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Nuevas ilusiones

Al reincorporarme a España, durante cuatro años imaginada y ensoñada a través de informaciones lejanas, encuentro la obsesiva repetición de la palabra crisis como explicación de frustraciones, fuente de desánimo, justificación de errores y espectro que planea sobre el presente y futuro del pueblo.Como secuela indisoluble de esta crisis, tanto en las conversaciones privadas como en los medios de comunicación, la atención se polariza en los problemas que nos acosan y en los que una actitud temerosa inventa por anticipado. No oigo hablar a nadie de grandes metas, de proyectos que se acojan como empresas nacionales al margen de las disputas de los grupos políticos. Una impresión superficial sería, pues, que hay una escasa o nula energía para abordar el futuro, contemplado ahora como una sombría perspectiva, una tormenta a capear como se pueda.

Ahora bien, es la falta de reflexión lo que da lugar a esos espejismos y fantasmas, impidiendo ver la realidad; sucede algo parecido a los terrores del hombre primitivo, inclinado a ver en la oscuridad que rodeaba a sus fogatas unos monstruos y seres amenazadores que eran producto estricto de su imaginación.

Un examen objetivo de los hechos nos muestra que la crisis es la situación más normal y creativa de la historia. Cabría afirmar que la historia es, sustancialmente, una sucesión de crisis. Lo inquietante es la etapa de inmovilismo, porque entonces la sociedad se adormece en dogmatismos estériles. La normalidad radica principalmente en el declinar y sustitución de ideas, comportamientos sociales, reivindicaciones, estructuras socioeconómicas y poderes políticos. La crisis actual podrá ser, como todas las anteriores, un factor de desconcierto para la mayoría de los hombres, pero de ningún modo es una circunstancia negativa. No desde la quietud, sino desde la crisis estamos en situación de aspirar a niveles superiores.

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Cuando la Universidad se debatía frente a la miseria intelectual en que había caído el país tras la guerra civil, la luminaria de los estudiantes era el pensamiento de Ortega y Gasset. Bajo su influjo retornaron, paso a paso, las inquietudes de la cultura europea, y entre ellas tenía una importancia especial el tema de la crisis. Esta cuestión ha sido abordada con mayor profundidad en tres períodos del presente siglo: en la etapa que transcurre desde el Tratado de Versalles hasta el estallido de la II Guerra Mundial, desde la bomba que asoló Hiroshima hasta la revolución universitaria de 1968 y desde que, una vez frenado el choque de la crisis del petróleo, empezamos a percibir que está emergiendo una nueva sociedad. Algunos mantenemos incluso que comienza a vislumbrarse la fase inicial de una nueva civilizacion.

Sea como sea, con mayor o menor virulencia, la crisis es el estado natural de la historia.

Por supuesto, hay datos del presente en cuya innegable gravedad se basa el miedo, la desesperanza y el pesimismo con que muchos reaccionan. Basta citar algunos ejemplos, tomados sin pretensión de hacer un esquema global. En el orden internacional, lo más dramático es la carrera de armamentos y el riesgo de guerra nuclear, junto a la insensibilidad moral y la ceguera política frente al Tercer Mundo. Se suma una serie de otros problemas, desde la confrontación general Este-Oeste y las guerras parciales hasta la deuda exterior de los países marginados, obstaculizando un grado adecuado de estabilidad

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Enrique Larroque es diplomático, ex fundador del Partido Liberal.

Nuevas ilusiones

Viene de la página 13 política y económica. De todas maneras, tanto aquí como en casi toda la Tierra, por no decir toda, cuanto acaece fuera de las fronteras nacionales importa poco o nada, mientras no sea una anécdota espectacular o no repercuta de forma directa en nuestros intereses. El pesimismo de muchos españoles se apoya, por consiguiente, en una evaluación negativa de lo que pasa en el país propio.

