El capuchón de plomo
A las 14.10 del miércoles día 14, cuando las puertas de la sucursal de la calle Fontanella ya estaban cerradas. para los clientes que acuden a realizar las operaciones de caja habituales" un hombre de mediana edad y de rasgos neutros pidió al guardia jurado que le franqueara el paso. Se trataba de una de las personas que tenía alquilada una caja de seguridad y que se benefician de una ampliación del horario de oficina hasta las 14.30.Tras bajar las escaleras que llevan a la cámara acorazada, el cliente cumplió los trámites de identificación: presentó su DNI y firmó en el libro de registro ante el empleado que guarda la puerta que da paso a la cámara. Abrió la caja que tenía alquilada utilizando su llave y otra idéntica que guarda el banco, sin la cual no es posible realizar la operación. El empleado se retiró y cerró la puerta tras él, cumpliendo el reglamento que obliga a dejar aislado al cliente si éste piensa invertir algunos minutos en la operación.
Exactamente diez minutos después -así consta en el libro de registro- un nuevo cliente solicitó los servicios del empleado de la cámara. Las características físicas eran las mismas: rasgos comunes, edad media y acento castellano normal. Cumplimentó los requisitos en algo más de un minuto y entró en la cámara en el instante en que el primer cliente la abandonaba. Momentos después, tras efectuar una rápida operación, el segundo cliente abandonó la sucursal. Faltaban escasos minutos para el cierre y nadie más entró en la cámara.
De la reconstrucción de estos hechos los expertos establecen que el primer cliente contó con un minuto escaso para neutralizar el radar volumétrico que se activa automáticamente cuando la sucursal cierra sus puertas. Durante ese minuto, el segundo cliente podía garantizar que el empleado no entraría para nada en la cámara, al tenerle ocupado en el mostrador para cumplimentar los trámites.
El hombre que se encontraba en la cámara trepó por la pared apoyando pies y manos en las pequeñas ranuras existentes entre las hileras de cajas metálicas. Una vez arriba, colocó un capuchón de plomo en el foco del radar que inutilizó su capacidad de rastreo. El tiempo empleado fue mínimo y quien escaló no pudo perder parte de él en ponerse y quitarse unos guantes, con lo que sus huellas quedaron en las superficies metálicas de las cajas.
Cuando, a las 14.30, el servicio se cerró nadie se apercibió del pequeño capuchón de plomo que cubría el radar. El camino de la cámara sólo quedaba bloqueado por la pared de hormigón y acero que horas después devoraría la lanza térmica.
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