo y avisé a la policía.
Aquel agente norteamericano era un chapuzas. Según supe luego, investigaba a unos surafricanos albergados en una pieza próxima; una cuestión de tráfico de armas o algo así. Salió bien parado de la historia: volvió a su base, y aquí no pasó nada. ¿Ha seguido usted el asunto de los espías franceses que sabotearon el barco ecologista? ¿No tiene la impresión de que los agentes secretos sólo actuan bien en las películas de James Bond?
Usted se empeña en llamarme detective del hotel porque ha visto muchas películas. En realidad yo soy un directivo de la empresa responsabilizado de las cuestiones de seguridad, el cobro de impagados y otros asuntos que requieren mano firme en guante de seda. Sí, todos los problemas delicados pasan por mi despacho; pero para espantar gitanas el hotel cuenta con guardas jurados de paisano. Si está usted en el negocio de las investigaciones, los habrá detectado en el vestíbulo.
La seguridad en un hotel de cinco estrellas es un asunto complicado. Aquí han dormido Simone Weil, Giscard D'Estaing, Bettino Craxi, Jacques Delors, Omar Shariff, Tony Curtis, Orson Welles, David Niven, Sofía Loren y, yo qué se, muchos famosos. La verdad es que las personalidades traen sus propios guardaespaldas, y, en muchos casos, 186 días durante el año pasado, la policía protege este hotel como si fuera La Moncloa. No, al cliente normal, como le llama usted, no le molesta la presencia de la policía. Al contrario, le da seguridad y un cierto sentimiento de importancia.
Pero de todas maneras es un lío. Un hotel de cinco estrellas ha de funcionar como un, universo sin problemas aparentes. Aquí a nadie se le pregunta a qué viene, en qué trabaja, si está casado o soltero. Aquí nunca se habla en voz alta de dinero. Todo ha de ser silencioso y discreto, como el caminar por las moquetas que alfombran el. edificio. Y ese funcionamiento basado en la confianza, en el crédito que inspira un buen traje y un porte elegante, es el arma principal de los chorizos.
Las mías, ya las ve usted. Las muchas horas que me paso aquí, un chivato que me avisa de las llamadas telefónicas y los guardas jurados. Y si me permite el autobombo, tengo una buena memoria y soy un magnífico fisonomista. Nunca se me despinta una cara.
Cera y 'walkie-talkies'
Nuestro principal problema han sido hasta hace bien poco las ratas de hotel, los ladrones de habitaciones. Y no por motivos económicos sino de prestigio. Los he conocido artistas, como uno que se untaba la mano izquierda con mucha cera, pedía en conserjería la llave de una habitación cuyos ocupantes estaban fuera, se dirigía hacia el ascensor y regresaba enseguida, diciendo que se había equivocado. Entonces pedía su llave verdadera, sólo, que ya había logrado lo que buscaba, un molde.En los Mundiales de 1982, las ratas incorporaron nuevas técnicas. Descubrimos a un grupo de sudamericanos que usaban walkietalkies en el hotel. Uno se situaba, en el bar y controlaba las entradas y salidas del cliente que tenían fichado. Cuando éste comía o tomaba unas copas, le desvalijaban la habitación. Nunca podían ser sorprendidos. En cuanto la víctima hacía algún movimiento que permitía sospechar que regresaba al cuarto, el del bar avisaba por walkie-talkie a los desvalijadores. Había entonces tanta policía en el hotel que no era muy extrañó Ver a aquellos sujetos con sus aparatos.
El problema de los robos, ya le dije, está solucionado. Hemos instalado en todas las piezas puertas blindadas, cerraduras que se abren con tarjeta magnética y cajas fuertes con combinación exclusiva. Ha costado mucho dinero, pero nuestro prestigio es nuestro principal capital.
