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Un puñado de equívocos

Uno de los grandes rasgos de la obra de Franco fue la creación de un equívoco poderoso sobre la composición política y sobre la vigilancia ambiciosa del extranjero; planeaba sobre España durante el largo episodio de su muerte, confundió el desarrollo político posterior y aún vivimos respirando el humo de su paja.El equívoco nació de un tópico de uso ordinario, machihembrado ya con la sublevación, que consistía en su condición de muralla frente al caos; un dique contra el río cenagoso de comunistas, masones, judíos y demás ralea, como resumió Baroja; y entre esa ralea estaban liberales, demócratas, monárquicos, republicanos y extranjeros en general. Cuando Franco moría interminablemente, los que sollozaban en torno suyo no lo hacían sólo por él, sino por sí mismos: se veían anegados por el río rojo. Trataban, en las últimas, de reconstruir con el cuerpecillo consumido, aplastado ya por reliquias e instrumental médico, las ruinas del dique.

Eran pocos. El franquismo se había agotado en los últimos años, quemado por su propio tópico: los que creyeron en la avenida del río de fango habían ido cambiando de postura, derivando hacia la decidida forma española del pancismo, que es la de comer del poder que existe, pero abriéndose paso de gusano, subterráneo, hacia el que puede venir. Algunos tuvieron notable éxito, y aún hoy se les admira; y a los que murieron durante el trance se les tributan homenajes póstumos por haber tomado la decisión antes que los otros, lo que les produjo algunos sufrimientos. (Se va alentando ahora otra ola de pancistas para más allá, pero ésa es otra historia.) Los que no podían, porque eran demasiado leales o porque estaban. demasiado comprometidos, lloraban y formaban lo que se llamó el bunker, por un modesto, incruento paralelo con el de la cancillería de Berlín, que ya se sabe cómo terminó. Algunos limpiaban en la noche el orín de sus viejas pistolas.

La ralea había creído en el equívoco sobre sí misma. Hubo personas que aseguraban que el pueblo se iba a echar a la calle, según la acreditada frase decimonónica. Se pregonaba desde Radio España Independiente, se decía en los círculos mágicos; y los más prudentes -en juntas, plataformas o platajuntas: se les medio detenía, se les regañaba un poco, se les dejaba seguir- buscaban la forma de contener la riada y señalaban su propio miedo a lo que, por el mismo miedo a pronunciar los nombres exactos, llamaron poderes fácticos; mientras, esos poderes preparaban su pancismo, y en las mismas noches en las que los irremediables engrasaban la pistola de la antigua sierra, ellos redactaban homilías, preparaban sumisiones o enviaban su dinero a las Suizas que podían.

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El miedo alimentaba el equívoco, que, naturalmente, tenía sus rasgos auténticos. Unos meses antes de la extinción de la lucecita se había producido la lóbrega matanza de Hoyo de Manzanares y, en torno a ella, las grandes protestas internas y externas -la conjura-; parecía un remedo de lo que podía pasar y de cómo el pueblo se echaría a la calle. Cuando Fraga, en el interregno, decía "la calle es mía", iba más allá de uno de sus exabruptos temperamentales -tan interesantes desde un punto de vista psicológico-; creía que la decisión iba a estar en la calle, y trataba de ganarla ya. Era el único decidido a echarse a la calle para instalar en ella su centro. Porque el pancista, en momentos de equívoco, corre al centro, lo busca con un tropismo espantado, golpeándose ciegamente con todo. Aquí muchos corrían al centro y no sabían dónde estaba, y se tropezaban entre sí en su alocamiento; porque para que haya un centro hace falta una esfera o, cuando menos, un círculo, o una circunferencia. No era más que imaginaria. Hablando ahora con otros supervivientes la revisión histórica va tomando ciertos carices. Algunos dicen, tomando al pueblo por esa circunferencia imaginaria, que se formó en él, entonces, la sabiduría vieja que la aconsejaba esperar y ver, adecuarse a una filosofía de refranero y evitar con ella cualquier catástrofe. Otros creen que tenía, sobre todo, miedo; y los hay que estiman que el pueblo no existe: después de una historia de siglos, fue definitivamente arrasado por la guerra civil, reconvertido por la sociedad de consumo, desprovisto de fines y de movilizaciones, y ahora, finalmente, está con la médula hecha carbón al consumirse el fuego de la última esperanza. Pero en 1977 había en España 215 partidos políticos que querían representarle y partían para la maratón sin fondo, jadeando, ahogándose por el camino, cayendo a los lados. Todavía hay atónitos esqueletos con ojeras que salieron de aquel tiempo; y casi cada día se lee que alguien siente la comezón teresiana de fundar y crear un nuevo partido. Alguno registra como nuevo un partido viejo y dejado. Habrá que pensar que en ese pelotón estaban las últimas ilusiones.

