Estampas bostonianas / 1
Lo único que he llegado a saber a ciencia cierta sobre los norteamericanos es que son raros, muy raros. Estados Unidos es un país diverso y enorme, un continente en sí mismo, un mundo encerrado en su colosalismo. Ni los cinco meses que he vivido últimamente allí ni la docena de viajes que antes realicé por esas tierras proporcionan el conocimiento suficiente como para desentrañar el tuétano del monstruo. Sólo hay una certidumbre, una evidencia: su rareza. Nuestra potencia es una potencia de alienígenas. Resulta particular mente inquietante porque en apa nencia son como nosotros. O sería mejor decir que nosotros somos como ellos. Vestimos los consabidos e idénticos pantalones vaqueros, compramos las mismas marcas de electrodomésticos, tarareamos sus canciones de moda y bebemos coca-cola como ellos. Los indios de Nueva Delhi, los chinos de Pekín, los aborígenes de Papúa, son, sin duda, distintos a nosotros, eso es obvio, eso está asumido y aceptado. Pero los norteamericanos... Nos creemos que son como, nosotros y que conocemos su cultura de memoria., Craso error. Yo diría que la misma sociedad inglesa se semeja más a la española que a la que han organizado, en un tiempo récord de la Historia, sus hijos de ultramar. Desde allí me he dado cuenta de que Europa existe. Norteamérica es la diferencia, es otra cosa.Vivo en WeIlesley, un pueblecito a 30 kilómetros de Boston. Un suburbio riquísimo de una de las zonas más ricas del país más rico del mundo. El resultado de la suma de todos estos superlativos es exquisito: es un lujo sólido y antiguo. Estados Unidos nació aquí, en New England, y aquí se asienta una especie de aristocracia, familias que pueden remontarse en su apellido por dos siglos. Cuando llego, a mediados de enero, descubro con deleite que estoy instalada en un paisaje de mi infancia: es el paisaje de las tarjetas de Navidad. Bellísimas casas de madera del siglo XIX, con porches y columnas; jardines nevados, abetos escarchados, coronas de muerdago en las ventanas, y en los aleros, un festón de carámbanos que parecen de azúcar. Cuando les explico a los norteamericanos que nuestras felicitaciones, antaño llamadas christmas para más inri, reproducen paisajes nevados, aunque en España apenas nieve, y casas de balaustradas y maderas, aunque sea un estilo arquitectónico allí inexistente, y coronas de muérdago, aunque este adorno jamás ha formado parte de nuestras tradiciones navideñas, los pobres se quedan admirados. La verdad es que si me detengo a pensarlo yo también me admiro.
SÍMBOLOS, MITOS Y RITOS
Poco a poco voy constatando lo mucho que yo sé sobre los norteamericanos y lo poquísimo que ellos saben sobre mí, como ente español y forastero. No es sólo el hecho de que esté más o menos informada de su geografía, su historia política, su presente. Es, sobre todo, que me sé las canciones de Glenn Miller, por ejemplo; que conozco su pasado folklórico; que soy capaz de citar más tribus de indios americanos que ellos mismos; que soy yo quien, a veces, dice el título de esa película estadounidense de los años cincuenta que los demás asistentes a la reunión, todos del país, no consiguen recordar. En suma, me sé todos sus símbolos, sus mitos y sus ritos. ¡Por Dios, si hasta soy capaz de tararear el himno del Séptimo de Caballería! Y ellos, en cambio, nada. Es el vacío, la ausencia total de conocimientos exteriores. No es que yo pretenda que se sepan el himno de la Legión española, pongo por caso. Sé bien que ellos son la primera potencia del mundo y nosotros nada, una birrita. Pero es que saben tan poco- que es pasmante:
-Soy española -digo, por ejemplo.
-Ah, ¿mexicana?
-No, española.
-¿De Puerto Rico?
-No, española, de Madrid, de España, de Europa.
-¡Ah, española de España!, ¡ah... Qué interesante!
Y no vuelven a decir palabra, se ve que su interés es muy discreto. O quizá es que no estén muy seguros de por dónde cae la cosa. De España les suena vagamente que hay corridas de toros, claro está. También les suena Franco. Algunos se desalentaron muchísimo cuando les informé de que Franco se había muerto hacía 10 años: es natural, perdían así, de un sólo golpe, la mitad de sus conocimientos sobre España. Estar al día es cada vez más complicado.