Pero la postura de encogimiento ante el hoy y el mañana no resiste la crítica teórica o empírica. En efecto, por decepcionante o peligrosa que parezca la situación, la vida sigue siendo una constante posibilidad, encierra siempre posibilidades nuevas. De ahí el que nada evite el florecimiento de nuevas ilusiones para explorar los horizontes que en todo instante se hallan a nuestro alcance. Esto no es perderse en especulaciones apropiadas para un debate académico. Centrándonos en la temática de España, puede asegurarse que, aun teniendo una fuerza muy inferior a la de otros Estados -y, por tanto, con más escarpado sendero por delante-, figuramos en el grupo de países capaces de asumir la sociedad de información y las tecnologías de punta que configurarán el progreso material en la arrancada del siglo XXI. Paralelamente, es factible predecir que participará en la búsqueda de las escalas de valores y de los cambios culturales que han de acompañar a la revolución tecnológica.

No son muchos los pueblos que tienen esa posibilidad. Desgraciadamente, la mayoría del mundo está hundida en el subdesarrollo, en el neocolonialismo, en estructuras primarias, y una buena parte de esos países sometidos a una gigantesca discriminación se limita a procurar la simple supervivencia física contra el azote del hambre y del analfabetismo.

España está en el núcleo pnivilegiado, si bien sea en su retaguardia, muy lejos del bloque de pueblos olvidados, cuyas legítimas aspiraciones nada cuentan en las grandes decisiones de los Estados rectores. Pertenecemos al Norte industrializado. Aunque estemos retrasados en la carrera tecnológica y económica, evolucionamos dentro de una dimensión diametralmente diferente a la del Tercer Mundo, el Sur, a quien no saben escuchar los Estados poderosos como no sea para manipularlo en función de sus estrategias.

Identificados con el Norte occidental, cuya meta es la nueva sociedad de información, disponemos del potencial de un pueblo con capacidad para entrar en la dura competencia que librarán entre sí los Estados industrializados, intentando cada uno adelantar lo más posible.

En el pasado soportamos los conceptos y las palabras ridículas de los que pretendían presentarnos como los elegidos por Dios para ser martillo de herejes y evangelizador es del orbe. Ahora somos sencillamente, ni más ni menos, una sociedad moderna con estructura y recursos que le dan una plaza en el conjunto de los países no tercermundistas. La incompatibilidad entre el pueblo español y la modernidad ha sido uno de los tópicos más duraderos y estúpidos que hemos sufrido. Durante siglos aceptamos la tesis de que en España no había sitio sino para las letras y las artes. Nadie nos discutía el relieve en la cultura mundial de nuestra pintura, de nuestras catedrales, de nuestra literatura, pero se admitía como un axioma que nos estaba vedada la facultad de crear ciencia y tecnología, montar fábricas competitivas internacionalmente, tener los expertos y obreros precisos para el acelerado progreso que puso en marcha la primera industrializaión. La célebre exclamación "¡que inventen ellos!" reflejaba la desesperación ante la presunta impotencia para la economía, la ciencia y la tecnología. Inconscientemente siguen esa línea los que hoy ensalzan justamente la fase en que se encuentran el cine o la pintura, pero silencian la avalancha de alumnos en las escuelas de ingeniería, el dinamismo de los jóvenes expertos y ejecutivos, la aptitud de toda clase de obreros y profesionales si se produce un verdadero impulso nacional de modernización.

El falso mito que nos condenaba a regodearnos en los andrajos y en la picaresca se desplomó en los años sesenta, gracias fundamentalmente a los obreros y campesinos. Es un hecho incontrovertible que los centenares de miles de emigrantes contratados por empresas de Europa occidental se adaptaron a las instalaciones y a los sistemas de trabajo de economías mucho más complejas, y fueron ascendiendo en ellas. Lo que hicieron, pasando directamente del azadón y del andamio a las fábricas y al sector de servicios de Suiza, República Federal de Alemania, Francia, Holanda, fue seguido por el despegue económico que emprendería España con sus ahorros, la creciente corriente de turismo y unas cuantas medidas liberalizadoras que eran contrarias a las políticas de antaño. Desde aquella década de los sesenta hemos ido penetrando en el mundo desarrollado y no hay razones serias para creer que vamos a quedar desenganchados. Corremos la misma suerte.

