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El libro, el lector y el otro

Una de las características notorias para el espectador común de la vida cultural española de los últimos años es la ampliación de su repertorio bibliográfico. Y en los volúmenes de novedades publicados descuella una serie interesante de obras y autores españoles. Signo de nuevos tiempos. Quiero referirme en especial a aquellas obras que poseen las características de la reflexión más libre en tomo a cuestiones artísticas, sociales, políticas o filosóficas de nuestra contemporaneidad, obras en unos casos de tenor periodístico, en otros más rigurosas o especializadas, como son el estudio o el ensayo filosóficos. El renacimiento o el desarrollo del ensayo es un fenómeno positivo y necesario en una cultura que se moderniza a pasos precipitados, y plantea, con su ineludible aunque conflictivo progreso, problemas nuevos de índole sociológica, estética o filosófica en general. Menos notoria, pero igualmente signiificativa, es la circunstancia de que algunas editoriales españolas que en los años setenta habían abierto las puertas a la publicación de un tipo de ensayo innovador y polémico, o simplemente vanguardista, las han cerrado rápidamente en busca de un mercado más rentable y más acomodaticio: el hecho de que algunas casas de ediciones hayan suplantado sus colecciones de autores más o menos informales por colecciones de novelas más o menos triviales en algunos casos, o bien por libros de garantizada consistencia y salida profesional y académica. Esta última circunstancia, ciertamente negativa aunque no desesperante, constituye hoy un serio obstáculo para los autores más jóvenes o para aquellos que, aun no siendo noveles, tampoco han gozado de las gracias de los medios de masas, en el sentido de un apoyo a su reconocimiento y divulgación. Algunos talentos jóvenes se sienten desanimados.Ambos fenómenos, el crecimiento de la producción editorial en materia de ensayos y la timidez o, ¿por qué no?, el oportunismo que también se cierne sobre este mismo horizonte editorial, remiten a una serie compleja de factores tanto nacionales como internacionales, y de orden tanto cultural como político. Pero ambos fenómenos remiten también a un problema, o acaso simplemente a una ausencia en nuestra vida cultural. Quiero referirme a ella.

Para comenzar, una somera reflexión. Para escribir un libro se necesita relativamente poco: papel y lápiz, y un editor. Cuando el libro sale de la imprenta se encuentra, sin embargo, con una nueva configuración; la audiencia, su público, el lector. A través de esta sencilla secuencia, un libro se transforma en otra cosa. En la soledad de la creación fue él una maravillosa experiencia personal, íntima. En el momento en que el libro yace tranquilo en los estantes de las librerías se convierte en un objeto cultural: una cita de la cultura objetiva.

Quiero subrayar una cuestión por todos conocida, pero nunca lo suficientemente cuestionada. Un libro, aun el más humilde, por el sólo hecho de aparecer en los escaparates de las librerías se convierte en la pieza de un juego cultural interesante, y al que podemos muy bien llamar vida intelectual de una ciudad, de un país o de una época. Las obras literarias o artísticas comienzan a vivir y a participar de una intensidad nueva, precisamente por convertirse en este objeto preciado: un conjunto de páginas impresas y encuadernadas. Entre el libro y el lector surge un tercero, una dimensión pública entrecosida de comentarios, críticas, reproducciones, reelaboraciones, censuras y también ninguneos. La vida de un libro comienza precisamente en este medio, y la vida de una cultura intelectual no se nutre precisamente de otra fuente.

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Este tercer factor, que no es el

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lector, ni el Ebro, ni su autor, posee un lugar institucional e intelectualmente definido: es la crítica literaria y artística, la crítica de libros. Y se puede afirmar en este sentido que la crítica, y solamente ella, es la fuerza que mantiene a un libro y a la producción literaria o artística de una época como algo dinámico, vivo, polémico, como algo objetivamente presente y renovador. El caso extremo -aunque no tan extremo entre nosotros- es el del libro ignorado o ninguneado por cualesquiera razones. Estos libros son como fallecimientos prematuros, y en el caso de que reúnan un interés intelectual silenciado constituyen el triste testimonio de una vida cultural esclerosada, carente de dinamismo y, en definitiva, de pulso.