Ya sé, ya sé que todo esto forma parte de la caricatura más vulgar, del tópico más tradicional sobre EE UU. Naturalmente, no todos son así, pero lo estremecedor es que muchos responden al esquema. Una estudiante hispanista de la universidad de Wellesley, una alumna brillantísima llamada Nancy Schena, realizó una en cuesta entre colegiales de primera y segunda enseñanza, de 10 a 18 años. El objetivo de su estudio era investigar los conocimientos de los jóvenes sobre Latinoamérica, y el resultado fue lo que se dice espeluznante. Los encuestados, incluyendo a los de mayor edad, apenas si eran capaces de nombrar algún país de Sudamérica. Algunos citaron Vietnam o Camboya como naciones centroamericanas. En fin un verdadero disparate. El mundo exterior no existe. No existe en los periódicos, en las televisiones, en la memoria, en los ensueños de las gentes. Estados Unidos es un todo, que se devora a sí mismo. El resto on tinieblas.
AMABILIDAD CON AGENDA
Amabilísimos, son amabilísimos, de eso no hay duda. Nada más llegar me invitan para diversas comidas y cenas. Todo a milenios vista. Es bien sabido que en EE UU las citas de placer se conciertan con un mes de anterioridad, semana más o menos. Las citas de negocios creo que son mucho más rápidas. En cualquier caso, tan demorada vida social te obliga a apuntar en algún lado los compromisos amistosos, porque de otro modo es imposible el acordarse. Me asombro de lo complicado de este nitual de encuentros, y lo comento.
-Cómo, ¿quieres decir que en España la gente no usa agendas para apuntar las citas con sus amigos? -me contesta una estadounidense, en el colmo de la perplejidad y el pasmo.
Aquí la gente decente tiene un juego de agendas. La profesional y la social son obligadas. Tal parecería que su vida de placer se rige por las mismas reglas y obsesiones que la vida laboral. Como si la vida social fuera también trabajo, un trabajo que hay que desempeñar para no salirse de la norma. Lo normal aquí es tener un empleo, adquirir una casa en propiedad, poseer uno o dos coches, uno o dos hijos, uno o dos cónyuges (al guno de ellos con categoría de ex), trabajar desaforadamente y salir de cuando en cuando a cenar con amigos, porque de otro modo se sería raro. Y en esta rara, sociedad norteamericana ser raro debe de ser asunto incomodísimo. Entonces vas a la comida o a la cena, y te preparan manjares suculentos, y te miman, y te tratan a cuerpo de reina, y hablas del tiempo. Porque lo correcto es permanecer dos horas en la casa ajena, justamente dos horas, ni más ni menos. Y, claro, no se va a sacar un tema interesante, un tema que pueda enzarzarse en un debate y que prolongue la estancia, ¡qué grosero!
Aunque tampoco es muy probable que haya un debate, y menos un enzarzarse en cosa alguna. Se diría que los norteamericanos no discuten. La verdad es que de primeras esta falta de empecinamiento es todo un gozo. Atrás quedan las pasiones sulfúricas, los berridos, la intransigencia y el mentarse a la madre de los países latinos. Pero después una empieza a asfixiarse entre tanto Versalles, tanto minué verbal, tanto dar vueltas incesantes sin llegar al núcleo de las cosas, sin encontrar un centro entre la nada. Tengo la impresión de que los norteamericanos no te llevan nunca la contraria. Si dices algo con lo que no están de acuer-
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do, es muy probable que cierren el asunto con un cortés "¡qué interesante!" y un pequeño silencio embarazoso.Llevando la generalización, que siempre es engañosa, hasta su extremo, diría que son gente que procura evitar el dar cualquier tipo de opinión, el mostrar públicamente sus ideas. El idioma inglés posee, como el nuestro, toda una familia de palabras para adjetivar a aquellos que se exceden en rigidez de ideas: intransigentes, dogmáticos, totalitarios, esquemáticos... Pero hay una expresión más, una palabra/insulto que nosotros no tenemos: opinionated, que se podría traducir por opinionado, es decir, con opiniones. Es un término menos descalificador que intransigente, por ejemplo, pero es claramente negativo, y se aplica a aquellos que parecen tener ideas hechas sobre las cosas: por lo visto, construir un universo propio de opiniones no es correcto. O al menos no es correcto el expresarlo. Quizá crean que es posible pasar por la vida en un estado de levitación mental, sin definirse, olvidan do que el mundo te define aunque no quieras. O quizá sea todo un resultado natural de su pasado. A fin de cuentas, los norteamericanos han improvisado un país sobre la marcha. De un conjunto heterogéneo de italianos, irlandeses, rusos, chinos, africanos, judíos, indios, polacos, ingleses y otros etcéteras, cada grupo con su cultura y sus creencias, han tenido que construir una homogeneidad, una convivencia.
