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Tribuna:La arboleda perdida
Tribuna
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Bélgica, 1931-1985

Desde París, yo frecuentaba Bélica, entre 1931 y 1932, cuando estaba pensionado por la Junta de Ampliación de Estudios para estudiar las nuevas tendencias del teatro en Europa. Así, además de aquel país, conocí Francia, Alemania, Holanda, Dinamarca, Noruega, la Unión Soviética... En Bruselas, un grupo de jóvenes poetas había comenzado a publicar unas hojas, que titulaban Le Journal des Poètes. No sé si fue Henri Micheaux, gran escritor y luego pintor, nacido en la ciudad belga de Malinas, quien me puso en contacto con ellos. Micheaux estaba perdidamente enamorado de Denisse, una bella hija del gran poeta franco-uruguayo Jules Supervielle, a quien yo había conocido en su castillo de FrançoisIer, en la isla mediterránea de Port-Cros, una pequeña isla, propiedad de un francés, que parecía -lo recuerdo ahora bien- un gallo desplumado, campeón de pelea puede que en otro tiempo, pero ya entonces sin espolones y sin cresta. Allí conocí también, trabajando como criado en casa de Supervielle, al guardabosques que sirvió de protagonista en El amante de lady Chatterley, la novela escandalosa de D. H. Lawrence. Era un hombre enteramente rústico, pero que a veces se quedaba extasiado mirando al ciclo nocturno y musitaba, hondamente preocupado, al poeta: "¡Cuánto problema, señor Supervielle!". El propietario de la isla odiaba el turismo. Amaba sobre todo a los escritores. A aquellos visitantes que no eran de su agrado, les recomendaba Porquerolles, una pequeñísima isla de enfrente, en donde se podía fumar y hacer desnudismo, no así en Port-Cros, donde ambas cosas estaban prohibidas. El castillo de Supervielle tenía fuertes murallas, puentes levadizos, grandes patios con lagartos, pitas, ortigas y chumberas, terrazas sobre el mar, fosos entonces de hierbas, habitaciones sombrías de altas techumbres. En una de ellas vivía como invitado Maurice Jaubers, un joven y ya conocido compositor, y en otra, el poeta malagueño Manuel Altolaguirre, que traducía al español La beile au bois, comedia de Supervielle, que sería estrenada en París la temporada próxima.Pero aquel grupo de poetas belgas me recibió con toda admiración y cordialidad. ¿En dónde estáis ahora, amigos, que me trajisteis a vuestro país y disteis a conocer mis poemas en vuestro Journal? Mi agradecimiento a vosotros, hoy ya tan lejanos, Edmond Vandercamen, Pierre Bourgeois, Pierre-Louis Flouquet... No recuerdo bien ahora si entonces aquel país me complació mucho. No había olvidado las opiniones -seguramente demasiado ingratas- de Baudelaire, conociendo también las temporadas tormentosas de Verlaine y Rimbaud. Aquel viaje a Bruselas me sirvió para conocer Brujas, que vi después de Gante, grandiosa ciudad, cuna, creo, de nuestro primer jetudo monarca Carlos V. Era invierno cuando estuve en Brujas. Yo conocía la de George Rodembach, en su novela Brujas, la muerta. Y algo de esa imagen permanecía aún allí, llegando a pensar que la eternidad debía ser como Brujas: una estación perenne de reposo, siempre gélida y fijas sus agujas y veletas continuamente en el mismo segundo y mismo viento. Y nuestros pies ensayaban ir deprisa para no ser apresados de golpe por aquella trampa de silencio sin nadie. Pero la desvaída eternidad de Brujas nos lo impedía, volviéndonos lentos y tardos como el hombre que apenas siente que una oleada de cartón le coge la cabeza, invadiéndole después, gradualmente, todos sus miembros. Mas de pronto, de pronto... Una especie de vago terror y un espanto confuso me clavaron a la revuelta de una sombra, ante los gritos desencajados que daba un marinero, salido del cartel anunciador del gran filme ruso de Eisenstein El acorazado Potemkin. ¡Asombroso! ¡El acorazado Potemkin en Brujas! Es decir, la rebelión, la protesta contra el letargo y el sueño, contra la monotonía y angustia desesperadas de los días y las cárceles, la exaltación de la justa violencia y necesaria venganza, la balumba, el tumulto, la muerte a quemarropa, el odio, la ira; todo esto y lo otro en aquella ciudad, la más evadida de la Tierra. Yo sabía que en España, después de muy difíciles gestiones, el filme soviético de la sublevación del Potemkin había logrado proyectarse, y a puertas cerradas, en la Casa del Pueblo, y creo que además en una de las últimas sesiones del e¡neclub que dirigía Giménez Caballero. Pero, de pronto, lo imprevisto: el Centro Socialista de Brujas se creó, seguramente, para salvarme a mí contra mis deseos en la noche más fría e inesperada del mundo. Y entré.

