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La cama de Franco

Desde la extrema derecha con nostalgia, desde la derecha como pacto constituyente, desde la izquierda como recelo, desde la extrema izquierda como conclusión, desde cualquier análisis político como constatación, todos hemos dicho alguna vez en estos 10 últimos años: recuerda que Franco murió en la cama. Pocos acontecimientos históricos contemporáneos han sido tan importantes como esa muerte, y pocos objetos del mobiliario nacional han estado tan presentes en nuestra vida como esa cama. Hay quienes todavía no se han separado de ella.La muerte de Franco en la cama ha recorrido, según desde qué instancias políticas se plantee, toda la gama de posibilidades y aun de ficciones no científicas imaginables. Para gran parte de la derecha es como una esperanza de que algo del difunto queda. Para la izquierda, según se haya acomodado al poder vicario o se mantenga extramuros de la gobernación, la cama de Franco ejerce dosis distintas de fascinación, en función de elementos diferen ci adores. Unos gobiernan como si de esa cama surgieran todavía energías ocultas, reconocibles defacto, manifestándose entre los pliegues de unas sábanas atormentadas por la agonía. La extrema izquierda teoriza que una muerte sedentaria imposibilita cualquier cambio, al no permitir ninguna gesta heroica de recuperación definitiva de las libertades en un régimen nuevo, un regimen que no se debe al asalto a la Bastilla, a las barricadas de la Comuna, a la pérdida estrepitosa de una guerra, al campo rodeando la ciudad o a consecuencias del socialismo en un solo país, sino a la muerte en algo que un pragmático como Casares llama "mueble paradormir", con esa impúdica falta de imaginación que sólo son capaces de exhibir los diccionarios y las academias de la lengua. Convenciones ambas que no han tenido en cuenta que las camas, y en la reciente historia de España de manera importante, también sirven para morir.

El síndrome de la cama de Franco, en la izquierda radical, causa estragos teóricos, y en la radicalización vasca, una impresIón paralizadora. Jamás una aparición o un fulgor iniciático tuvo forma de cama; la verdad que significa la continuidad de la dictadura franquista por distintos rituales exteriores, sí. En cada polémica sobre el nive cia alcanzada siempre hay un solemne revolucionario que recuerda amargamente que cómo va a haber democracia si Franco murió en la cama. La objeción no es tan disparatada si se atiende a los orígenes del debate. Según nuestros catecismos, no se podía atravesar el muro teórico y práctico que separa la dictadura de la democracia, sin que la dictadura cayera. Y cuando escribo cayera no estoy utilizando una imagen retórica, sino una expresión estrictamente realista. Las dictaduras se tenían que caer, que derrumbar fisica y literalmente. Y tenían que hacerlo con estrépito y una cierta épica evocadora de las murallas de Jericó desmoronadas a trompetazos. Muchos estuvimos convencidos de ello durante largo tiempo. A las dictaduras se las derribaba, no se las sustituía. Y como Franco murió en la cama, es imposible aceptar que alguna modificación, se haya producido. La cama de Franco significa, así, la imposibilidad metafisica de la existencia de una democracia y una de las cinco vías demostradoras de la existencia de una dictadura-dios. Todas las matizaciones necesarias: subsistencia de viejos resabios y encantadores monipodios de la construcción o el aceite reciclados por el sufragio universal, el aparato heredado, veteranos represores aún en activo o jubilados sin exigencia de responsabilidad, torturadores de presos políticos convictos y confesos exhibiendo sus galones, no alteran la realidad de un cambio de régimen político. Pero como nuestros catecismos no se equi,vocaban nunca, algunos han preferido negar la realidad, todos

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los fragmentos de realidad que pueden permitir reconstruirla a partir del tránsito azaroso, a través de la cama de Franco, de un régimen político a otro bien distinto. Para no negar los catecismos, se niegan los hechos. Es decir, en Euskadi, al menos, los más conspicuos leninistas niegan su propia media filiación ideológica y se pasan los hechos concretos y las situaciones concretas por los bajos de la cama de Franco.

Pero no son los únicos afectados por tan ilustre mueble. Tampoco el moderado centro-izquierda que nos gobierna ha abandonado del todo la imagen de que Franco murió en la cama, aunque distintamente interpretado. Y por esa imagen se pretende un cambio de puntillas, ya que todos los muertos conservan durante algún tiempo cierto aire de vivos distraídos. Un cambio que tampoco parecen acabar de creerse, como temiendo que en cualquier momento el viejo general levante el embozo y vuelva a dar unos pasitos a los sones del hinmó de la Legión, provocando el regreso apresurado de muchos a la oscuridad en la que aguardaron. Además, y todavía, la cama de Franco proporciona carisma; véase el Azor. Las expectativas creadas por el voto masivo de los ciudadanos en unas elecciones ilusionadas se ven utilizadas para hacer menos vencidos a los derrotados en las urnas. Lo cual puede ser generosidad, pero también puede ser miedo; y esa es la duda. La aprobación de las grandes leyes polémicas es seguida de parcheos, en las disposiciones -que las hacen efectivas, para tranquilizar a la oposición. El consenso en la elección de los miembros del Consejo General del Poder Judicial, esquivando sin pudor a algunos de los más importantes nombres de la justicia democrática, y docenas de indicios más, como la desorbitada pasión por la Guardia Civil, se deben a avitaminosis programáticas, pero también a que temen que la cama de Franco esté sin deshacer del todo. Lo cual sería un raro error, porque los pragmáticos todo terreno suelen desconfiar de los catecismos. Quizá sea que ese mueble, que según la Academia sirve para dormir y según la historia sirve para morir, según la política sirva también para asustar.

Realmente, es tal nuestra obsesión por esa frase sobre la cama de Franco, que incluso el teniente coronel Tejero llegó en un momento a querer meterse en ella. No lo córisiguió, y el peligro ha pasado. Esa es la prueba de que aunque la frase es cierta, ya no tiene mucho que ver con nuestras pesadillas cotidianas.

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