Quizá ese callar las opiniones, ese crear un magma común y amorfo fuera una táctica necesaria para admitirse mutuamente y no matarse. Hace sólo 150 años, la mitad de Estados Unidos era todavía una tierra sin ley, un Oeste salvaje y fronterizo. En tan asombroso y breve lapso de tiempo se han convertido en la primera potencia del mundo occidental. Si el éxito se mide sólo en una escala de poder, el triunfo norteamericano es colosal. Lo que pasa es que yo creo que hay otras medidas y que a veces los costes son sangrientos.
CENA, SEPARACIÓN Y FUGA
Ceno en casa de JF, una abogada estadounidense de unos 35 años. La cita fue hecha hace más de un mes, como es habitual. Desgraciadamente, en el transcurso de estas semanas JF se ha separado de su marido, con quien llevaba viviendo muchos años. Pero como ella se ha quedado con la casa, la cita se mantiene.
El ambiente es, por supuesto, muy agradable: los norteamericanos son unos anfitriones detallistas. JF ha preparado todo meticulosamente, los aperitivos en una repisa baja, el hielo, las bebidas. Somos ocho, y cuando pasamos a la mesa, los ánimos están lo suficientemente caldeados con la lumbre del frío Chablís californiano. JF nos obsequia con una suculenta cena china. Para que esté en su punto, ha de irla cocinando a medida que comemos. JF va y viene de la cocina, sirviendo y bebiendo, guisando y bebiendo, retirando platos y bebiendo sombra silenciosa y eficaz, caja vez más sonriente y amarilla. Los demás comemos y bebemos como energúmenos: la reunión es todo un éxito.
-¿No quieres que te ayude? -le pregunto a JF, hipócritamente y sin gana alguna, sólo porque siempre me ha producido una desazón culpable el ver a una mujer sirviendo calladamente el placer de los otros.
-Oh, no, no; estoy encantada, encantada -responde ella, la sonrisa como una llaga entre sus labios y un tono algo verdoso en el semblante.
A los postres, JF desaparece discretamente. Tardamos un tiempo en darnos cuenta de su ausencia. Al cabo nos enteramos de que está encerrada en un retrete de su bonita casa, vomitando. Consternación general.
-Es que ha bebido mucho sin comer nada -dice uno.
-Es por su marido, es que acaba de separarse del marido -explica la invitada de más confianza en la familia, la enterada.
-¡Ah, ah ... !
Huimos de la casa sin esperar a despedirnos. Huimos como ladrones, de puntillas.
Un corto viaje de turismo y placer por Arizona. Atravesamos la reserva navajo, que es enorme. En el camino paramos en un trading post, un puesto comercial muy antiguo. Fue establecido hace 150 años, cuando estas tierras eran el legendario Oeste, y desde entonces ha estado abierto ininterrumpidamente. Es una amplia cabaña de troncos, con mostradores de madera. A un lado hay una especie de almacén de pioneros, en donde venden telas, herramientas o sartenes. Al otro, una pequeña tienda de comestibles en donde adquirimos algo de fiambre, unos refrescos. Más tarde, ya en el coche, vamos comentando las peculiaridades de la cultura navajo.
-¿Os habéis dado cuenta de que en el trading post no te servías tú mismo, sino que había una dependienta a quien tenías que pedir las cosas? -dice, admiradísimo, uno de mis compañeros de viaje, un norteamericano de 34 años, encantador y culto.
Yo he entendido las palabras, pero creo haberme confundido en el sentido. He debido de hacer una mala traducción, no he comprendido.
-¿Cómo dices? -le pregunto.
-Sí, que si habéis notado qué cosa tan curiosa, que en el trading post no hay autoservicio, sino que hay un mostrador y tienes que pedirle a la dependienta lo que quieres -repite él, maravillado ante prueba tan palpable de la diferencia cultural de los navajos, de la pervivencia de sus costumbres exóticas, de sus ritos ancestrales.
UNIVERSIDAD Y COMPETENCIA
Y yo tengo que explicarle que así son la mayoría de las tiendas en España. Que los supermercados son, para nosotros, un invento relativamente nuevo y extranjero. "¡Ah, qué interesante!", dice él, tímido y confuso, "aquí es muy distinto, yo creo que es la primera vez en mi vida que he entrado en una tienda de comestibles que no fuera autoservicio..." Y me mira con respetuoso pasmo, como quien contempla a Toro Sentado con su penacho de plumas bailando la danza de la lluvia. Y yo le miro y no le reconozco, tan parecido a mí en lo extrerior y sin embargo tan lejano. Nunca he sentido una percepción más clara y más aguda de que los norteamericanos son marcianos.