Poco a poco -ya había comenzado el filme-, en los primeros momentos en que la marinería del acorazado inicia su protesta por la mala comida que recibe y parte de la tripulación arroja las cucharas contra el suelo, se me fueron dibujando en la oscuridad y silencio de la sala las diversas posturas de los escasos flamencos que presenciaban la película. Eran bultos dormidos, informes, clavados el hastío y las cabezas sobre el espaldar de las butacas delanteras; otros, impávidos, rígidos, parecían mujeres, buenas hijas y esposas de artesanos bruienses, frías, sin lamentos ni lágrimas, ausentes, lejos, como si una extraña niebla las aislara de aquel terrible hervidero de hombres matándose en el mar "por una triste cucharada de sopa". Yo gritaba dentro de mí, apretando los puños hasta partirme las uñas, solo en medio de una sala de fardos semidormidos y huecos, presenciando el descenso funeral y lentísimo de las tropas del zar por la tremenda escalinata de Odesa, sin comprender el mutismo, la impasibilidad heladora, el letargo desesperante de los que me rodeaban. Y tuve que acordarme de España, de su sangre bullidora y única, soñando entonces... ¡Ay! "Por una cucharada de sopa", decía el pequeño cartel que descansaba apoyado en las manos difuntas del marinero cabecilla en el levantamiento del Potemkin. ¡Por una cucharada de sopa!

Pero esta mañana -Europalia 85 España- he vuelto a Brujas, y en día de elecciones, conservadoras y pacíficas, sin que se notase nada, ni el más leve tumulto en la calle, la más mínima crispación o alegría en los ciudadanos votantes. Tranquilidad, calma, turismo. Una Brujas despierta, con miles de automóviles ocupándolo todo: plazas, calles, orillas de los tumultuosos canales. ¿Dónde quedó Brujas, la muerta, y aquella, también, del acorazado Potemkin? ¿Dónde la Bélgica de las luchas obreras ejemplares de otro tiempo? Banderas nacionales y gonfalones, al viento de las plazas. Buen vino ligero y flamencotas altas y corpulentas, plácidas y sonrientes, como en aquel algo maligno filme de La kermesse heroica. En Bruselas, nuestros recitales de poesías a dos voces -Nuria Espert y yo- marcharon de maravilla: un silencio profundo en el auditorio -que no todo era español-, ter-

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minando en demostraciones entusiastas. Al primer recital asistió la reina Fabiola, la española, sencilla y afectuosa, subiendo al escenario al, acabarse el acto. Extrema naturalidad y gratas palabras cordiales, siendo despedida, como a la llegada, con grandes aplausos.

