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Maquillaje urbano

Nadie, más que los cegatones, puede alegar que se trata de verdadero progreso. Mientras las barriadas de Santiago están en ebullición a veces tapada y a veces no, y se deterioran al cabo de un año los pequeños puñados de casas entregadas por el Gobierno a los pobladores desalojados de los sitios que no deben ocupar porque están demasiado a la vista, el centro de Santiago, y ese precioso gueto verde que es el barrio alto, desde la plaza Baquedano con sus edificios art-déco rehabilitados hasta los faldeos de la cordillera, son objeto de cuidados, de gastos, y de una continua restauración y recuperación. Descubrimos, a veces con asombro, que viejas casas de pensión perdonadas por los terremotos proclamadas palacios pese al adobe de sus muros, y entran en arreglos pagados por las municipalidades, no siempre justificados. Por cierto que es agradable ver el rostro de nuestra vieja ciudad revalorizado, maquillado, dignificado. Pero sería necesario preguntarse a costa de qué. ¿Se ha gastado siquiera una fracción de lo que se gasta en el hermoseamiento de los barrios privilegiados en la reconstrucción de lo que el reciente terremoto destruyó en el antiguo barrio oriente de la ciudad, con sus casas de tres patios agraciados con una palmera, o con las enternecedoras caricaturas de barro de palacetes franceses, o con las simples casas de adobe de un piso que antes habitaba una parte importante de la población urbana, hoy en escombros escondidos por fachadas repintadas como máscaras para ocultar la miseria? El alcalde de Santiago ha sabido sin duda rescatar la cuestionable belleza de ciertos sectores centrales, y su labor no ha sido desatinada. Pero como siempre en los países pobres como el nuestro, todo nos parece insuficiente, y es la imaginación, el deseo de emular a las capitales ricas, una especie de bovarismo bastante simpático si uno lo toma con humor, lo que está salvando de la chatura a nuestra ciudad. Es la iniciativa particular, sobre todo de los artistas, lo que efectúa una espontánea rehabilitación de sectores de la capital, de estética discutible tal vez, pero por lo menos trabajos no costosos y decididamente simpáticos, como en el caso del barrio Bellavista.Siempre han sido los artistas los primeros en descubrir, en ver: principalmente, porque esos sitios elegidos son baratos, y después, cuando los descubren los burgueses y suben los precios y se ponen elegantes, los artistas los abandonan, o se comercializan, y los barrios cambian de carácter. Así con el Montmartre de los molinos de tiempos de Van Gogh, convertido luego en lugar de restaurantes y más tarde invadido por el turismo más barato. Lo mismo Montparnasse, con Saint Germain des Pres, con el Boul Miche, que sucesivamente fueron sitios especiales, luego desvirtuados por los ricos y los curiosos. En Roma fue -desde que yo recuerdo- Piazza de Spagna, Via Veneto, Piazza Navona. Ahora no sé por dónde andará la cosa. Y Nueva York, la más veleidosa de las ciudades, vio instalarse en Greenwich Village, que en tiempos de Henry James era donde vivían los modestos ricos de entonces, a los artistas de generación de Edria St. Vincent Millay, dando nacimiento a toda una vida y una escuela literaria, que luego cambió porque los ricos quisieron volver a vivir allí y echaron a los artistas, subiendo los precios de la propiedad. Sucesivamente se fueron poniendo de moda el East Village, que quedó demasiado marcado por las drogas, y luego Soho, con sus increíbles desvanes de hierro forjado instalados en antiguas fábricas, y más tarde, es decir, ahora mismo, el extraño florecimiento del Upper West Side, un barrio hasta ahora anodino, pero que en los últimos cinco años, aun antes que languidezca el Soho, ha sido rehabilitado -y subidos los precios- por esa nueva raza de parejas jóvenes del período Reagan, los yuppies, preocupados del status, de la comida gourmet, del ballet y el teatro y de la moda.