Uno de los tópicos más extendidos sobre Estados Unidos es el que se refiere a su competitividad salvaje e implacable. Y, sí, tal parecería que los indicios confirman el estereotipo. Me cuentan que en el primer curso del MIT (Instituto Tecnológico de Massachusetts) no se dan notas, sino sólo aprobados o suspensos, para evitar que los estudiantes se suiciden. El MIT es una universidad muy grande e influyente, porque enseña a las futuras generaciones los secretos del todopoderoso chip. Es el triunfo de la especialización, tendencia imperante en EE UU: los mejores estudiantes del MIT pueden conquistar un premio Nobel de electrónica, pero quizá sean rotundamente analfabetos en todo aquello que se salga del limitado campo que dominan. Es ahí, en el terreno de la sacralizada técnica, donde se da la competencia más feroz. En la sociedad estadounidense el currículo lo es todo. Es fundamental la categoría de la universidad a la que has asistido, y a la que accedes por la doble criba de tus notas y tu poder adquisitivo. Es básico el obtener unas calificaciones magníficas, por eso la batalla se plantea en lo mas alto, allí es el crujir de dientes y el suplicio. Entre un notable y un sobresaliente hay un abismo de derrota en el que caben holgadamente los suicidas. Por eso el MIT no reparte notas entre los tiernos combatientes del primer curso, para que no caigan como chinches. No le importa, sin embargo, el distribuir suspensos: al raro ejemplar que se atreve a suspender no deben de presuponerle ni la mínima dignidad necesaria para paliar su fracaso con una dosis de barbitúricos o un buen tiro.
Doy clases en el departamento de español de la universidad de Wellesley. Es una universidad pequeña, de elite, una universidad muy hermosa. No es sólo su inmenso y bellísimo campus, ni su riqueza, ni sus bibliotecas fabulosas. Es, sobre todo, su doble condición de universidad de mujeres, cosa que le confiere un discreto pero definido espíritu crítico feminista, y de universidad que imparte sólo Humanidades, lo que hace que impere un ambiente más abierto, una curiosidad intelectual más amplia, la vieja aspiración a conocer la realidad en su conjunto y no ese frenesí por la especialización parcial y utilitaria de la universidad tecnificada. Pues bien, incluso en Wellesley, que es un mundo académico que a mí me parece más sensato, existe esa guerra abierta por las notas. Un caso real como botón de muestra: una brillante alumna se entera de que en una asignatura va a sacar sólo una A- y no una A (el equivalente a sobresaliente y matrícula de honor, respectivamente), y entonces, presa del desaliento más profundo, decide no presentarse a ninguna de las demás asignaturas y perder el curso entero antes de pasar por tal suplicio.
De todos es sabido que en Estados Unidos hay dos preguntas obligadas cuando eres presentado a alguien. La primera consiste en indagar a qué te dedicas, en qué trabajas. La segunda, si es un nivel profesional, en enterarse en qué universidad has estudiado. A mí, naturalmente, nadie me pregunta esto último, porque el ranking de las universidades españolas les es desconocido y les trae al pairo. En cambio hay un sorprendente número de personas que ocupan ese segundo peldaño conversacional con una cuestión para mí insólita:
-¿Y no echas de menos tu coche?
Eso es lo que me dicen, tal cual suena. No preguntan si echo de menos mi país, o mis amigos, o mí familia, o mi lengua. Tampoco preguntan si poseo coche en España: dan por asumido que lo tengo. La primera vez no supe qué contestar: en mi desconcierto, atribuí la cuestión a un interlocutor excéntrico. Pero cuando el hecho se repitió unas cuantas veces empecé a pensar que quizá el coche sea para ellos la medida de su cotidianeidad o de la ausencia de ella. Desde luego aquí el automóvil es mucho más necesario que en España. El pequeño pueblo de Wellesley, en el que vivo, carece de servicios de transporte públicos. No hay otro modo de moverse que en vehículo propio. Sí, aparentemente no necesitan autobuses, porque todo el mundo tiene coche. Pero además es una espléndida manera de aislar la zona, de impedir visitas indeseables. Wellesley es un pueblo exquisito, un suntuoso suburbio de Boston. El municipio ha votado la ley seca: no hay ni un bar en su perímetro y no se puede adquirir alcohol en los comercios. Tampoco hay MacDonalds, por ejemplo, ni anuncios callejeros, ni neones molestos: sólo hermosas casas centenarias y lujosas tiendas de rótulos grabados en madera. Oh, sí, Wellesley es un aristocrático, puritano y bello pueblecito, lejos de todo tipo de contaminación, un gueto de la dicha, a una razonable distancia en coche propio de la invasión del populacho. En las calles de Wellesley apenas si ves negros. Sólo, de cuando en cuando, las alumnas de color de la universidad, que no son muchas. Así son los ricos suburbios bostonianos.
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