Muchas cosas pretendía abarcar Europalia 85. Nuria y yo nos limitamos a ver las exposiciones de pintura más importantes, reducidas a muy pocos pintores, cosa criticable. Una selección de clásicos se exhibía en la titulada Esplendor de España y las ciudades belgas, entre los que se destacaban, sobre todo, aquel impresionante Zurbarán del museo de Sevilla, San Hugo en el refectorio y la escalofriante escultura Cristo yacente, de Gregorio Fernández. ¡Oh, Dios! ¿De dónde sacamos los españoles esa poderosa tristeza, esas aguas terribles del pozo de la muerte, ese vivo y lejano dolor que nos estremece y hace sentirnos atraídos, hasta no poder nos despegar de ese temblor de párpados entornados, que nos penetran, fijos, sobre esos ojos como mirando desde el más allá... Si el tremendismo español fuera siempre así, no viviríamos, y eso que lo siguen todavía miles de cuadros religiosos oscuros, penumbrosas legiones que hacen de la pintura española, hasta Goya, un angustioso pozo repetido de aguas insoportables. Se echan tanto de menos los culos y las tetas venecianas, e incluso las flamencas, los desnudos volando en lo cóncavo de las cúpulas, la maravilla de las fábulas greco-latinas, el Mediterráneo... ¡Oh tristeza, oh temores, oh despiadados siglos de responsos, ejercicios espirituales loyolescos, rosarios...! Y gritamos: ¡Vivan las ondas de las que surgieron la madre Venus, los caballos de Poseidón, Galatea...! ¡Luz, luz, canciones y bailaoras gaditanas del Museo Secreto de Nápoles! Y, sin embargo, yo escribí Sobre los ángeles, un libro descendidos muchos, de sus peldaños en el infierno, pero donde la nebulosa se concretaba casi siempre en claridad, inspirándome en algunas miniaturas de Los beatos, aquí, en Europalia 85, expuestos, lo más maravilloso quizá de esta exhibición del alma endemoniada española. Algunos de aquellos poemas míos están vistos, gráficamente, en estos ángeles, en esos que se abren en seis alas, y deben volar con un grave sonido de motor en sordina: Espíritus de seis alas, seis espíritus pajizos, / me empujaban. / Seis ascuas. El beato de Liébana y toda la serie de Los beatos se me aparecieron apocalípticamente entonces, trayéndome ahora aquí, a estas neblinas nórdicas, a pesar de que hace pocos días lucía un fino sol de otoño.

Sólo tuvimos tiempo Nuria y yo para ver dos exposiciones más: la de Goya y la conjunta de Antoni Tàpies, Eduardo Chillida y Antonio López García. Reconocida la categoría universal de los dos primeros, la gran revelación para todo el mundo en Bruselas fue la de Antoñito -como cariñosamente le dicen los que lo conocen-, ese otro realismo tristísimo, angustiante, pordiosero, luminoso, de llorar, que no tiene que salir de su modesta casa para encontrar la temática más inédita y conocida para sus cuadros. En estas salas que recorremos, el entrar y salir continuo de la gente revelaba la curiosidad y entusiasmo por este pintor de los nobles y vulgares apellidos -López y García-, que él ha convertido ya en egregios.

No pudimos partir sin dejar de visitar a Goya, aquel gayunibo extraño, animal fino, raro toro sin par, corniveleto, pero suelto y ornado también aquí, en esta Europalia 85, de banderillas de lujo, encintadas de sangre, en mitad de esta plaza de lidia, nuestro ancho "ruedo ibérico", que diría Valle-Inclán, prolongado hasta estas arenas ensangrentadas, de recuerdo imborrable para los belgas. Goya, pintor de la vida. Goya, pintor de la violencia. Goya, retratista. Pues a ese toro que es nuestro pintor no hay quien lo contenga, ni a tantas leguas de su patria, y anda aquí repartiendo cornadas a diestro y siniestro, malherido de pena y desastres de España. Y viene y va, como siempre, de la luz a la sombra, y vuelve y se revuelve, estallante de sol, ya hundido en la penumbra de oscuridad reveladora, hasta alegre y sarcástico en su espantosa acometida. Y así arremete de pronto contra el viento, sacudiendo la noche madrileña, aquí transportada, descubriendo en sus grabados y dibujos de los horrores de la guerra la bárbara violencia contra las mujeres, asi, como la violencia social y política, ¡Oh luz de enfermería, / ruedo tuerto de la alegría, / aspavientos de la agonía. / Cuando todo se cae y en adefesio España se desvae / y una escoba se aleja...

Al volver a París, de Bruselas, en 1932, para seguir estudiando las nuevas tendencias del teatro en Europa, yo sabía que en Madrid un grupo de alegres e inteligentes universitarios, al frente de los cuales se encontraba el gran pipirigallésco Federico García Lorca, construía su Barraca para lanzarse por los caminos y pueblos de España, escribiendo entonces que en Francia, aprovechando fiestas, domingos y vacaciones, otro grupo de compañeros, entusiastas del aire y de las más puras formas teatrales, andaba ya desde hacía un año divirtiendo y educando a las buenas gentes de las barriadas parisienses, lanzándose también a los campos y las provincias.

Ahora, en 1985, Nuria Espert y yo tornábamos de nuestros recitales de Bruselas para seguirlos en Málaga, en Valencia, en Jaén, soportándome la gran actriz universal mi aleluya constante de cuando recorríamos Italia:

Nuria Espert va de viaje, siempre con el mismo traje.

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