Al igual que hace dos decenios los recursos humanos -termino adoptado por la OCDE- fueron los que pusieron en pie un país arrumado, la tarea de despejar la ruta hacia la sociedad de información depende del potencial de trabajo existente en la amplia gama que va de los obreros a los profesionales de primera línea, de la mano de obra a los científicos e ingenieros que querrían contratar las multinacionales.

Por esto, junto a puntos esenciales de la política económica -incremento del producto nacional y de la renta por habitante, inflación, financiación y contención del gasto público, inversión, sistema impositivo, comercio exterior-, continúa teniendo prioridad el problema del paro. Tanto desde el punto de vista ético como desde el político y económico, es inaceptable que de cada cuatro o cinco trabajadores de la población activa haya uno desempleado. Con enormes masas de obreros y empleados sin ocupación, con más de un millón de jóvenes en busca de su primer puesto de trabajo, no podríamos tener una economía competitiva, bloqueándose la perspectiva de participar en la carrera hacia la nueva sociedad. Ni siquiera la automatización y la robotización, a que no hemos llegado, justificarían paros de tales proporciones, porque habrán de compensarse con nuevas industrias y nuevos enfoques del mecanismo laboral y del ocio.

La elemental verdad inalterable es que la riqueza de un país está en su pueblo. Sería un suicidio aparcar el tema de los millones de hombres y mujeres sin empleo, con o sin economía sumergida, encontrando una buena parte de la juventud barreras que no puede saltar. La persistencia de esta tragedia conllevaría asimismo nuestro apartamiento de las estructuras socioeconómicas que están intentando construir los norteamericanos, japoneses y europeos occidentales con las oportunidades que ofrecen a los jóvenes, con la racionalidad de su reconversión industrial y con su lucha por lograr porcentajes soportables de desempleo.

Sin embargo, pese al riesgo de que el paro y otras circunstancias abran las compuertas a la exasperación y a la frustración como estado de ánimo generalizado, cabe sostener que los temores, desalientos y desconciertos, tan cultivados en torno a la crisis, encubren algo muy positivo que puede imponer su sello sobre el curso histórico del país: la moderna sociedad española tiene ilusiones nuevas y está tensa, preparada para entrar en las corrientes de innovación que ya se están definiendo en los Estados de avanzadilla.

Es posible detectarlo con el análisis de innumerables datos. Muchos son económicos y técnicos. Otros conciernen a lo que podríamos denominar la estructura cultural. Para abreviar serían quizá suficientes tres consideraciones. La primera se refiere a la juventud, que, por obvia razón biológica, encierra las expectativas de futuro. Aunque el morbo y el sensacionalismo se recreen en los delincuentes y drogadictos juveniles, estadísticamente son un sector irrelevante en comparación con los jóvenes trabajadores y universitarios que ocupan o quieren ocupar un empleo no sólo para ganar una retribución y asumir una función activa, sino para ir más allá que las generaciones precedentes. Un elemento psicológico común a la mayoría de ellos es la voluntad de mejorar las cosas; tal como están no les gustan, y aspiran a superarlas.

La segunda consideración es que el pasotismo significa la forma más pasiva en que se expresa el disgusto por las discrepancias entre la política y las esperanzas sociales; está llamado a desaparecer en cuanto se difuminen las sombras que los miedos de la crisis han tendido sobre el paisaje nacional. Finalmente, conviene meditar en la fascinación que nuestras gentes sienten viendo las consecuciones espectaculares del progreso en países más adelantados.

El hombre vive de ilusiones y de proyectos, no de temores que le paralizan. En el primer quinquenio de los años setenta, la gran ilusión predominante en España era la instauración de la democracia. Cumplido ese objetivo, que movilizó a todo el pueblo, cuando va a empezar el segundo quinquenio de los años ochenta -en medio de la crisis que nos toca encarar-, una de las principales ilusiones de los españoles es participar en la revolución tecnológica, cultural y económica que traería otro modelo de sociedad.

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