Santiago, evidentemente, jamás ofreció oportunidades en este sentido parecidas a las de Nueva York. Pero Bellavista no es parte del maquillaje urbano, sino una respuesta auténtica, pese a su modestia, a las necesidades de la juventud. Bellavista no es un estilo, opinan los habitantes opinantes, sólo un reflejo y un esnobismo alegan los jóvenes que visten ropa de marca y beben schops en los pubs de Avenida Suecia. Y en otro tono, lo confirman los muchachos de conciencia raída por las consignas, los reventados y malditos de siempre a quienes nada complace, acusando al naciente narcisismo de Bellavista de artificial y decadente, pobre imitación de San Telmo, Soho, St. Germain des Pres, todo reducido a la mezquina escala nacional, antro de sucios maríhuaneros melenudos y politicastros de izquierda se-

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gún unos; feo barrio carente de carácter, según los de más allá; invención de estetas nostálgicos a quienes Santiago no ofrece alternativas más interesantes porque nunca las tuvo, y a la fuerza -por imitación, para no ser menos- están tratando de transformar todo eso en centro de boutiques, galerías de arte, cafés, falsos anticuarios porque en Chile antigüedades no hay, artesanos, teatritos de bolsillo: la lata de siempre, claro, puro comercio para turistas -que ojalá no lleguen, alegan los malintencionados.

La verdad es que hasta hace poco Bellavista no era más que una especie de sereno pueblito campesino, olvidado en el centro de Santiago, entre el río Mapocho y el cerro San Cristóbal, con su viejo funicular ferruginoso y perpendicularísimo. Una ventana con visillos a la calle, una puerta, dos ventanas, otra puerta, algún callejón, la ocasional casita de dos pisos con balcón de madera o almenas - Tudor, o torre... tejas, zócalos pintados, una palmera enhiesta en el fondo de un conventillo, árboles no demasiado venerables al borde de las calzadas, doméstico barrio de almacenes de esquina donde un gato romano dormita encima de un montón de diarios para envolver caramelos o pan, barrio que hasta hace poco no ofrecía otro espectáculo que los funerales que lo cruzan desde el oriente para dirigirse a los cementerios de detrás del cerro. Hace cinco años Bellavista parecía sumido .en la caquexia de lo anacrónico: ,el Gobierno, entonces, propiciaba otro estilo, lo opulento, lo nuevo, y Santiago se confitó de inmuebles cristalizados impagos con vista panorámica, de galerías y condominios para guarecer a mil familias rubias, a mil dentistas, a mil masajistas, a mil peluqueros/as unisex, y cuando de la noche a la mañana se disipó este sueño megalómano y todo se vino al suelo con el estruendoso fracaso de nuestra economía, los edificios quedaron incónclusos o vacíos, varados en las riberas de las nuevas avenidas incompletas, como saurios de otra época geológica, descartados de una frágil pero siniestra opereta de cartón piedra.

En parte como reacción a este fracaso, cierto sector de la juventud que volvió a adoptar melenas y barbitas comenzó a fijar sus ojos en el simpático barrio de Bellavista: era barato, era central, era viejo sin ser museística y opresivamente antiguo. Las casas, de dimensión humana, significaban la supervivencia de placeres simples y de una vida con menos tensiones: en la tarde alguna señora sacaba a la vereda su silla de totora para saludar desde su puerta a sus vecinos de toda la vida y a la luz de los faroles las niñas jugaban al luche. Algunas casas fueron discretamente remozadas. Se oía desde el zoológico del cerro el rugido adenoidal de Carlitos, el león, pobre bestia nacida en cautiverio en Iquique, hija de padres bolivianos engendrados a muchas leguas y a muchos años de sus parientes selváticos: Carlitos, dicen, tiene mal aliento y sufre de spleen, y no ruge más que de noche porque le tiene miedo a la oscuridad, pero es nuestro león y no hay plata para comprar otro: una leyenda del barrio, como cualquier otra lanzada para consolidar su solera, como la existencia de la casa de Pablo Neruda en el recodo de un callejón cuya presencia sacraliza el barrio, y la del pintor Camilo Mori en una plaza decorada con una horrenda imitación Disneylandia de un castillo Luis II de Baviera, que no deja de tener cierta gracia. Se instalaron tiendas con modestas pretensiones de ser por lo menos distintas. Circula una juventud que lleva las esperanzas metidas en carpetas y partituras debajo del brazo -no en negros portadocumentos de empresarios en ciernes-, y muchachitas pollerudas con el pelo teflido de henna acuden a actos de arte, o a citas amorosas en conventillos con veleidades de Bateau-Lavoir chileno, o a restaurantes nuevos un poquito más cuidados -y, naturalmente, un poquito más caros- que los de antes, o a tomarse las medidas para un chaleco en una tejeduría artesanal.

Todo esto tiene algo de modesto y espontáneo aunque parezca derivativo, sostenido por el amor vecinal y un nuevo orgullo, que es un nuevo estilo. En cierta medida parece ser lo contrario a la superficial ciruÉía estética urbana que está emperifollando los barrios más a la vista de esta ciudad, medio maquillada y medio terremoteada.

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