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Cuarteto de billar

Todos los domingos, a las diez de la mañana, se celebraba en el bar del Quinto, en Sama de Langreo, una partida de billar. En esta partida contendían cuatro individuos que habían coincidido casualmente ante la mesa un día del año 1952 o 1953. No se habían conocido antes y está por ver si se conocieron después. En cualquier caso, nadie les vio juntos excepto en el juego. Lo cual no dejaba de ser una clase de rareza en un pueblo donde no se puede evitar el tropiezo y hasta se diría que las relaciones humanas se fundamentan en él.El bar del Quinto era un establecimiento algo especial. De las antiguas caballerizas se conservaban todavía algunas puertas, de las que sólo una daba acceso al retrete. Los habituales acertaban a la primera y los otros podían alcanzar la media docena de intentos. Cuando el personal estaba muy borracho, parece ser que no se preocupaba en exceso de saber si había acertado o no. El techo llegaba hasta los seis metros y, cuando el ambiente se cargaba, se distinguían varias clases de atmósfera, según tono y densidad.

De cierto punto, alguien había colgado dos anillas de gimnasia demasiado altas, de manera que para llegar a ellas había que dar un salto desde el último tabique de las caballerizas. Los portentosos hacían allí sus alardes y se jugaban el cráneo con alegría de actores. Estas anillas sobrevolaban precisamente la mesa de billar, situada entre las caballerizas y una torreta de barriles pegada a la pared opuesta. A menudo se contemplaba el raro espectáculo de una partida sobre la que amenazaba algún inconsciente que se colgaba de una pierna y soltaba un alarido de vez en cuando. Aunque todo indicaba que cualquier día sobrevendría la catástrofe y anillas, gimnasta y mesa de billar se transformarían en astillas, lo cierto es que nunca pasó nada, posiblemente porque a nadie le dio por preocuparse de ello.

Los parroquianos, aunque de especies diferentes, tenían un lazo común: estaban siempre solos y, sin tenerlo a gala, tampoco parecían estar a disgusto. Allí se encontraban, bebían, cruzaban media palabra y se iban sin despedirse, como hace toda persona que siente respeto por la soledad ajena.

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A no ser por equivocación, ni novios, ni familias se dejaban caer por el lugar. En fin, el paisaje era más bien desangelado, si no se tienen en cuenta las diversiones ya citadas. Más dificil sería averiguar si a alguno le importaba.

Lauro, El Pese, Domínguez y Gelín se presentaban un poco antes de las diez y preparaban una sangría de cinco litros que, para ser del gusto de todos, debía tener el vino justo para teñir la ginebra. Jugaban hasta la una y media y luego se separaban hasta el domingo siguiente. Durante la partida cada uno gastaba sus energías en lo que quería, menos en palabras. Aquel silencio parecía el producto, no de un pacto colectivo sino del de cada uno consigo mismo. El juego les concentraba extraordinariamente incluso cuando su nivel decaía parejo al del cubo de donde sacaban la sangría a cucharones.

Ninguno era un gran jugador. Sin embargo, cada cual prestaba al asunto toda la solemnidad exigible en un salón de campeonatos. Se pensaría que con ella trataban de sustituir algo más esencial y que, por razones respectivas, les faltaba.

Lauro era uno de esos personajes que hacen un poco de todo y casi nada bien. A diferencia de otros temperamentos, eso no le había llevado a ninguna filosofía en particular. Este motivo pudo haber sido suficiente para que la gente no le apreciara demasiado. Tenía una novia a 10 kilómetros de Sama, en una aldea metida en un monte medio negro. Unos días iba a verla y otros no, como él decía cuando alguien le preguntaba por su aspecto. Siendo fuerte, casi nunca empleaba sus músculos para sonreír, pero tampoco para medir las costillas de nadie.

El Pese era un contrabandista imaginario. Su verdadero oficio era el de vender mantas por los pueblos en una furgoneta, lo que le servía para fantasear un poco. Aun faltándole un ojo, este detalle no añadía nada a la fealdad substantiva que le caracterizaba. Ni mujer, ni dinero, ni cordura. Un espejo de hombres.

Domínguez trabajaba de cajero en un banco, gracias a su bachillerato elemental. Pálido y enteco, amaba a la hija del director de la sucursal a una distancia pongamos provenzal. Tosía de vez en cuando y fumaba unos cigarrillos marroquíes insoportables. Para coronar el tipo, debería haber vivido con una madre anciana y posesiva, pero vivía en una pensión del centro donde le torturaban con determinado plato típico de conocidos efectos gastrointestinales.

