El París primero
Corría -como decían los novelistas del siglo pasado- el año 1949 y el viaje a Francia era para muchos sólo un sueño. La guerra civil primero, la mundial después y el cierre de la frontera por parte gala habían retrasado largamente una gira que en circunstancias normales debía hacerse sin ningún problema.Nos lo dijeron antes de salir: "Desde la frontera a París no encontraréis ningún bache". Mi hermano, mi cuñada y yo nos miramos escépticos; la gente que viaja por el país vecino en seguida se enamora de él y exagera sus ventajas. Ningún bache... En la España de entonces, donde lo difícil era encontrar un kilómetro de firme en buen estado, aquélla nos parecía una exageración motivada por el deseo de épater.
... y resultó verdad, claro. No había un bache hasta París; esta ciudad sí los tenía, pero eran baches morales. La guerra reciente había dejado huellas difíciles de borrar, y los franceses se habían dividido en resistentes y colaboracionistas; algunos habían pasado de una situación a otra en un par de semanas. Sólo así podía explicarse que la Place de la Ville se llenase de encendidos- partidarios de Pétain y unos meses después lo hiciese con vociferantes seguidores de De Gaulle, estos últimos persiguiendo con corte de cabello a las mujeres que habían salido con los ocupantes, o con cárcel y fusilamiento a los hombres que habían tratado con los alemanes. Hacía poco que Sacha Guitry había publicado el libro donde narraba las peripecias de su caso concreto. Los mismos que, aprovechando su prestigio de autor, director, actor, le habían implorado para que ayudara a sus hijos a salir de la prisión o a evitar que los deportaran, se negaban después a testimoniar en su favor en el proceso que le hicieron y del que, a pesar de ello, salió absuelto. Personalmente recuerdo una escena significativa en la plaza de la ópera: tras un leve incidente -peatón a punto de ser atropellado por un autobús, protesta airada y salida del conductor- hubo un matiz inesperado y fue la frase violenta de éste: "No estamos en tiempos de los boches". El otro era tan francés como él, pero el grito le había: salido de una herida que todavía supuraba en la carne de los franceses.
Herida tanto más rara cuanto el país vecino ha tenido siempre la sabiduría de asumir todo su pasado y sacar partido de todos sus personajes históricos. Delante del hotel en que me hospedaba se levantaba la estatua de Juana de Arco, pero en el Bd. Saint Germain aparecía la de Dantón vista con igual agrado. En el Museo Carnavalet enseñaban con la misma emoción el texto primitivo de Declaración de los derechos del hombre, totalmente revolucionaria, y las últimas palabras de María Antonieta escritas o, mejor, puntuadas con un alfiler sobre un delgado papel: "Je suis gardée a vue". Era la respuesta desesperada a la pregunta de sus amigos sobre cómo podían comunicarse con ella. No podían. Tenía guardias que no le perdían de vista, y los tuvo hasta subir al cadalso. Francia, pensaba, consigue presumir de todo su recuerdo mientras nosotros nos apresuramos a derribarlo, sea en forma de estatuas o de placas.
Políticamente, pues, París entonces no era una fiesta como la que describió Hemingway en los años veinte, por que quedaba el recuerdo doloroso de 1.000 muertos y humillaciones, lo que se notaba incluso en la canción, triunfante entonces, que oscilaba entre la tristeza y la leve esperanza. Fui a ver a Edith Piaf, aquel ser menudo y feo como una Marianela francesa a quien alguien hubiera prestado un vestido de noche para salir al escenario y que, de pronto, multiplicaba su presencia con una voz desgarrada que hablaba de sentimientos también desgarrados, pero que acababa con un "je ne regrette rien" donde reivindicaba su vida entera sin un remordimiento ni un reproche.
Y también oíamos esa nueva canción sobre el río venerable y vital de París. Sólo los franceses podían personalizar tanto a la naturaleza como para hacerla vibrar con sentimientos humanos y aun eróticos. Así, tras citar los paisajes de la región que su corriente cruzaba, aprovechaba que el río es femenino en francés para que tuviese un escándalo en la ciudad: "Car le Seine est une amant / et Paris dorme dans son lite".
Era el tiempo también de Juliette Gréco y su existencialismo pasado a la canción canalla. ¡Qué habilidad la de esos franceses! Tenían hambre y frío, sólo podían vestirse con harapos... y entonces se les ocurre hacer de la necesidad moda. En cavernas sin calefacción, con comidas y bebidas de tercera, aparecía Juliette con un vestido humilde y negro y despeinada porque la peluquería era cara. En cualquier otro sitio eso hubiera sido llamado mugre, pero en Francia le llamaron nuevo estilo, y al imponerle su prestigioso sello lo impusieron en el mundo entero. Todas las ricas que tenían modista y peluquero se despeinaron y se vistieron de pobres mientras oían sus discos. Eso, reconozcámoslo, sólo lo puede hacer París.
Luego del espectáculo, el español recién salido de la protección moral de Franco se precipitaba a la librería del Ruedo Ibérico, Rue de la Seine, donde se deslumbraba ante los títulos que prometían, con lujo de detalles, los secretos del franquismo que nosotros apenas podíamos susurrar en el café Gijón. Tras una ojeada al volumen, alternado a veces (reflejo condicionado) con otra a la puerta, comprábamos unos cuantos libros, planteándonos luego el dilema de arriesgarlos en el paso de aduanas -entonces muy rígido- o leerlos en París, llevándolos en el único sitio donde no podía quitárnoslos ningún dictador, esto es, en la memoria.
La visita al París de entonces, seamos sinceros, no se completaba sin una visión de ese desnudo que nos negaban en España y que nos llevaba a Follies Bergére, ¡oh!, al Casino de París, ¡ah!, y a detenernos más de la cuenta ante los quioscos exuberantes de tètons y más tètons.
Hoy parece increíble, pero ir a París entonces era una aventura que contábamos, embelleciéndola, claro, en las tertulias a la vuelta. En nuestra relación, los pechos y las nalgas se multiplicaban y las aventuras nocturnas crecían desmedidamente. "Las francesas, ya se sabe...". Contrabandeábamos imágenes verdes y noticias políticas. Allí dicen que Franco tiene los meses contados. Y era verdad. Sólo que fueron muchos más de lo que, ilusionados, contaban los exiliados. Ellos utilizaban simbólicamente al contarlos un par de manos, y resultaron varios ciempiés.
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