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Nacido en USA

Cuando se ha sido derrotado no hay que llegar los hechos; es mejor aceptar la evidencia y rendirse. De forma que, tras largos años de sostener que Springsteen era un invento del show biz americano, finalmente he entrado en unos grandes almacenes y me he comprado todos sus malditos discos. Bajo la pequeña pila han quedado semisepultados Talking Heads, Nina Hagen y el mismísimo Brian Ferry, y desde hace 24 horas el Born in the USA regresa una y otra vez al plato, y a todo volumen, como corresponde."Tuve un hermano en Khe Sahn, luchando contra los vietcong / Ellos están todavía allí, él ha muerto". A simple vista, leyendo las letras de Springsteen resulta muy extraña la pretensión de R. R. de apuntarle como un cruzado más en la campaña reaganiana por una nueva América. Pero todo tiene su explicación: más allá del duro realismo de las palabras, Born in the USA es un himno. La amargura de la letra contrasta con el poderoso optimismo de la música, con unos arreglos agresivamente triunfales. Springsteen no transmite la sensación de sentirse como un perro demasiado apaleado, sino como el orgulloso sobreviviente en una tierra dura y en unas condiciones difíciles: de nuevo el espíritu de la frontera.

Sin embargo, Springsteen no parece un prototipo de la América de Reagan: su puesta en escena y probablemente sus sentimientos políticos y sociales proceden mucho más de la América de los años setenta, antes del terremoto de la nueva derecha. Quizá su fuerza misma es consecuencia de esa ambigüedad, de esa duplicidad: una estética que remite a los años setenta y un mensaje de orgullosa autoafirmación, propio de la década de Reagan.

¿Por qué esa ambigüedad, por qué esa síntesis contradictoria? La bochornosa menopausia intelectual de la izquierda de nuestros días nos ha hecho olvidar quizá que buena parte de la fuerza del primer marxismo venía de esa combinación de sentimientos opuestos.

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El Manifiesto es un canto a las conquistas históricas del capitalismo, a la vez que una profecía de su hundimiento y superación a manos del proletariado, la más desgraciada de sus criaturas; la ambigüedad de Marx respecto a la estremecedora crueldad y el carácter históricamente progresivo del imperialismo europeo ha hecho correr ríos de tinta.

La degeneración del marxismo en nuestro siglo ha conllevado la reducción del discurso progresista a una contraposición de blancos y negros sin posibles ambigüedades. El capitalismo estaría ya definitivamente condenado, y su sobrevivencia sería puro parasitismo y descomposición; los discursos obsesivamente monológicos del imperialismo (Lenin) y del exterminismo (Thompson) han hecho olvidar a la izquierda que la realidad tiene dos caras, y que a menudo progresa por la más tenebrosa.

Esta reducción del pensamiento progresista a una condena monocorde ha tenido efectos paradójicos. La más grave crisis de la historia del capital no parece haber podido poner punto final a esa historia, la guerra mundial que pondría fin a nuestros pesares se retrasa; una izquierda que no quiere hacer cuentas con la realidad se dedica, por tanto, a extraños ejercicios masoquistas, previendo el futuro como el colapso de la civilización en un tono más próximo al de Bell, o Huntington que al viejo optimismo de Marx. Son los achaques de una generación ya acomodada en lo personal, y que oculta su mala conciencia con ideología falsamente radical. Hablar del apocalipsis puede ser una forma de no hablar de lo que se está haciendo a diario.

En América, el apocalipsis ya tuvo lugar entre 1975 y 1980: la derrota en Vietnam, el sentimiento colectivo de humillación y de culpa, la decadencia económica, el escándalo de una presidencia corrupta, la nueva humillación de Teherán. El espectáculo era quizá gratificante para una izquierda cada vez más masoquista y carente de alternativas positivas, pero era inevitable que provocará una reacción en sentido contrario. No tiene sentido esperar que la nación más poderosa de la Tierra se deje extinguir en una apoteosis de autohumiIlación.

La reacción se produjo en 1980 y llevó a Reagan a la presidencia. Lo curioso es que aún hoy, después de su clamorosa reelección, la izquierda sigue sin sacar la moraleja, sigue creyendo que es posible apostar por la paz y el progreso simplemente identificando a Estados Unidos con el imperio del mal.

Una forma de ver más allá de ese obtuso espejismo es tratar de profundizar en el sentimiento popular de autoafirmación que ha acompañado en Estados Unidos al ascenso de la nueva derecha. Springsteen no es Reagan y no se hace ilusiones sobre el mundo en que vive, pero tampoco se siente culpable, desencantado o derrotado. Muchos millones de norteamericanos comparten su visión del mundo y sus sentimientos, y podrían votar a un candidato progresista que les ofreciera un futuro, en vez de volver a las fórmulas gastadas del pasado, que les ofreciera razones para creer en una imagen de sí mismos distinta de la siniestra caricatura que ha dibujado la izquierda europea de los últimos 20 años. Si él discurso supuestamente progresista se mantiene en cambio encerrado en la lógica monocorde del apocalipsis y la culpabilización, puede que tengamos derecha, rearme y guerra fría, nuevos o no, para rato.

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