Gelín era un camorrista nato. Hubo un tiempo en el que no se conformaba con pegarse por la calle. Ni siquiera con asistir a veladas pugilísticas: participaba en ellas. Había hecho siete combates como aficionado y el octavo no pudo llevarlo a cabo porque en el anterior le dejaron un ruidito en el oído producto de un derechazo a la mandíbula. El alcohol -paradoja- le tranquilizaba y sus borracheras no eran peligrosas. Pero en estado de sobriedad -es una forma de hablar- una palabra más alta que otra podía desencadenar una hecatombe. Veía la vida de color grana y, según decía, el amor era una cuestión sanguínea.

En resumen, toda su afinidad psicológica estribaba en que habían aceptado plenamente las reglas para jugar al billar y a nadie se le ocurría jugar con la parte gruesa del taco, por ejemplo.

Podía sospecharse que para cada uno de ellos los otros tres eran perfectamente sustituibles. Una especie de hábito pasivo y que se prolongaba por inercia les hacía encontrarse cada semana y disputar una partida que hubiera podido ser a su vez de cualquier otra cosa, quizá de bolos o de chinchón. La vida era casual y mecánica. Pero no rechazaban la casualidad. Estaban instalados en ella como cualquiera que ha comprendido que este mundo está lleno de esperanzas inútiles. Inútil era también esperar algo de los demás por el simple hecho de una compañía azarosa. No se miraban como extraños, pero su solidaridad debía terminar en ese punto donde comienza un afecto.

Años después, puede que en 1962, todavía jugaban los cuatro. La inmovilidad aparecía ya como el elemento definitivo de su carácter. Ninguno había incluido novedades en su vida. Lauro no se casó con la aldeana. El Pese, igual de luna. Domínguez se había quedado calvo en la pensión del centro y ya no miraba a la hija del director, entre otras razones porque el matrimonio hizo de ella un cetáceo perfecto. Gelín trató de hacer de la cuestión sanguínea algo más participativo, pero la otra no quiso. Desde entonces, nueva paradoja, se pegaban menos.

A su particular relación tampoco añadieron nada. Todo lo contrario, podría presumirse: el tiempo, cuando pasa y no se saca partido de él, actúa como disolvente entre los imanes.

Total, que cuando los acontecimientos, o la falta de ellos, se inclinaban a dictar el último párrafo de la historia, sobrevino efectivamente el final, sólo que con un desenlace inesperado.

El Pese, en su contrabandismo imaginario, se metió de veras en un lío. Una banda de portugueses, probablemente con motivos, le echó el guante y le pidió dinero. Le tuvieron dos días en el desván de un chiringuito de Mieres a ver si aflojaba. Le dejaron pedir el dinero por teléfono. La persona a la que llamó fue a Lauro. Pedirle el dinero a un negociante como Lauro, y en aquellas circunstancias amenazantes, puede considerarse por parte de El Pese como un acto de sangre fría. Lauro, naturalmente, tenía ahorros, pero sólo le alcanzaban para el chato de la una. Sin embargo, viajó hasta Mieres y sacó a El Pese del desván. Lo malo es que no se fueron de vacío. Lauro se llevó una cuchillada a la altura del hombro, de tamaño suficiente como para guardar un secreto. El otro se le murió en el camino, con media tripa cogida de las manos.

Casi al tiempo, Gelín tomó la decisión de no volver a pegarse nunca. La persona que le sacó del río, le limpió y le puso un traje de su propiedad para que estuviera presentable en la ceremonia, fue Domínguez.

Lauro y Domínguez continuaron jugando unos cuantos años más. Las ausencias no transformaron su relación y nadie les vio juntos fuera del bar del Quinto, los domingos de diez a una y media.

Cuando Domínguez empezó a toser más de lo que permitía su discreción, pidió un traslado en dirección sur y no se le volvió a ver por Sama. Lauro le acompañó a la estación y seguramente por vez primera bebieron juntos en un bar que no era el del Quinto.

Cabe preguntarse si las cosas sucedieron de aquella manera, porque los cuatro habían sido realmente amigos o porque en los momentos decisivos se habían encontrado demasiado solos. Ambos casos explicarían por qué El Pese llamó a Lauro y por qué Gelín se ocupó de que Domínguez estuviera cerca de su final. Pero sólo uno de ellos explica por qué Lauro viajó a Mieres y por qué Domínguez regaló un traje, de los dos que tendría, a un cadáver.

Puede que entendieran la amistad a su manera y que esa manera fuera desconcertante para los extraños. Los mundos colindantes no son siempre los mejor conocidos. Puede que no hubieran tenido nunca otra cosa que aquel billar. Y, en cualquier caso, lo que hacemos con la gente nunca es fútil. Las diferentes posibilidades apuntan a que el billar era algo serio y no un pretexto.

Había pasado mucho tiempo cuando le preguntaron a Lauro, que seguía jugando al billar en el bar del Quinto los domingos por la mañana, si no se aburría jugando solo. Lauro sopló la tiza y apuntó:

- Yo nunca juego solo, amigo.

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