Ha tardado usted en preguntarme por ellos. No, ya no existe el jeque árabe que regala relojes Rolex de oro a todos los empleados. Pero a pesar de eso, el jeque sigue siendo un cliente fenomenal: nunca viene solo, no discute los precios, coge toda la planta superior para sí y su séquito, ordena que los ascensores se bloqueen. en la anterior y pide que se le instale un bufé permanente con maitre y camareros. Si se va a Marbella, por una semana o más, deja pagadas las suites, por no tomarse la molestia de empaquetar. En fin, un cliente estupendo. El problema es cómo deja las estancias: un revoltijo de ropas, botellas y restos de comida.
El control de la gente alegre es una de mis tareas. Me acuerdo de una vez en que ví a un montón de norteamericanos descalzos en el vestíbulo. Me contaron que la noche anterior habían dejado los zapatos a la puerta de sus habitaciones, para que se los limpiaran. A la mañana siguiente no había ni uno. Busqué y los encontré en la piscina. ¿Cómo habían llegado allí? Averiguar eso fue fácil: unos escandinavos que regresaban borrachos de una fiesta eran los autores de la broma.
He visto de todo en los años que llevó aquí. Un cliente argentino que se decía primo del Rey y tenía por costumbre ponerse un pitillo en la boca y chasquear los dedos, a la espera de que algún empleado le diera lumbre. Resultó ser un falsario. O una convención judía interrumpida porque en el aparcamiento había un furgón funerario con matrícula de Vitoria, sin nada ni nadie a bordo, salvo un ataud. Cuando los artificieros de la policía iniciaban su aproximación al vehículo, aparecieron unos señores. Eran unos vascos que había recogido en Andalucía el cadáver de un familiar y volvían a su tierra. Habían parado a comer en el hotel y habían invitado a los empleados de la funeraria.
Los 'gallegos'
En estos años he visto de todo y puedo decirle que cada día entiendo menos al ser humano. Por ejemplo, le aseguro que no existe ninguna relación entre el poder adquisitivo del cliente y su cleptomanía. Conozco millonarios que no pueden resistir la tentación de robamos toallas, ceniceros y ropa de cama.Los hoteles tenemos pocas defensas frente al cliente que se marcha sin pagar. No podemos retener ni documentación ni equipajes, y no le voy a contar lo que tarda la justicia española en resolver un pleito. Por eso los conserjes de los grandes hoteles madrileños tienen una red propia de información. Se telefonean unos a otros: "Manolo, hay una mujer rubia de 50 años que va con un caniche y tal y cual, que ha dejado aquí un pufo de 300.000 pesetas. Corre la voz". En Estados Unidos han encontrado la solución a este conflicto: al inscribirse el cliente deja su tarjeta de crédito y firma en blanco.
Afortunadamente la mayoría de nuestros clientes fijos son ejecutivos cuyos gastos estan cubiertos por sus empresas. Salvo los que se refieren, claro está, a las chicas. Por eso cuando alguno se trae a una, la cuenta de esa segunda persona se le factura aparte. Y ultimamente, para reducir los casos de clientes robados por prostitutas contratadas en la calle, las obligamos a registrarse.
Voy a tener que dejarle. ¿Quiere saber algo más? Ah, claro, se nos olvidaban los profesionales del convite, los gallegos como les llamamos en nuestro oficio, y no me pregunte por qué porque no lo se. Son siempre los mismos, jubilados que se enteran en los anuncios del vestíbulo de los cocktails previstos para el día. Se unen a un grupo de invitados de verdad y así franquean el acceso a la fiesta. No se cortan un pelo a la hora de saludar al embajador o al director general que hace de anfitrión. Y una vez dentro, como son siempre los mismos, forman su propio grupo.
Yo les reconozco a éllos por los ojales. Sus chaquetas siempre tienen dos ojales porque son tan viejos que han tenido que darles la vuelta. Y a éllas por los bolsos de piel con dos o tres décadas de antigüedad y los abrigos de astrakán con olor a naftalina.
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