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Disneylandia

Nada me produce tanto sonrojo, fastidio y temor como el afán con que empresarios, propietarios, industriales, mecenas y autoridades locales, autonómicas y estatales tratan de conseguir la elección de algún lugar del territorio español para la implantación en él de la Disneylandia europea. Se me abren las carnes de vergüenza al pensar que de aquí a unos años cierto lugar, hasta ahora sólo frecuentado por el turismo veraniego, pueda ser el escenario de tan descomunal necedad. Es de señalar que hasta ahora empresarios, industriales, propietarios y autoridades, a través de sus portavoces, han señalado la conveniencia de conseguir esa elección por la magnitud de la inversión extranjera, que supondrá, por el número de puestos de trabajo que creará, por el volumen de negocio y riqueza con que se beneficiará el afortunado lugar y, en fin, por el incremento de turismo -y no sólo estival- que provocará tan señalado triunfo sobre la competencia extranjera. Es decir, la cantinela de siempre: la iniciativa se justifica -como si de la fábrica Opel o Ford se tratara- por las indudables ventajas industriales que procura (mucho más llamativas en estos momentos de depresión, en los que todo vale a cambio de puestos de trabajo), al tiempo que se silencian los graves riesgos y daños que todo el país (pues si al decir de sus promotores todo el país se beneficiará de su instalación, también será todo el país quien tenga que sufrir su agresión) habrá de padecer a cambio de permitir el uso en su suelo de tan infamante juguete.Me consuela pensar que la tradicional incompetencia de los plenipotenciarios españoles colaborará en firme para que el proyecto se haga realidad fuera de nuestras fronteras: que Mitterrand, ocupado en asuntos de mayor monta, olvidará producir el veto del Elíseo a la iniciativa americana y que el ejecutivo californiano, formado en la adoración al bistrot y al flic como supremas expresiones de la cultura europea, y siempre con la vista puesta en las estadísticas del turismo trasatlántico, al final se decidirá -para dolor de nuestros empresarios y autoridades e inmenso regocijo mío- por una muy sensata instalación galicana. Así que para compensar, reducir y mitigar las largas horas de insomnio que esta amenaza me causa, a veces me consuelo -al tiempo que me procuro un placentero duermevela- con la imaginaria visión de los señores Fraga, Robles Piquer y Herrero de Miñón subidos a un carro en forma del elefante Dumbo, en un carrusel del Midi, para celebrar su triunfo en cualquier conferencia internacional conservadora. O, mejor aún, tocados con los atuendos de los tres cerditos para levantar la sólida casa de ladrillo inexpugnable al ataque con dientes y garras del feroz lobo gundisalino.

Acerca de este particular caso ninguna voz se ha levantado, hasta ahora, para denunciar los peligros y daños de la nueva industria. Están demasiado cerca los casos de las centrales de Ascó y Lemóniz, de la planta de aluminio de San Ciprián, de la fábrica de cemento de Carboneras y de tantas térmicas y refinerías del litoral como para confiar en una conciencia pública que sólo despierta cuando respira las emanaciones tóxicas que salen de sus chimeneas. Sólo cuando el mal es irreparable surge la protesta y la intransigencia que, una vez puestas en marcha, apenas se pararán a pensar en la inversión extranjera o los nuevos puestos de trabajo, disfrutados por unos pocos a cambio del mal de muchos. Todo lo que he visto hasta el momento presente se reduce a una carta al director de este periódico en la que se permitía advertir al público de los peligros implícitos en unas falsas y desmedidas esperanzas colocadas, una vez más, en la llegada del maná.

Pero si hay una industria nociva, ésa es Disneylandia. No tiene que lanzar al mar o a la atmósfera residuos tóxicos porque todo lo que produce es puro veneno. No acabará con la vegetación o la fauna locales, sino con algo cuya reproducción -si es posible- requiere mucho más tiempo y esfuerzo, la personalidad propia. No eliminará un determinado eslabón del equilibrio ecológico, imprescindible para la supervivencia de toda la cultura, sino que atentará contra toda ella al provocar su sustitución por otra; no afectará a un elemento determinante de la vida local, sino que alterará de raíz su manera de ser. En estos momentos en que se toleran y cometen, tantos desafueros por defender la personalidad propia -al parecer amenazada por una bandera, por un rótulo en otra lengua o por el símbolo de los servicios postales-, ¿es posible que nadie levante la voz para denunciar la amenaza que se cierne sobre todo el ámbito infestado por Disneylandia? Una tierra esquilmada, una atmósfera enrarecida y una comunidad con escasos recursos serán siempre más habitables que una tierra invadida por Bambys, Gooffys, Plutos y Mickeys.

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Desde hace años se percibe en este país un cierto movimiento de repulsa contra todo lo que supone una parcial dominación extranjera, sobre todo si procede de América. Nada original hay en tales movimientos, que han surgido en aquellos países que, insolublemente condenados a alguna esclavitud, procrean en su seno una manifestación al derecho al pataleo. Se diría que cuanto más ideológicamente equipadas están tales actitudes más inútiles resultan, y que las iniciativas contra la permanencia de las bases norteamericanas o en favor de la rescisión del compromiso de ingreso en la OTAN, con toda su aparente seriedad pacifista, adolecen de ese carácter infantil que el poder, cualquiera que sea, se atreverá a desdeñar. Me pregunto por qué esas ilustres cabezas que cada semana piden una firma contra esos pac-

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Disneylandia

Viene de la página 13 tos y cada mes organizan un festival rock con el que superar la división del mundo en dos bloques, no se, pronuncian en cambio sobre el proyecto Disneylandia, y a mí mismo me digo que en una mentalidad organizada sobre la moral de los dibujos animados, el miedo a la bomba o a la boca de cañón no deja espacio para el horror al repugnante ratoncito o al intolerable pato. Pero que quede bien claro que en todo el siglo XX no ha habido un mayor corruptor de menores y mayores que Walt Disney, quien, no contento con el daño realizado, al parecer retiene su aliento -como san Juan- en un sepulcro refrigerado para renacer y asolar el XXI con nuevas y más fúnebremente adquiridas ideas; nada, a mi parecer, ha detenido y retrasado tanto la compostura moral de Occidente como esa malhadada tribu de Bambys, Gooffys, Plutos y Donalds; nadie ha contribuido como ellos para la conversión del niño en un muñeco de reacciones mecánicas, para quien todo está dibujado de antemano. Nada me resulta tan nocivo y vituperable como el modelo de conducta que se desprende de sus historias y, por consiguiente, nada me parecería más digno y elegante, por parte de una comunidad, que despreciar sus ofertas para defender un estilo propio que nada tiene que aprender de ellas.

Se mire como se mire, la instalación en España de Disneylandia es una forma de prostitución pura y simple. Dentro de la prostitución hay grados: desde la que se ejerce para comer, sobrevivir o sacar al niño adelante hasta la que permite la adquisición de pieles, joyas y un apartamento en la playa. A la postre, las clases más altas son las más degradantes y esclavizantes, pues no resulta tan fácil adquirir una esmeralda como un plato de lentejas. De la clase superior será la de quien se deje seducir por Disneylandia, porque para el resto de sus días no podrá volverse atrás; para eso vigila Walt Disney desde su sepulcro refrigerado. Y una vez instalada en nuestro país, ¿se extrañará alguien de ver quemar una bandera o pedir la salida de la OTAN en la misma plaza de Patoburgo?

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