Esa maratón que partió clandestinamente durante el año imposible de Arias Navarro, que invocaba en el velador de tres patas -Fraga, Torcuato Fernández Miranda y él mismo- el espectro de Lucecita fue perdiendo el aliento cuando salió de la nada la institución del centro, y esa institución legalizó, organizó, pactó, debatió, constituyó. La invención del centro en torno al asombroso nombre de Adolfo Suárez fue algo extralúcido, una misteriosa obra de vidente.

El nuevo desconocido hizo su lentísimo paseo fabiano moderado, y en él, con sus referendos, sus álgebras electorales, sus pactos de la Moncloa, sus autonomías y su alegre y guapo reformismo, produjo un descubrimiento notable. Es decir, sin pensarlo ni proponérselo siquiera -él sólo creía que estaba haciendo obra- levantó el velo del equívoco. La gran amenaza a la que se daba el nombre genérico de comunismo no existía; y a la que se daba ese nombre en par-

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ticular, tampoco. Cuando Carrillo se levantó la peluca se vio que debajo no había nada. ¡No había ralea! Los intelectuales eran mansos; los sindicatos, callados; los estudiantes volvían al orden de su casta. Y los autónomos eran abstencionistas.

Allí fue donde la derecha tuvo« una de sus famosas cóleras sordas. Había segregado un tonto inútil, que había practicado el entreguismo ante una amenaza que no existía. Cuando no hay dragón, San Jorge es un memo. La izquierda se había ido muriendo exangüe, sin saber cómo; sus publicaciones se desvanecían, sus teoremas eran abstractos, sus partidos menguaban. Los santones de la moderación y del tránsito se esfumaban sin votos que cubrieran sus pudores.

Esta agonía produjo dos hechos concomitantes: UCD, partido pancista por institución, volvía al pancismo; y un grupo de militares perdidos volvía al amor viejo de la lumbre del golpe. Les estremeció un viento cálido de sebastianismo. Es decir, se cambiaba un equívoco por otro. El español político no suele tener, ideas matizadas, e incluso hay estudiosos del tema que mantienen que no suele tener ideas, sino que se lleva de una sagacidad y de un instinto que le conducen frecuentemente al error. Los hombres de UCD vivían del poder y los cargos, pero veían ya venir el régimen siguiente y no querrán perdérselo; lo imaginaban como una derecha fuerte, acuertalada, decidida a borrar las concesiones que creían que nadie quería (se lo decían sus señoras en casa); y comenzó la desbandada. Aquello no era una maratón, sino los 100 metros lisos: hacia la luminosa y fuerte derecha del porvenir. Cuando se quería poner el remiendo pálido de Calvo Sotelo pasó lo que pasó con los sonámbulos del 23 de febrero. Vivieron otro error, y se quedaron solos. Todavía nos contamos unos a otros los rasgos brillantes y galdosianos de aquella noche, las frases célebres, las actitudes serenas, los consejos sanos, los heroísmos cívicos. Un buen retablo que conviene conservar: forma parte de nuestro patrimonio histórico-artístico. Pero la última verdad es la del videoclip de la escena exedra: el insomne hombre de la pistola esperando al mesías y a la corte de arcángeles que no existían, porque todo era un equívoco; y los díputados, agachados rumian.do las posibilidades de su pancismo, o lanzando al alba blanca el grito de Fraga al tercer canto del gallo. Todo era mentira. O todo obra de la imaginación de país que podía tener cada uno.

Muchos recordarán las grandes manifestaciones que, pasado un tiempo naturalmente prudente, apoyaban la democracia: la larga caminata, mano con mano, de todo Madrid hacia el Congreso amenazado. Fue una de las últimas veces en que la izquierda creyó en su cultura y en su sobresalto y en su fuerza. Caminando, caminando, fueron haciendo su vía de nuevo. La calle de los últimos 10 años estaba empedrada de equívocos fraguados y sostenidos mucho tiempo antes: los equívocos de Franco y el franquismo. Las anchas filas se daban la mano, los gritos eran unitarios; la fe, considerable. Cuando terminó la manifestación, muchos siguieron caminando dentro de sí mismos hacia pequeñas y grandes esperanzas: la incorregible izquierda volvía a pensar en la democracia de todos, en la negación de la OTAN, las escuelas libres y gratuitas, los salarios justos, los puestos de trabajo para todos... Habían decidido, al fin, salir del equívoco y establecer la España real. Caminaron y caminaron, prolongando cada uno la gran manifestación, hasta llegar a las urnas.

Y así se produjo el Gobierno del partido socialista.

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