Y ahora la gran ausente que quiero invocar: la crítica de libros. La creación y producción literaria no requiere solamente de papel inmaculado y editores simpáticos. Necesita además de algo mucho más complejo y sofisticado: un medio intelectual y unos órganos (revistas, espacios en los medios de masas y un marco adecuado en las universidades) que sean capaces de acogerlo, de entrar en contacto con él para ensalzarlo, analizarlo, criticarlo o aun hacerlo pedazos. Sólo entonces el libro se convierte en una experiencia objetiva para su autor y en una aventura intelectual para la comunidad a la que está dirigido.

No es preciso ser un observador muy atento para percatarse de que en nuestra cultura no existe apenas espacio para esta crítica literaria. Prácticamente el par de páginas dominicales de un solo periódico y un par de revistas de secundaria importancia constituyen los únicos testimonios de lo que en España se escribe y se piensa. Y no sólo es un problema de espacio. La figura del crítico de arte, de literatura o de filosofía no goza entre nosotros precisamente de gran respeto. La mayor parte de los autores jóvenes consideraría una tarea despreciable hablar en público de lo que hacen sus colegas. Nuestras universidades cierran estrechamente sus filas a todo lo que huela a novedad literaria, artística o ensayística, bajo el signo de un deplorable. corporativismo. A ello se añade la rancia tradición del amiguismo y su necesario correlato, el ninguneo. Por su parte, los medios de masas, muy poco informados en materia de creación intelectual o artística, practican una crítica que muy bien podría llamarse salvaje, pues en ella la trivialidad se da la mano con el irresponsable aventureo. En compensación se prodiga en España la práctica de los premios literarios y artísticos. Pero los premios son una instancia que media entre el autor y el lector autoritativamente, lo mismo que la publicidad, -y además la historia enseña que los jurados de premios literarios, excepto cuando galardonan a autores consabidos y consagrados, han tenido y tienen por sino el fallo fallido. Tampoco es raro, desgraciadamente, el caso en que los premios se otorguen a título de intrigas y maniqueísmos.

Si mí análisis no es completamente erróneo, aquellos dos fenómenos complementarios que he puntualizado, el desarrollo de la producción editorial y un cierto conservadurismo en las estrategias de ediciones, pueden conducir a una situación indeseable: la desorientación del público y una pasividad, sino apatía, por parte del lector. En términos de mercado, ello revierte en una disminución de las ventas de libros, y en términos de cultura se traduciría en un empobrecimiento o apatía intelectuales. Pero todavía existe un tercer factor que debe consignarse. La ausencia de una verdadera crítica literaria tiene por resultado la inexistencia de una autoconciencia cultural, algo que impide precisamente ir más allá, progresar, en el más estricto sentido de la palabra, en cuanto a la cantidad y a la calidad de nuestra producción intelectual.

No puedo cerrar este comentario sin una apelación a soluciones posibles. A este respecto, creo dignas de desconfianza las expectativas de más o menos milagrosas intervenciones de la Administración. Más y mejores bibliotecas, ferias y celebraciones de conferencias, una proyección internacional mínimamente razonada del libro español o una reforma auténtica de los esclerosados métodos de la enseñanza superior son, por cierto, tareas de no escasa importancia. Pero el centro de la cuestión reside en la misma actitud intelectual tanto de autores como de lectores. La conciencia de que un libro no lo producen solamente una individualidad creadora, un editor más o menos osado y un periodista amiguillo, sino precisamente un ambiente intelectual abierto al diálogo y a la crítica es, sin lugar a dudas, la única premisa que puede garantizar en estas cosas un futuro mejor.

Eduardo Subirats es profesor de Estética en la Universidad Politécnica de Barcelona.

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